'Todo empezó en Rocroi'
'Todo empezó en Rocroi'
Jueves, 05 de Diciembre 2024
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Hace casi veinte años, dando un paseo, vi el anuncio de una exposición y entré por curiosidad. Augusto Ferrer-Dalmau era conocido para mí, aunque de lejos. Nunca había visto sus cuadros al natural. Augusto estaba dentro, junto a sus lienzos –mucho carlista, mucho jinete, mucho caballo–, así que nos saludamos, le expresé mi admiración y se ofreció a guiarme por la exposición. Y me gustó el fulano. Conversamos largo rato y advertí que nos unía el amor por la Historia y por los hombres y mujeres que la hicieron. En torno a eso surgieron, inevitablemente, títulos de libros y películas que habían conformado nuestra infancia y juventud –la mía algo más remota que la suya– y que suponían un territorio común.
En aquella primera e inolvidable conversación intercambiamos nombres de pintores de Historia como si fuéramos dos niños que intercambiasen cromos: Velázquez, Goya, Cusachs, Detaille, Meissonier, Géricault, Neuville… Pintores de escenas bélicas o históricas que iluminaban iconográficamente nuestra memoria. Para mí fue muy interesante compartir aquella amistad naciente con un pintor contemporáneo que no sólo los admiraba como yo, sino que los estudiaba a fondo como inspiración para su trabajo. Por eso, pocos días después, comiendo cuscús y cordero en el restaurante Al-Mounia de Madrid, le propuse que pintase la batalla de Rocroi, pues allí murió el Capitán Alatriste. Y ese cuadro unió nuestras vidas para siempre.
Creo que ese lienzo, además de ser un icono consagrado en su obra, supuso también para él un reto artístico; pues como el propio Augusto dijo entonces, nunca antes se había enfrentado a un proyecto de semejante envergadura. Hablamos mucho de aquella batalla: los restos de la infantería reunidos en el último cuadro, los rostros de cansancio, los piqueros, la sangre, el gran campo de batalla, el recelo de los franceses a acercarse a aquellos tipos desharrapados, sucios, bravos, peligrosos… Fue un proyecto intenso de documentación, y recuerdo en un par de ocasiones haber ido al estudio, a petición de Augusto, a comprobar la evolución de la pintura. Y no quiero dejar de mencionar el perro que terminó dándole el contrapunto al cuadro: el toque melancólico. Mete un perro, le dije, tan bravo y como ellos. Y así, el chucho Canelo, español abandonado, solo, leal, se acabó convirtiendo en el famoso Perro de Rocroi. Y fue delante de aquel soberbio cuadro donde bauticé a Augusto como «El pintor de batallas».
Aparte de bocetos y pequeñas aproximaciones anteriores, su primer verdadero cuadro naval como Dios manda se llamó Caza al amanecer: una historia de mar y guerra que a petición suya escribí para él en medio folio, inventada por completo, como base para un encargo que le acababan de hacer. Para documentar el trabajo me pidió también consultar algunos libros de mi biblioteca, así que esta vez fue él quien vino a casa, donde trabajamos con cartas náuticas, planos e ilustraciones de barcos. «El viento –le insistía yo–. En un cuadro naval, todo depende del viento». Y lo comprendió en el acto. Nunca olvidaré la impresión que me causó el cuadro terminado: esa embarcación a todo trapo rompiendo el bloqueo británico de la costa gallega, perseguida por las fragatas inglesas. Supo representar el momento de una forma magistral.
Después vino el cuadro que, desde mi punto de vista, es uno de los más grandes logros de su carrera pictórica: El último combate del Glorioso, aquel navío de la Real Armada Española enfrentado hasta en cinco ocasiones con navíos y fragatas británicos que trataban de capturarlo. Lo más pintoresco de esta historia es que, para pintarlo con mayor veracidad, Augusto hizo construir una maqueta; y luego, con un taladro del calibre de una bala de cañón a escala, taladramos el navío hasta que cayeron todos los palos, movimos las velas y acribillamos el casco como habrían hecho los cañonazos enemigos. Después él fotografió varios ángulos, eligió el adecuado y recreó la escena. El cuadro, destinado al Museo Naval de Madrid, fue presentado con todos los honores con la asistencia de su majestad don Felipe VI. Hoy se expone en el museo naval de San Fernando, próximo al Panteón de los Marinos Ilustres de Cádiz como pieza emblemática y más admirada de la institución.
El gran mérito de este extraordinario pintor de batallas, su genialidad conceptual aparte de su excelente mano artística, es que las escenas que representa no se inspiran en otras anteriores, dibujadas o pintadas por otros artistas. Brotan directamente de su imaginación y su talento; de las crónicas y textos históricos y literarios. De ahí saca el material para pintar cuadros que en realidad son auténticos relatos. Porque él es un narrador puro: pinta para contar historias y esa pasión es lo que lo hace tan especial y tan diferente. Y no es la guerra lo que le interesa, sino pintar a los seres humanos en la guerra; del mismo modo que su fascinación por los uniformes se debe, precisamente, a su interés por los seres humanos que hay debajo de ellos.
Y otra cosa peculiar nos une, después de tanto tiempo: los sables de caballería. Y eso, en buena parte, soy yo quien se lo debe a él. Siempre me interesaron las armas blancas –mis primeras novelas se titularon El húsar y El maestro de esgrima–, pero nunca pensé en ellas como coleccionista. Aparte de un par de espadas del siglo XVII sólo poseía un sable de coracero francés y era feliz con él. Pero Augusto, que lo vio en casa, se vio picado en la vena patriótica, afeándome que no tuviera ninguno español. Así que al día siguiente apareció en casa con un sable de caballería modelo 1860, para regalármelo. Así empecé, hace ya quince años, una modesta colección en la que, eso sí, falta una pieza que está en poder de Augusto: un contundente sable de hoja inglesa modelo 1796, con empuñadura española modelo 1815; un arma de guerra soberbia, que da miedo mirar. Le he hecho jurar con una mano sobre el Quijote de Ibarra que, si muere antes que yo, me lo dejará en herencia. Mi intención, naturalmente, es que Augusto, que es hombre de honor y amigo leal, cumpla su juramento. A fin de cuentas, fuma demasiado y se cuida poco –aunque en los últimos tiempos parece mejorar de costumbres–. Así que no pierdo la esperanza de poseer ese sable.
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