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Un escultor colosal La obsesión de Miguel Ángel por los hombres... de mármol y reales

Se crió con una humilde familia de picapedreros. Y aquel ruido del mazo y el cincel marcó su vida. Aunque excepcional en todas las artes, la escultura le abrió por primera vez las puertas de la gloria, pero también las de la frustración, al final de sus días. Esculpió figuras de hombres colosales con enorme sensibilidad. No alejadas de su vida amorosa. En febrero se cumplen 460 años de la muerte del genio.

Por Stephan Maus

Lunes, 11 de Diciembre 2023, 17:08h

Tiempo de lectura: 7 min

Miguel Ángel Buonarroti creía que había nacido para ser escultor. A su biógrafo, Ascanio Condivi, le contó cómo había asimilado el polvo de la piedra con la leche de su ama de cría.

Al genio italiano lo crió una nodriza del pueblo de Settignano, donde los Buonarroti poseían una casa, porque su madre enfermó al poco de venir él al mundo. Nació en 1475 en Caprese, un remoto pueblo de los montes Apeninos, donde su padre –Ludovico di Leonardo– era el alcalde. Su familia regresó a Florencia poco después de su nacimiento. Su madre murió cuando él tenía seis años, lo que prolongó su estancia en Settignano con la familia de su nodriza, que se dedicaba a la cantería. Creció entre los scalpellini ('picapedreros'), que creaban dinteles, escaleras y columnas para los palacios florentinos. El ruido del mazo y el cincel fue la música de su niñez.

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Antes del combate. Su David rompió moldes: fue el primero en ser representado a punto de entrar en combate; otros, como Verrocchio, Ghiberti o Donatello, lo mostraron ya victorioso.

Miguel Ángel solo tenía 13 años cuando Ghirlandaio lo aceptó en su escuela. Allí aprendió a pintar frescos: a revocar la pared, mezclar los colores y pintar rápido, mientras  la cal esté húmeda, para que los pigmentos se combinen con el revoque, se integren en la pared y formen un todo con ella durante miles de años. Aquel aprendizaje le permitió ejecutar más tarde los frescos de la Capilla Sixtina.

Con solo 15 años se sentaba a la mesa de los Médici con los espíritus más cultivados

Pero lo que de verdad ansiaba era ser escultor. Y Florencia era el sitio ideal: el señor de la ciudad, Lorenzo de Médici, el Magnífico, quería revitalizar el arte de la escultura, dejado de lado hasta ese momento. Incluso había creado una escuela de escultura en su jardín.

Allí esculpió Miguel Ángel un viejo fauno que impresionó al Magnífico. Solo puso una objeción: la dentadura parecía demasiado perfecta para un fauno de esa edad. Miguel Ángel tomó el mazo y el escoplo y eliminó uno de los dientes, con un resultado tan realista que Lorenzo decidió llevarse al joven artista a su palacio. Con 15 años ya se le permitía sentarse a la mesa de los Médici y asistir a las conversaciones mantenidas por los espíritus más cultivados de su época. Fue aquí donde recibió su formación humanística.

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Su firma. En la Piedad, que terminó en 1499, destaca el contraste entre las arrugas de los ropajes de la Virgen y la tersura del cuerpo de Jesucristo. Es la única escultura que firmó (en la cinta del pecho de María).

Si Florencia era la ciudad más hermosa del Renacimiento, Roma era el centro de la cristiandad. Lo que lo llevó a la Ciudad Eterna fue una magistral falsificación. Esculpió una estatua de Cupido a la manera antigua, la enterró para imitar el proceso de envejecimiento y se la vendió a un cardenal romano. El prelado quedó tan maravillado que lo tomó a su servicio.

En Roma, Miguel Ángel se convirtió en uno de los artistas más admirados. Allí creó para un cardenal francés la Piedad, que hoy se encuentra en la basílica de San Pedro.

No tenía familia. Era brusco, de carácter difícil y austero. Vivía como un asceta

Miguel Ángel esculpía, pintaba y diseñaba como si estuviera poseído. No necesitaba dormir mucho. También escribía cartas de amor y poemas para Vittoria Colonna, una poetisa de la alta aristocracia, así como para el dibujante Tommaso de Cavalieri. No se sabe cuál de estas relaciones se quedó en lo platónico y cuál no. Pietro Aretino, un poeta satírico, ya en vida de Miguel Ángel, hizo correr el rumor de que el genio era homosexual.

No tenía familia y era conocido por sus bruscos modales y su carácter difícil. Era un hombre rico, pero siempre vivió como un asceta. Una cama sencilla, una mesa, una silla, una vieja túnica... El artista mejor pagado del Renacimiento no necesitaba más.

En uno de sus regresos a Florencia pusieron a su disposición un gigantesco bloque de mármol que llevaba 40 años aparcado en el patio de la catedral. Varios artistas habían intentado sacar algo de él, pero fracasaron. Él lo logró. Del interior del mármol desentrañó un guerrero de mirada decidida preparado para disparar su honda: David. La República de Florencia consiguió así un símbolo para su carácter orgulloso e indomable.

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Un coloso imposible. Miguel Ángel preparó la figura del David (que mide más de cinco metros) con dibujos y modelos a pequeña escala de cera y terracota. De ahí pasó a trabajar el mármol, directamente, sin hacer un modelo de yeso a escala real como hacían otros artistas. El bloque de mármol era gigantesco. Otros artistas desistieron de crear algo con aquella mole. Cuando Miguel Ángel terminó la obra, 40 hombres tardaron cuatro días en trasladarla, con un ingenio creado ex profeso.

Pero su obra más famosa se encuentra en Roma, donde pintó la Capilla Sixtina por encargo del Papa Julio II. Al poco de empezar, ya había despedido a todos sus ayudantes: nadie estaba a la altura de sus exigencias. Pasó más de cuatro años trabajando en un andamio (que construyó él mismo) a 18 metros de altura. Con los frescos de la Capilla Sixtina, Miguel Ángel consiguió introducir un verdadero himno al cuerpo humano en un baluarte que se asentaba sobre la doctrina religiosa, la ideología y la diplomacia.

Fue un artista enérgico. Se enfrentó a los poderosos rebosante de confianza en sí mismo. Cuando el Pontífice le pidió que cubriera las figuras desnudas, le respondió con sarcasmo que, si el Papa era capaz de poner orden en el mundo, entonces las figuras no tardarían en enmendarse a sí mismas.

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Los cuernos de Moisés. Según la leyenda, cuando Miguel Ángel terminó el Moisés, le dijo «habla». Su realismo es impresionante: los músculos, las venas, los pliegues... El escultor optó por representar a Moisés con dos cuernos (en vez de un halo de luz), algo que se hizo durante un tiempo por un error de traducción de la Biblia, al confundir la palabra resplandor con protuberancia.

Esta postura hizo de él el primer artista en el sentido moderno, un creador que solo seguía su voz interior. Pero incluso Miguel Ángel puede ir más allá de sus límites. En 1505 recibió el encargo de esculpir un monumento fúnebre para el Papa Julio II. El proyecto lo acompañaría toda su vida... y al final se convertiría en un fracaso.

Su sueño era crear algo verdaderamente monumental. Vivió meses enteros en las canteras de Carrara para seleccionar personalmente el mármol, pero su sueño se vino abajo. El Pontífice falleció y nadie estaba dispuesto a pagar el mármol, por lo que acordó con el sucesor de Julio realizar una tumba mucho más sencilla.

Había trabajado (con interrupciones) más de cuatro décadas en el mausoleo del Papa, que inicialmente iba a contar con más de 40 figuras. Estaba previsto que el conjunto se colocase en el centro de la basílica de San Pedro. No pudo ser: la versión reducida de su monumento fúnebre se encuentra en la iglesia romana de San Pedro Encadenado, con solo siete figuras al final. Una de ellas es su legendario y majestuoso Moisés.

Toda la tensión del Renacimiento se encuentra en este Moisés. Es la misma tensión que da vida al David en Florencia, la que sostiene la cúpula de San Pedro, la que empujó a Miguel Ángel a seguir esculpiendo hasta sus últimas horas de vida. Falleció en 1564, a los 89 años.


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