Te levantas un día y dejas de ser un niño

Cristina Sánchez Andrade ALGUIEN BAJO LOS PÁRPADOS

CEE

03 ago 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Te levantas un día y dejas de ser niño, mudas de voz. Visitas ciudades, sientes como vuelan los pájaros y escuchas cómo crecen las flores entre las lajas del jardín. Vives noches de amor y tardes en cafeterías tranquilas. Te enamoras y te casas, acompañas a tu madre enferma en la habitación de un hospital. Engordas, pierdes el pelo, tienes hijos y soportas el frío. Una tarde, mientras contemplas la puesta del sol, se te inundan los ojos de lágrimas. Eres feliz y te encorvas, se te oscurece la piel, sobrevives a un achaque y a varias traiciones (una de ellas de un ser querido), y sin embargo sigues, sigues sin darte cuenta. A veces te asalta el rencor y el monstruo que habita en tus entrañas trepa hasta el oído y susurra palabras que te dan miedo, pero el corazón se llena y se vacía, se llena y se vacía de sangre, siempre se llena y se vacía sin que lo escuches. Puede que oigas un zumbido de abejas embravecidas, miles de violines, el tañido de campanas (pequeñas, medianas o fuertes), una gaita, el susurro del viento entre los árboles, pero nunca el corazón. Hasta que un día, de repente, todo cambia. Lejos de todo lo que te da cobijo, arrebatado de cuanto te sirve de apoyo -lejos de ese tictac imperceptible- un ruido nuevo nace en tu interior. Empieza en un lugar del fondo del estómago y asciende hacia el pecho, y luego sale por la boca y los oídos, y se transforma en un suspiro. Es el mismo sonido del agua en alta mar y solo se escucha una vez en la vida.

De ese impulso brota El cielo invisible (Reino de Cordelia, 2020), del escritor y periodista Luís Pousa. «Porque, a pesar de todo, he superado mi segunda operación a corazón abierto», nos dice casi al principio. Y esa operación, ese apartarse del mundo durante un tiempo, es lo que le hace parar y pensar en lo que de verdad le importa: la literatura y la música, sus amigos, sobre todo su familia. La voz que nace en su interior y que le impele a escribir es la de los suyos, los que ya se fueron y hablan desde las grietas. Está su padre, que murió atropellado cuando él solo tenía diez años. «Un día estaba jugando en el parqué de la sala, justo al lado de la puerta del balcón», y sonó el teléfono. Por el tono de voz de su madre supo que algo no iba bien. De algún modo, la muerte de su padre aún no ha cesado, y nunca cesará, porque desde ese veinticuatro de septiembre de 1981 lo ha «echado de menos cada maldito minuto, sin saltarme ni un solo día». También está la voz de su abuelo Aquilino, a quien encerraron en las mazmorras del castillo de San Antón y que luego enviaron a trabajar a los túneles de Padornelo y a las minas de wolframio en Cee. Y la de su abuela Luisa, «que tenía unos ojos muy hermosos y era muy alegre» y que murió con tan solo treinta años, probablemente de lo mismo que Aquilino. De ellos dos heredó Luís un corazón diferente. Decía Unamuno que una novela tiene que ser como la vida misma, organismo y no mecanismo, «entrañas palpitantes, calientes de sangre». También Rilke, aunque de otra manera, decía que una obra de arte es buena cuando surge de la necesidad. El cielo invisible es ese corazón herido, entraña palpitante que nos habla desde la emoción. Un estallido de coraje y vida.