Ningún otro país de Europa tiene la vocación futbolística de Inglaterra, donde el fútbol es un hecho cultural que articula a la población de cada ciudad en torno a un símbolo cuasi religioso: su equipo de fútbol local.
Ningún otro país del mundo aúna tan bien tradición y negocio. La liga inglesa es un producto de un músculo financiero y comercial sin parangón. Todo es aparentemente perfecto en el fútbol inglés, solo le falta lo único importante: no ganan.
Para explicar semejante desequilibrio entre lo que parece y lo que es, entre lo que invierten y lo que generan, los españoles solo tenemos que mirar por el retrovisor: los ingleses siguen viendo el fútbol tal y como nosotros lo vimos durante décadas. Inglaterra vive los mismos estereotipos, lugares comunes y preconceptos que tuvieron al fútbol español viviendo en la nada. Al igual que hicimos nosotros, ven el fútbol dándole importancia a todo lo secundario para obviar lo fundamental: no juegan bien.
No juegan bien porque disfrazan las carencias con gesto pragmático, asociando el jugar bien a un vano concepto estético de carácter superfluo y no como algo práctico: en el fútbol lo bueno es lo obvio, lo bonito, lo armónico, lo fluido.
Al igual que hicimos nosotros, valoran a los jugadores con una mirada analítica y reduccionista, que ensalza alguna cualidad aislada de manera individual (Kane es un goleador, Walker es rápido, Rice ocupa espacios...). Valoran a los jugadores por lo que hacen y no por lo que generan. Al igual que hicimos nosotros, viven la táctica no como el arte de asociarse, mezclarse y fluir, sino como una suma de posiciones rígidas, estáticas, sin armonía. Al igual que nosotros, los debates giran en torno a si los buenos pueden ser compatibles (Foden y Bellingham). Una tortura.
Más allá de todo ello y a pesa de llegar a la final sin haberse enfrentado a ningún gran equipo. Inglaterra y el fútbol son temibles. Inglaterra es un equipo que te exige, con un despliegue físico y emocional de máximo nivel y con muchos grandes jugadores en la línea de ataque capaces de hacer gol sin muchos méritos previos. Cuando merodean el área no van de excursión. En un fútbol con poca querencia por el trámite, acercarse al área es su posibilidad de redención. Los Kane, Bellingham, Saka, Foden... saben hacer daño cuando ven una debilidad.
Para nuestra desgracia, sus mayores virtudes coinciden con nuestras debilidades. España ha sufrido mucho en su defensa del área. Cada simple centro o córner en el partido contra Francia parecía ser una bomba. Para paliar esa debilidad la vuelta de Carvajal ha de ser decisiva. El fútbol moderno ha infravalorado cuanto es de decisivo tener defensas que defiendan. Carvajal, como antes lo fue Puyol, no puede ser medido contando acciones o duelos que gana, porque todo lo importante en el fútbol no se puede medir con la simpleza de los números. Carvajal, como antes Puyol, amplía lo realmente importante. Cuando defiende y sufre contra rivales transmite emociones, les regala seguridad a sus compañeros, en su pelea defensiva forja el carácter del equipo.
Defender tiene mucho de verdad, es competir sin recompensa mediática.
España llega a la final siendo el único equipo que ha jugado bien (Portugal pudo hacerlo también de no haber elegido conspirar contra la meritocracia), pero el partido ante un rival tan exigente como Francia nos mostró una verdad de siempre: jugar bien no alcanza si no tienes grandes delanteros que te den la razón. Cuando el nivel de oposición de Francia era mayor que nuestra capacidad para dominarlos, tuvo que aparecer un niño para rescatarnos.
En medio de un fútbol que busca desesperadamente certezas para controlarlo, Lamine nos devolvió una de las verdades de siempre: si hay grandes futbolistas, el fútbol es todo lo que pasa mientras vamos haciendo planes. Lamine nos cambió el ánimo con un gol que trajo otro. Así se escribe el fútbol, tan indescifrable. Solo apto para quien sabe competir contra la incertidumbre. Por eso es posible que este domingo no gane el mejor. Por eso puede ganar Inglaterra. Por primera vez.