Futbolista del Celta durante trece temporadas, rememora un paso por el equipo del que le quedó la espina de «no poder sacar lo que llevaba dentro»
15 abr 2020 . Actualizado a las 05:00 h.Luis Villar no es uno de esos excélticos capaces de recordar minuciosamente cada partido y momento que vivió como jugador del equipo vigués. Asegura que su memoria «no alcanza para mucho», pero sí explica como un libro abierto cuáles fueron sus sensaciones durante sus trece temporadas en el Celta, al que llegó desde el equipo juvenil -la etapa que más añora- sin haberse planteado nunca ser futbolista. Se retiró -«me retiraron», matiza él- de forma prematura pero la pasión por el club le ha acompañado siempre.
Comenzó a jugar en el equipo de su barrio, La Florida y en el instituto donde estudiaba, el Santa Irene, sin más pretensión que divertirse. «Jugaba bien y vinieron a buscarme, como me había pasado antes con el atletismo, el salto de altura. Me fueron llevando, me arrastraron y me vi inmerso en el mundo del fútbol sin haber pensado nunca que me podía dedicar a eso», rememora. Con quince años entró en el club celeste y a los 18 dio el salto desde los juveniles al primer equipo.
Para Villar jugar en el Celta no fue un sueño como tal, porque asegura que nunca había alcanzado ni a imaginarlo. «No lo pensaba, no tenía conciencia de que podía vivir del fútbol ni me había fijado esa meta. A mí me gustaba jugar en la calle», indica. Pero a los 18 años le tocó cambiar su perspectiva. «Ahí sabes que tienes que definirte y empezar a tomártelo más en serio. Fue un cambio radical», admite.
Y ese salto no fue nada fácil para un Luis Villar que se encontró una realidad diferente a la que había conocido hasta ese momento. Le costó encajarlo. «Venía de vivir en una nube siendo subcampeones de España con los juveniles, viviendo años extraordinarios. Y me encontré ya con gente que se jugaba el cocido, como decíamos entonces. Había tiranteces en el vestuario y a mí, que venía de uno idílico en el juvenil, eso me mataba». El filtro desde la cantera lo pasaban muy pocos, dice: «Estaban Manolos, Costas y no sé si Canero; el resto era gente de fuera. No había madurado lo suficiente, llegué a un mundo que me era ajeno y tuve que espabilar», relata.
Relata Villar que le «costó muchísimo» adaptarse a ese nuevo escenario. «No me gustó. Por mi carácter y mi forma de ser, fue una etapa complicada», indica sobre los inicios. «Aparte de esos tres que veníamos del juvenil, el resto eran hombres que nos llevaban en muchos casos diez años y que no pensaban como nosotros, que veíamos el fútbol como un juego para divertirnos», desgrana. Pese a los inicios complicados, él seguía en el Celta cuando tenía la edad de los que eran veteranos cuando Villar llegó. «Sí, fue una etapa larga. De mucho sufrimiento al principio, así de claro, pero luego te amoldas».
Aprendió, en cierta medida, a base de golpes. «Ves que tienes que despertar, que en el fútbol hay gente con mala idea y mala leche. Me partieron los ligamentos con 20 o 22 años, un bestia del Real Madrid», explica sobre una grave lesión que le tuvo meses apartado de los terrenos de juego en 1972 y que condicionó el resto de su carrera. Pero su mayor enemigo en esos años fue la presión. «Lo llevaba muy mal. Siempre que el equipo fallaba, mi mentalidad era que era culpa mía. No fui un jugador atrevido ni osado y no fui capaz de expresar lo que llevaba dentro, sobre todo al principio. El balón me quemaba», reconoce.
Pero sí que llevó un momento en que fue capaz de cambiar de enfoque. «Hubo un momento en que me dije: ‘Fuera, no pasa nada. Si no es fútbol, será otra cosa». En ese sentido incluyó su mujer, que le animó a poner en marcha un proyecto paralelo. «La empresa familiar me dio esa tranquilidad de no tener que pensar qué sería de mi vida si fallaba el fútbol. Esa responsabilidad me quemaba mucho», se sincera. Y continuó con esa empresa no solo tras retirarse, sino «hasta hace muy poco».
Sus mejores recuerdos son los ascensos, que eran «una maravilla», y sobre todo, las amistades, «lo más grande» que le ha dado el fútbol. En ese sentido, siempre ha tenido y mantiene una «gran relación» con Manolo. «Siempre ha sido un ejemplo en el Celta, como mi hermano mayor», además de con Juan y Castro, entre otros. En cuanto a entrenadores, le marcó Dellacha. «Es curioso, porque el fútbol que quería implantar él es el que hoy está de moda, pero entonces se buscaba un fútbol de sortear el balón, pelear y adelante, y duró poco. Pero le guardo un cariño tremendo».
Y el disfrute con los ascensos era proporcional al sufrimiento de perder la categoría. «No es que te escondieras, pero era muy difícil». Y la afición también era diferente, valora. «Ahora va mucha gente joven a animar en todo momento. Entonces también animaban, pero si se torcían las cosas, estaban muy encima del jugador y era mucha presión», razona. Ahora observa que «raro es el momento en que el celtismo se viene abajo» y eso le parece «encomiable».
Con solo 30 años, llegó el momento de colgar las botas. Él hubiera seguido. «Estaba en un momento de veteranía y físicamente bien. Descendimos a Segunda B y era normal deshacerse de la gente de una edad, el problema es que yo tenía 30 y luego ficharon a gente de 34», recuerda. Pero no fue traumático para él. «La empresa absorbía mi tiempo, tenía mi vida encarrilada y llegó el momento de no pararme a pensar en otra cosa que no fuera sacarla adelante».
Desde ese momento, ha sido un celtista más. «Aunque no voy a Balaídos, claro que sigo al Celta, lo disfruto y lo sufro. Me quedo con los buenos momentos y los malos fueron experiencias de las que aprender», reflexiona. Fue uno de los fundadores de la Agrupación de Veteranos y nunca se planteó ser entrenador. Esa faceta correspondió a uno de sus hijos, Alejandro Villar, coordinador del Val Miñor, al que siempre le inculcó la misma filosofía que él aplicó en su vida: «Me encanta que se dedique al fútbol, pero teniendo otro trabajo como lo tiene».