Novak Djokovic se pasó meses sin explicar su argumento para viajar al Open de Australia sin estar vacunado. Normal. Porque no es que uno de los tenistas más histriónicos de la época quisiese preservar su intimidad sin doblegarse a exponer su caso, sino que no tenía ningún razonamiento decente que contar. Días después de que las autoridades fronterizas australianas le retirasen su visado e instasen a su expulsión del país, lo mejor que ha encontrado el equipo de abogados que defiende su verdad jurídica es que supo que era positivo por covid el día 16 de diciembre y se paseó durante tres días en distintos actos en su amado país sin mascarilla, encantado no ya de haberse conocido o no haberse vacunado, sino hasta de poder convertirse en un foco de contagios por este asuntillo del coronavirus. El sistema judicial australiano podrá librarle de ser deportado —porque en el caso se entrecruzan otros chapuceros permisos provisionales otorgados para disputar el torneo—, e incluso podría celebrar su décimo título del Open en Melbourne el próximo día 30 de enero. Pero en realidad Djokovic ya ha perdido. Se ha caído la careta del deportista del amor, la libertad, el orgullo serbio maltratado por envidiosos y la conversión del agua en vino a través de las emociones. Él mismo, en su peculiar estrategia de defensa —¿quizá no había defensa posible?—, se ha retratado. Ya solo falta por saber la factura reputacional y el efecto que tendrá en el rendimiento en la pista de Djokovic su insolidaria forma de ver la vida —según él, sin mascarilla, contagiado, en público durante los primeros días que supo su contagio...—, entendida, eso sí, por los mismos bisontes de la posverdad que asaltaron el Capitolio. Djokovic ya ha perdido.