En los últimos años, ha crecido el interés por el pan artesanal. Donde desde hace tres generaciones no se elabora de otro modo es en el obrador de Rosália Araújo. Aparte de por sus panes, Rosália es conocida por ser la última criada viva de Salazar, el dictador portugués, que siempre la trató «como a una hija». TEXTO Y FOTOS FERNANDO SÁNCHEZ ALONSO
08 ene 2018 . Actualizado a las 00:48 h.Si yo fuera un grano de trigo, me gustaría acabar transformado en pan de Rosália Araújo. Porque panes artesanales los hay a miles, y muchos excelentes. Sin embargo, la hogaza perfecta, esa que eligió Platón para construir el arquetipo de pan y legárselo a los gourmets y a los estudiantes de filosofía, no se cuece en las páginas de La república, sino a 460 km de donde vivo. El pan ideal se encarna a diario en Favaios, una pequeña aldea al noreste de Portugal. Allí, antes de que canten los gallos herrumbrosos en las veletas, una columna de humo se estira en la chimenea de la panadería de Rosália, una sexagenaria adolescente que repite el método artesanal de hacer pan que aprendió de su madre, y esta de la suya, lo cual, unido a su simpatía, la ha convertido en la panadera más mediática de Portugal. Eso y el que sea la última sirvienta del dictador Salazar que aún respira.
La filosofía panificadora de Rosália Araújo es sencilla y misteriosa. El uso de harinas naturales, el desdén por los aditivos y el permitirle al pan dos fermentaciones, frente a la única industrial, hacen que sus hogazas estén cerca de la hogaza platónica. Lo consiguen de pleno si a lo anterior unimos el horno de leña y el tiempo de cocción, pero sobre todo la particular forma de tratar la masa estrellándola varias veces contra la mesa empolvada de harina, atizándole pescozones de kárate a continuación, extendiéndola después con las manos, replegándola, estrujándola a conciencia, girándola, amontonándola y retorciéndola de nuevo, y así hasta quedar exhaustas las dos, la masa y Rosália. Riéndose a carcajadas, dice que su nieta, veinteañera, «todavía no ha aprendido a amasar bien. Le pone empeño, pero sus panes tienen otro sabor».
En la panza bulímica del horno de leña, Rosália introduce cada mañana hasta 250 panes. Al cabo de un rato, si no en número, sí salen duplicados en tamaño, y eso llena de asombro a los turistas norteamericanos, de gira por la panadería, que creen haber presenciado en directo la mitad del milagro evangélico, pues para completarlo con el de los peces deberán bajar al Duero, si quieren llevarse el prodigio entero de vuelta a Arkansas.
La fama de los panes de cuatro cantos, o simplemente pan de Favaios, que cuece Rosália está justificada. Son panes de miga tupida y mimosa a la vez, con un sabor en que están los párrafos más crujientes de La república, la leña balsámica del pino y el paisaje arcaico y señorial de Trás-os-Montes. Este pan recibe el nombre de cuatro cantos por su peculiar hechura. Nadie sabe con certeza quién la ideó, pero en Favaios cualquiera te dirá que viene del tiempo en que la aldea se llamaba Flavia y todos sus habitantes sabían latín, al menos el de Roma. Es un pan, en fin, cuya forma imita el lazo que la novia de Mickey Mouse lleva entre las orejas ratoniles. «Muy fácil para ser partido con las manos», describe Rosália. Y es que el pan, más que cualquier otro alimento, nació para partirse y compartirse. No en vano la palabra compañero significa, etimológicamente, persona con quien se come el mismo pan.
Rosália sigue amasando antes de que lleguen los turistas. Rosália tiene los pómulos macizos bajo el pañuelo blanco, anudado a la nuca, del mismo color que el delantal. Sorprende que, a pesar de los muchos chubascos que le han caído en sus 66 años, conserve intacta el alma. Un alma blanca como la harina de sus panes rechonchos. Y esa blancura interior asoma a la piel, lo que casi exige sospechar unas gotas de sangre celta o nórdica en alguna rama perdida de su árbol genealógico. Quién sabe. Todos los ganchillos genéticos son intrincados. No obstante, hay algo que no admite duda. Más que cualquier otra cosa, el brillo perpetuamente adolescente de sus ojos la sigue uniendo a la chiquilla que divertía a António de Oliveira Salazar con el relato de sus peripecias en el pueblo. Aquellas palabras hacían babear nostalgias rurales al viejo dictador. Él también se había criado en el campo y recordaba los tordos en las huertas fúnebres de diciembre antes de encerrarse con santo Tomás en el seminario de Viseu.
«Fue como un padre para mí», juzga Rosália, húmedos los ojos de escarcha y saudades, acaso sin reparar en que, mientras ella hablaba, la estilográfica del dictador aguardaba impaciente en el escritorio la firma del último informe de la PIDE, la siniestra policía política del régimen. «¿Qué conciencia política iba a tener yo, si era una niña cuando entré en São Bento y casi no salí de allí hasta la muerte de Salazar?». Fueron cinco años en los que ella flotó en un limbo de glucosa, a salvo de las estrecheces de Favaios y ajena al temor de muchos portugueses, que cada mañana estudiaban las necrológicas de los periódicos con la esperanza de que la omisión de sus nombres los convenciera de seguir vivos. Ni en la casa de Rosália en Favaios ni en tantas otras existían lujos, sin duda para facilitar la puntería profética del gran jefe: «Un país que tenga el coraje de ser pobre será invencible».
El austero Salazar -cara de galgo, nariz aguileña, pelo relamido- dirigía las conciencias lusitanas con avemarías y mano de hierro. No obstante, acataba sin rechistar, en el palacete lisboeta de São Bento o en la residencia veraniega de São João do Estoril, las órdenes de María de Jesús Caetano Freire, la altiva gobernanta que había contratado a Rosália cuando a esta aún le duraba en los labios el asombro de Lisboa, adonde había llegado por mediación de la mujer de su hermano. No había cumplido los 14 años cuando Rosália estrechó la mano del dictador. Fue la última de las ocho criadas que le servirían, y la más joven. «Quizá por eso se encariñó conmigo», aventura. «Nuestra relación, más que de criada y señor, se parecía a la de padre e hija».
Irrumpen en el obrador los primeros turistas norteamericanos, para quienes el pan de Rosália es la única verdad histórica, y comestible además. Saludan en inglés, por supuesto, como si entrasen a desayunar entre diamantes en el Tiffany de la Quinta Avenida. Quizá ignoran que, en una votación popular organizada por la Radio Televisión Portuguesa (RTP), Salazar fue elegido el portugués más influyente de la historia lusitana. Pero ¿qué es la historia comparada con el esplendor de estas hogazas?
Todavía con el recuerdo del aroma del pan de Favaios en la nariz, yo también he tenido un sueño. Es este: si estuviera en la ONU, propondría sustituir como símbolo de la paz a la sucia y diarreica paloma por un pan recién horneado de Rosália. Todos -incluidas las carrocerías de los coches- saldríamos ganando.