Hay algo mitológico en el interminable y desigual conflicto entre el ejército de Birmania y la premio nobel de la paz Aung San Suu Kyi: ambos actores del drama son obra de la misma persona. Fue el padre de Aung San Suu Kyi, el general Aung San, quien, además de engendrarla a ella, creó el Ejército de Birmania, que en el país tiene su nombre propio, el Tatmadaw, como si se tratase de un personaje más de la política birmana. Lo es, el más poderoso, precisamente por el prestigio que le insufló el general Aung San en su lucha contra los británicos (y a favor de los japoneses) y luego contra los japoneses (y a favor de los británicos). Por su parte, Aung San Suu Kyi representa la otra mitad del contradictorio general Aung San: su nacionalismo, al que ella dio un tinte cívico cuando fundó su Liga Nacional por la Democracia (LND) en 1988.
Lo que en el resto del mundo se quiso ver como un proceso de democratización, la legalización de la LND y su integración en un sistema con elecciones y Parlamento en el 2012, se entendía de una manera muy diferente en el Tatmadaw: era la búsqueda de un equilibrio, de una coexistencia de estas dos tradiciones en competición, la militar y la cívica. Los militares aceptaban a Aung San Suu Kyi, porque esto suponía una reconciliación nacional, y permitían las elecciones siempre y cuando el resultado respetase ese equilibrio.
Naturalmente, es una manera de entender la democracia que no puede funcionar, y cuando la LND ganó contundentemente los comicios de noviembre pasado, el Tatmadaw decidió restablecer el equilibrio a su manera, mediante un golpe de Estado el pasado febrero.
Debilidad de Suu Kyi
Los militares han elegido bien su momento. Aung San Suu Kyi, idealizada fuera de toda medida en Occidente en sus años de arresto domiciliario, ha sido denigrada de manera igualmente exagerada, a menudo por las mismas personas y organizaciones, porque no ha sido capaz de dar respuesta a la tragedia del pueblo rohinyá (que, como todos los conflictos étnicos, no tiene fácil solución). Los militares también han aprovechado el momento geoestratégico.
Sus vecinos Tailandia e Indonesia, que en otro tiempo se habrían alineado con la condena de Estados Unidos, son conscientes de que Washington está fuera de juego desde su difícil transición presidencial. La India tampoco quiere inmiscuirse en esta cuestión, preocupada por la estabilidad de Bangladés, su colchón con Birmania. Mientras, el poder en ascenso, China, ve en Birmania una salida al océano Índico y una fuente de recursos naturales, y puede amortiguar las sanciones y proteger a la junta militar en el Consejo de Seguridad de la ONU. También Rusia se ha apresurado a ofrecerse a la junta birmana. Su exitosa experiencia de su intervención en Siria ha convencido a Moscú de que está en disposición de restablecer una red de satélites que le den su apoyo en su nueva guerra fría con Estados Unidos, ahora en una versión sin falsas coartadas ideológicas.
Ya solo cabe esperar que, antes o después, el Tatmadaw perciba la necesidad de restablecer el equilibrio que ha roto con su golpe de Estado; pero ahora los birmanos ya saben que el equilibrio no es lo mismo que la democracia.