«(...) Recordé siempre un mar de leyendas y un graznido de gaviotas constante en mis oídos. El mar del que habla Celso Emilio Ferreiro, Rosalía de Castro o Manuel Rivas (...)»
17 sep 2017 . Actualizado a las 05:00 h.Las primeras playas que poblaron mi infancia eran de una arena tan blanca como el azúcar y sus frías aguas me hacían tiritar. Allí forjé mis primeros castillos en el aire. Recordé para siempre el olor de las algas, el fuerte oleaje, las barcas tumbadas boca abajo, las inmensas caracolas y el color grisáceo del Océano mezclado con la niebla.
Las mujeres que pasaban con sus cestos de pescado en la cabeza, las mariscadoras amaneciendo junto al mar, los percebeiros sobre las rocas. Los temporales que llenaban de espuma las aceras, el mar salpicando en las ventanas. Recordé siempre un mar de leyendas y un graznido de gaviotas constante en mis oídos. El mar del que habla Celso Emilio Ferreiro, Rosalía de Castro o Manuel Rivas.
Llegué a Valencia en una noche de septiembre de hace ya varios años. Mi sensación, a pesar de que dicen que el gallego nunca deja su tierra atrás, fue también la de haber llegado a casa. A mi otra casa, a la casa de la luz, la casa de la alegría, de la creatividad, de los amaneceres de la Malvarrosa, del susurro de las palmeras, de los cielos índigo del verano con las sillas a las puertas de las casas, a la embriagadora tierra del azahar, de los anegados campos de arroz y de las barracas perdidas por los huertos dorados de las tardes.
Descubrir a Hemingway en un retrato en la playa de las Arenas, descubrir la casa de Marti en la plaza del Milagro, a Luis Vives en el silencio de la Nau, los pequeños huertos al lado de los rascacielos, los geranios y las buganvillas que trepan por todos los balcones, las azules cúpulas, la magnificencia de los mercados, la tumba de Sorolla en el silencio del cementerio, la casa de Machado en Rocafort, descubrir cada esquina, cada calle, cada fuente, cada jardín, cada plaza, fue una experiencia que me enriqueció poco a poco y paso a paso y me hizo crecer con la propia ciudad donde me sentí siempre acogida.
Galicia y el Levante comparten varias cosas, estamos unidos por el Camino de Santiago que nos trae hasta aquí, hasta la mítica Fisterra, saliendo desde Almusaffes recorrido por peregrinos de todas partes del mundo.
Tenemos en común el mar, algo que nos ha abierto como puerta de paso a otras civilizaciones, a otras lenguas, el comercio, los negocios, las nuevas rutas y nos da ese sentido de trascendencia y de amplitud de miras tan necesario en cada momento de la vida.
Por añadidura, Galicia y Valencia son dos autonomías que disponen de su propia lengua. Conocer, hablar, leer y escribir en la lengua que nos han transmitido nuestros ancestros es un gran tesoro que todos debemos de mantener y cuidar. Pero nos une sobre todo ese espíritu que planta cara a la adversidad, que se levanta tras la caída y que demuestra dignidad y valor cuando realmente se necesita.
Valencia fue asolada por varias riadas, por la pantanada de Thous y por el trágico accidente del metro que vistió de luto nuestros corazones. Galicia por los incendios, el desastre del Prestige o el accidente del tren Alvia, donde se mostró la valentía de los vecinos de Angrois.
Que no nos falte nunca el coraje, ese que gallegos y valencianos demostramos cada día, y ese espíritu de compromiso y de entrega que mitiga en lo posible la tragedia y la desgracia.
Hoy vengo a Fisterra a recibir el beso del viento, a compartir arte y belleza y mediante ellos derribar fronteras y crear un mundo mejor. Es un viaje de hermanamiento. Se necesitan artistas, se necesitan poetas en estos tiempos convulsos. Vengo a quemar mis ropas en el rojo atardecer y a rezar a los pies do Cristo da barba dourada, ese al que le crece el pelo y que también nos trajo el mar, por eso recojo los versos de Angel Valente para decir: «Cristo de tiempo y sangre y negro/ rostro, bajo despacio hasta tu pecho/ para apoyar allí mi oído, / y escuchar el lejano rumor del sordo mar…».