Los hombres también van al psicólogo: «Hay gente que te juzga por no poder lidiar con tus problemas o ignorarlos»
SALUD MENTAL
Las mujeres acuden a consulta con mayor frecuencia que los hombres. En ciertos ámbitos, pedir ayuda se considera un signo de debilidad para ellos. Analizamos el estigma social que rodea la salud mental de los hombres junto a dos pacientes
24 jul 2023 . Actualizado a las 11:06 h.Acudir a psicoterapia es una decisión que suele tomar su tiempo. Esto tiene que ver con distintos motivos, que van desde lo económico hasta lo personal. Por un lado, esta clase de tratamientos no son algo a lo que todo el mundo tenga acceso. Y por otro, las convenciones sociales y culturales pueden disuadirnos de buscar ayuda incluso cuando vemos que no podemos solos con todo.
Esto es especialmente cierto en el caso de los hombres y las estadísticas lo constatan. «Cuando se realizan estudios de la prevalencia de diagnósticos de problemas de salud mental en mujeres y hombres, siempre se reporta una mayor parte de problemas psicológicos en mujeres, hablamos de dos o tres mujeres por cada hombre. Esto se ve tanto a través encuestas epidemiológicas en las que se observan esas cifras, como también en la demanda. Vemos que en las consultas en salud mental se repite ese patrón: por cada dos o tres mujeres acude un hombre solicitando terapia», observa la psicóloga clínica Rosa Cerqueiro, del Colexio Oficial de Psicoloxía de Galicia. ¿Por qué ellos consultan menos por temas de salud mental? Intentamos responder a esta complicada pregunta y analizamos dos casos de hombres que han acudido, por distintas circunstancias, al psicólogo.
Llegar al punto de quiebre
Las razones que llevan a alguien a pensar que quizás necesite ayuda externa para afrontar una situación emocionalmente compleja pueden ser tan variadas como las vidas individuales de cada uno de los pacientes. Sin embargo, y aunque no se debería llegar a ese punto para reconocer la necesidad de acudir a terapia, el momento de acudir a consulta suele llegar tras experimentar una sensación de «quiebre», que se describe anímicamente como «tocar fondo» en muchos casos. En otras palabras, hablamos del momento en el que la persona llega a sentir que no puede seguir así, que necesita un cambio y está dispuesta a dar el primer paso para lograrlo.
Así lo relata Santiago, coruñés de 29 años: «Llegué a una situación de bastante malestar anímico en un momento muy concreto de mi vida, un episodio bastante depresivo. Llegas a un punto en el que estás desesperado. Te sientes muy mal y es muy constante, todos los días así, y no encuentras manera de salir de eso. En otra situación, dirías "ya se me pasará, ya mejorará la situación", pero llega un punto en que se juntan tantas cosas que no puedes solo».
«Empecé a perder el gusto por muchas cosas; incluso algunas que eran relativamente simples, aficiones y cosas que disfrutaba y ya no tenía ganas de hacerlas. No quería salir a la calle y ver gente, tenía ese miedo de llevar conmigo adonde fuera ese pesar, era una carga que me estorbaba mucho para hacer prácticamente todo. Yo, en ese momento, estaba viviendo fuera, estudiando y trabajando. Entonces era un cúmulo de cosas. Te ves apabullado por cosas negativas que, a lo mejor, en solitario, no te parecen gran cosa, pero se van sumando y acaban convirtiéndose en un problema que te afecta», describe Santiago.
El caso de Javier es similar. Tiene 27 años, es gallego y, aunque decide contar su historia con la esperanza de arrojar luz sobre las dificultades a las que se enfrentan los hombres cuando tienen problemas de salud mental, prefiere no revelar su verdadera identidad. Javier no es su verdadero nombre, pero lo que cuenta es real. «La primera vez que hice terapia fue hace siete años. Ahora, con el paso del tiempo, reconozco que eso fue una depresión. Yo estaba en una época en la que, durante dos o tres meses, se me hacía muy difícil salir de casa. Estaba cursando la carrera y durante un cuatrimestre no fui demasiado a clase. Era habitual que faltase», recuerda.
«Lo que más me costaba era levantarme. Me despertaba a las 9 o 10 y me pasaba toda la mañana metido en cama, me quedaba en mi habitación y no hacía nada. Cuando llegaba la hora de ir a clase, no podía. No tenía ganas o, aunque quisiese ir, incluso aunque sabía que allí iban a estar mis amigos, no conseguía sacar fuerzas la mayoría de las veces. Recuerdo pasarme tardes culpándome por no haber ido a clase, quedándome en cama llorando», detalla Javier.
En su caso, estos problemas tenían que ver con las dificultades que encontraba al enfrentarse a la vida adulta por primera vez. «Yo no estaba preparado para vivir por mi cuenta. Muchos días me costaba hacer cosas como ponerme a cocinar, ir al supermercado, limpiar. En la carrera es la primera vez que tienes que ocuparte solo de todas estas cosas y al mismo tiempo seguir estudiando. No lo supe llevar bien. También es algo más difícil que lo que has hecho hasta ese momento a nivel académico. Exige más dedicación, tienes que ponerte a estudiar y trabajar. Todo esto me afectó también en mis relaciones personales. Yo tenía ya muy buenas amistades en la carrera, pero no fui capaz de pedirles ayuda o darme cuenta de que la necesitaba, y en esa época me alejé un poco de ellos», confiesa.
Para Javier, el punto de quiebre llegó al notar que el problema empezaba a afectarle en otras esferas de la vida, aparte de su estado anímico. «Me empezó a ir mal en la carrera, algo que no me había pasado nunca. No había tenido problemas académicos antes. Y ese fue el detonante de que yo decidiese hacer algo. Más que sentirme mal, veía que, si no cambiaba algo, me iba a quedar atascado en la carrera y eso sí que era un problema», dice.
Estas experiencias reflejan una realidad que Cerqueiro conoce desde el punto de vista clínico. «En cada etapa vital hay momentos, tareas o exigencias que pueden ser motivo de crisis o de cambio, que obligan a repensar y a poner en marcha nuevas estrategias. Esos momentos pueden dar lugar a una mayor movilización de emociones y pueden aparecer problemas. Si, además, las circunstancias de la vida generan otras problemáticas a nivel económico, familiar o de pareja, más aún. Etapas de transición vital o circunstancias de alto impacto como una enfermedad, quedarse sin empleo, tener problemas económicos o de pareja son circunstancias que superan las capacidades de las personas», explica la experta.
«Los hombres no lloran» y otros mitos dañinos
Las convenciones sociales tienen una gran responsabilidad en el hecho de que los hombres no acudan a terapia tanto como lo necesitarían. «Hay un aspecto cultural que no se puede soslayar. Tenemos una cultura en la que la división de género está todavía muy presente, en la que las mujeres y los hombres tenemos unos roles asignados y totalmente diferentes. Cada vez hay más diversidad, pero estamos todavía muy lejos de una igualdad real, que implicaría, entre otras cosas, poder aceptar que uno tiene un problema emocional o relacional y que puede pedir ayuda para conseguir resolverlo de una forma más eficaz. No son cuestiones biológicas, son culturales. Son normas no escritas que sancionan unos comportamientos por encima de otros. Podemos pensar, por ejemplo, en los refranes, las frases que siempre se dijeron, como que "un hombre no llora"», observa Cerqueiro.
«Esto está en relación con temas de género. Los hombres tienen menos facilidad para expresar emociones, sean buenas o malas. La única emoción que se permite o se estimula en los hombres es la ira y todo lo que deriva de ella. El malestar emocional, el disgusto, la tristeza, los síntomas de depresión, resultan mucho más difíciles de expresar e incluso algunas veces de reconocer como tales; cuesta identificar esas emociones. Eso explica que la demanda de consulta sea menor en ellos», señala la doctora Lola Ferreiro, responsable de programas de Saúde Pública de la Xunta de Galicia.
«Sobre todo, los hombres adultos son más de exteriorizar a través de la acción, pero no de hablar de lo que les pasa en primera persona: yo pienso, yo siento, yo creo. Está presente esa educación que dice que las cosas las tiene que resolver uno mismo, que hablar no ayuda a resolver problemas, que no es eficaz. Los hombres tienen una actitud más tradicional de que hablar no resuelve nada», señala Cerqueiro.
Esto fue lo que le ocurrió a Santiago. «En España hay un estigma general con la psicoterapia. Creen que si vas al psicólogo estás mal de la cabeza, que algo está terriblemente mal. No se considera que, igual que si tú tienes una dolencia física vas al médico para tratarla, también es importante ir al psicólogo para la salud mental. Y cuando hablas con otros hombres que no van a terapia, suelen tomárselo poco en serio, no lo consideran efectivo. Piensan: "No voy a pagarle a una persona para que me escuche hablar", en vez de entender lo que puede aportar. Le quitan mucha importancia a la salud mental e incluso hay gente que te juzga. Piensan: "Mira qué pringado es, que no puede lidiar con sus problemas o ignorarlos"», dice.
Lo mismo refiere Javier sobre su propia experiencia. «Yo creo que a los chicos muchas veces, por mucho que hayamos dado pasos adelante e intentemos destruir todo lo que hemos construido en la sociedad machista que tenemos, aún nos cuesta muchísimo deshacernos de algunas cosas. La primera vez que fui al psicólogo no tenía ninguna fe en ello y mi padre me decía: "Para qué, si eso es cosa tuya, lo puedes hacer tú solo, te tienes que dejar de tonterías y levantarte y hacerlo". A mi padre aún le cuesta. Aún cree que es algo que yo debería haber resuelto solo», cuenta.
Pedir una cita
Muchas personas demoran demasiado tiempo en acudir a un psicólogo incluso aunque se hayan dado cuenta de que lo necesitan. Esto es especialmente cierto en el caso de los hombres. ¿Por qué cuesta tanto decidirse? La respuesta es que muchos simplemente no ven la psicoterapia como una opción. «Yo tuve la suerte de que mi hermana había asistido previamente al psicólogo. Entonces, acudí a ella para preguntarle si creía que debería ir, porque me encontraba de esa manera, y ella vio cómo estaba yo y me dijo que sí, que por supuesto. Antes de eso, jamás había considerado siquiera la posibilidad de que ese malestar fuera algo que yo pudiera tratar de ese modo», recuerda Santiago.
Javier, que actualmente está en tratamiento psicoterapéutico por tercera vez en su vida, señala que la decisión no siempre es más fácil después de la primera vez. «De hecho, a mí esta vez me resultó más difícil que antes reconocer que necesitaba ayuda y que yo no estaba siendo capaz de resolver algo que yo sentía que tenía que resolver por mí mismo. Y en realidad, y esto es algo que a mí me costó entender, tomar la decisión de ir al psicólogo es resolver las cosas por ti mismo. Lo es. Si yo no soy capaz de resolver un problema con las técnicas que habitualmente utilizo, es absurdo seguir intentándolo con esas mismas técnicas», señala Javier.
La importancia de verbalizar
Hablar de los problemas es, como vemos, algo que la sociedad se encarga de desalentar en los hombres. Así, la experiencia de poder hacerlo en un espacio seguro y libre de juicios, resulta radicalmente transformadora. «Recuerdo la primera sesión que tuve. Salí de allí sintiéndome una persona completamente nueva y diciendo: "Me voy a comer el mundo". Simplemente el hecho de tener a alguien que te escuche para contarle esos problemas es un gran paso. Te saca un peso de encima. Y creo que eso es algo que los hombres no solemos hacer. Los hombres heterosexuales, específicamente, somos muy de guardarnos las cosas, no contárselas a nadie. Tenemos una actitud muy hermética y en la salud mental esto se ve claramente», dice Santiago.
«A los chicos nos cuesta más abrirnos. A mí a día de hoy, a pesar de haber ido varias veces a terapia, me cuesta. Personas con las que debería tener confianza, la realidad es que no la tengo. Siempre intentamos cambiar un poco esto y crear un clima amigable en el que nos podamos abrir más, pero aún así nos cuesta», señala Javier.
«En mi grupo de amigos, si alguno tiene algún problema, es muy probable que lo cuente y que le digamos: "Sabes que podemos hablar, estamos aquí". Pero la respuesta sigue siendo: "Lo sé, muchas gracias, pero estoy pasándolo bien con vosotros y no quiero hablar del tema". A veces eso también ayuda, a lo mejor quieres estar con tus amigos para despejarte, pasarlo bien y no pensar en tus problemas, pero no debería ser así siempre. Hay veces que no lo reconoces, pero sí que necesitarías contarlo. Y a veces no te sientes cómodo porque no es fácil desnudarse emocionalmente delante de otros chicos, aunque sean tus amigos y sepas que te van a apoyar. Parece que eres el aburrido si vienes a contar tus penas», dice Javier.
A Santiago, la psicoterapia le proporcionó herramientas que sigue aplicando a día de hoy, años después. «Hubo cosas concretas en las que noté un cambio muy radical. Aprendí cómo afrontar conflictos con personas, por ejemplo, y a comunicar algo que te está afectando de la otra persona, actitudes, cosas que te dicen. Aprendes a detectar esos momentos y en lugar de callarte, decir algo. Eso fue algo que empecé a hacer, parar las situaciones que a mí me afectaban», cuenta.
Hablar ayuda a aclarar las ideas y a distinguir los propios pensamientos de la realidad objetiva a la que nos enfrentamos. «Buscar un asesoramiento u otra perspectiva no solo no va a empeorar el problema en cuestión, sino que puede darte una clave. Eso no quita que seamos nosotros mismos quienes estamos resolviendo nuestros problemas, pero no tenemos por qué hacerlo solos. Normalmente, tener otra perspectiva de las cosas en un entorno no invalidante, no prejuicioso, aporta esa apertura mental. Somos profesionales que estamos ahí para escuchar, analizar y dar una explicación a lo que ocurre», dice Cerqueiro.
«Animaría a más gente a tener la psicoterapia entre sus opciones a la hora de resolver un problema. Que se abran a barajarlo. Pero no recomiendo a la ligera ir al psicólogo porque yo creo que solo te puede ayudar si tú estás dispuesto a abrirte y que te ayude. Si no, quizás, hasta sea contraproducente. Primero, porque vas a perder dinero. Ese tema siempre está ahí. Pero segundo, porque no vas a avanzar nada», dice Javier. «Francamente, el mundo iría bastante mejor si la gente cuidara más su salud mental y eso ayudaría a que nos llevemos mejor todos», concluye Santiago.