Hervía la noche de julio. Estaba sentado junto a la entrada del bar, observando la nueva distribución de las mesas de la terraza. Tenía un botellín de cerveza en la mano. Y de pronto, vio una mujer cruzando el paso de peatones. De andar firme y elegante, la dama se acercó y pasó por su lado. Ladeó un poco la cabeza, lo miró y saludó breve y discretamente. Él respondió con un gesto similar y la siguió con los ojos llenos de lujuria. Y entonces ella hizo como un meneo sensual de sus caderas y sus piernas brillaron en la penumbra. Se aceleró su corazón, dejó la botella sobre la mesa y salió tras ella.
Antes de que alcanzase la siguiente calle perpendicular, donde ella dobló a la derecha, cuando ya estaba decidido a abordarla, ocurrió algo inesperado: pisó el cordón suelto de uno de sus zapatos, tropezó y se cayó al suelo. Cuando se incorporó, ella había volado. Entonces se dijo: «Ha pasado el tren del deseo y lo has dejado escapar». Y acto seguido se preguntó: «¿Acaso no has sido toda tu vida un campeón de las oportunidades perdidas?».
Después empezó a vagar sin un rumbo fijo por las calles. La noche invitaba a que la paseasen. Mientras caminaba y meditaba sobre el incidente, su doble, a quien creía que había abandonado por la tarde en el río, reapareció para verterle en sus oídos estas amables palabras: «¿Hay algo más misterioso y hermoso a tu edad que el cruce de miradas entre dos seres desconocidos que azarosamente se encuentran y se desean secretamente?».
Cuando el velo de la medianoche acariciaba su piel entró en el viejo callejón. Se sentó en una esquina, desde donde se adivinaban las afueras del pueblo con el lomo de la montaña como fondo de pantalla. Aprovechó la oscuridad del lugar donde se hallaba sentado y se dirigió a media voz a la noche diciendo: «Estoy solo. Esta penumbra que me acompaña lo atestigua. Aunque vague por otros sitios, siempre recuerdo todo lo que envejece conmigo: los libros, los discos, los cuadernos repletos de notas, mis modestos cuadros, mis películas preferidas, las sillas, las mesas, los amigos... y, sobre todo, mi paloma de campo...».
Y mientras iba repasando tonos distintos de voces antiguas, contemplaba como la luna llena colgada del cielo hacia el oeste le guiñaba un ojo, un guiño tan seductor como el que dibujó con sus caderas la dama que lo saludó en la anterior terraza donde se había sentado. Pero vuelve de nuevo a coger el hilo de lo que ama: «Amo también los rostros de los que ahora ocupan las mesas que me rodean, estos rostros que a veces me figuro son como barcos varados en el arenal de nuestro pueblo después de varios naufragios».
Y luego se asombró al recordar que, según contaba Lorca, los zapatos, las cucharas, cuchillos y demás enseres de una casa son formas de una belleza tan extrema y de una vida propia tan intensa como las nuestras, las de nosotros, que nos consideramos los amos de la existencia, al contrario que ellos, que simplemente los tenemos como huéspedes desechables... Pero, sobre todo, el poeta granadino resalta que esos «objetos prescindibles» tienen una capacidad de aventura que nosotros ni siquiera adivinamos.
Regresó a su cabeza la imagen seductora de la dama. Y entonces comentó para sí mismo: «Nunca te has olvidado de las mujeres que te amaron, pero tampoco de las que no te quisieron, tampoco de los amigos que te han sido fieles, pero mucho menos aún de los que te dieron la espalda después de renegar de ti. Así está todo recogido en escritos que, como estampas gastadas por el tiempo, llenan las páginas de tus cuadernos, donde además se esconden los secretos de tus vergüenzas y cobardías...».