El Centro Superior de Hostelería de Galicia entra en ebullición. A sus cocinas llegan estos días jóvenes que sirven por primera vez un café, comprenden el arte de poner un mantel y, algunos, descubren el pulpo á feira
09 oct 2018 . Actualizado a las 11:27 h.- «A usted hoy no le pongo nota».
- «¿Por qué?», pregunta cabizbajo un alumno en una de sus primeras prácticas de servicios.
- «Porque no ha venido usted afeitado», responde un severo profesor del Centro Superior de Hostelería de Galicia (CSHG) a su pupilo minutos después de mostrar a varios jóvenes la organizada coreografía que requiere la colocación de una mesa en un restaurante de postín. Sucedió en uno de los restaurantes que la escuela gastronómica más importante de la comunidad tiene dentro de sus instalaciones. Esta escena, que puede parecer impropia de un centro universitario del 2018, deja de resultar llamativa al ver el trato distendido, pero extremadamente respetuoso, que profesores, directora y alumnos tienen entre sí. El tratamiento de usted forma parte del protocolo obligatorio, igual que llevar los uniformes reglamentarios. De esta manera, y entre fogones, bechamel y cafés (todavía servidos con el pulso a medio gas), comienzan a dar sus primeros pinitos en el mundo de la cocina los alumnos que inician el primero de los cuatro años de formación en el CSHG. La Voz vive con ellos su experiencia.
Son las once de la mañana y los jóvenes se reparten en diferentes aulas y cocinas para que los profesores valoren su nivel. Muchos de ellos acaban de salir del cascarón que es el instituto, otros ya tienen hijos y hacen malabares para conciliar la jornada de 8 horas del centro con sus vidas personales. Pero todos trabajan con rigor y se esfuerzan. Da igual que unos estén aprendiendo a tirar cerveza mientras otros descubren cómo se lava un pulpo que más adelante será preparado á feira. «Aquí todos tienen que aprender a trabajar en un McDonald's y en El Bulli», explica un trajeado docente.
Parece que este mantra lo tienen ya bien interiorizado. La rectitud con la que se muestran los alumnos en las clases prácticas no es frecuente en otros ámbitos.Aunque de vez en cuando se escuche un «¡no os apoyéis en la barra!», como rapapolvo a aquellos que todavía no están familiarizados con las exigentes posturas que les piden los profesores, lo habitual, pese a llevar escasos días en el CSHG, es que los alumnos escuchen atentamente a los profesores, e incluso en contextos más informales, se coloquen por inercia las manos detrás de la espalda. El hábito hace al monje.
Mientras algunos tropiezan con el café, otros viven momentos más distendidos. Sucede en una de las cocinas donde se está elaborando el menú que comerán ese mismo mediodía: croquetas y macarrones en salsa de tomate. Entre la harina en los ojos de unas y la cara de preocupación de otros al escuchar que hay que escaldar la albahaca, unas jovencísimas alumnas aprenden a voltear sartenes con sal gruesa. Quien menos sal derrame gana.
Una de estas recién llegadas es Mar, una malagueña de 18 años que estudia Gestión hotelera. Quizás no pensó al llegar a Santiago que se vería en este brete, pero lo cierto es que está encantada con la educación multidisciplinar que recibe en el CSHG (entre otras cosas, recibirá clases para aprender a hacer camas a la perfección). «Sé que hay una escuela en Marbella pero cuando vine a ver esta me encantó, y no estoy arrepentida de mi decisión porque la manera que tienen de interactuar los profesores con nosotros es increíble». Cuando Mar vuelve a sus labores, Bryan Lara, un educadísimo chileno de 26 años, explica que a él lo que más le gusta del CSHG es que «te enseñan como es la vida real en un restaurante y la gestión empresarial» (esto último, no vamos a engañarnos y lo reconoce la directora del centro, Marta Fernández, el área más temida por los alumnos».
Lara no es el único alumno de primer curso nacido al otro lado del charco. Como él, Saíd Antonio y Julieta Romina ponen el acento latino a las clases. Con 26 y 32 años respectivamente, tienen claro que su futuro está directamente ligado al arte culinario y lo dicen convencidos porque las adversidades a las que se han enfrentado les han hecho saber lo que quieren en la vida. Saíd aprendió a cocinar cuando tenía 11 años, tras la muerte de su padre («que en casa se encargaba de las comidas», comenta). Ahí fraguó su pasión, pese a que su madre se oponía a tener un hijo cocinero. «En mi país está mal visto porque es una profesión para la gente que no quiere estudiar», comenta. Ahora podrá lograr su sueño en Galicia. Julieta, técnico en animación sociocultural dio un golpe en la mesa al ver cómo el mercado laboral en su área se complica cada vez más. Así que a pesar de tener un hijo decidió encaminar su vida hacia su verdadera vocación. Y tiene claro los pasos a seguir: «Me imagino con un restaurante apostando por pescados y algas, sobre todo».
No hay titubeos ni medias palabras. Saben el sacrificio que supone esta profesión, más allá de lo que venden los programas de televisión, incluso aquellas partes que no se ven. Doblar un mantel, servir las copas bien: todo cuenta. Y a Jorge Rodríguez, un ferrolano de 20 años estudiante de Gestión hotelera esto le apasiona. «Me encanta la parte del servicio y el trato con el cliente. Es súper satisfactorio ver todo montado y colocado bajo tu mando, tienes un sentimiento de orgullo», explica para culminar diciendo que más adelante desearía estudiar Revenue Management. Como quien comenta qué va hacer el fin de semana. Pero con las manos colocadas detrás de la espalda.