Alejandro Schujman, psicólogo: «A los adolescentes tenemos que hacerles la vida más incómoda, que les falte algo y así puedan buscarlo»
LA TRIBU
El experto asegura que «el grito a los hijos es el resultado de la impotencia que tiene el adulto»
09 feb 2023 . Actualizado a las 13:29 h.Alejandro Schujman (Argentina, 58 años) escribió No huyo, solo vuelo: El arte de soltar a los hijos cuando su hijo mayor decidió que era momento de independizarse. Como psicólogo y experto en adolescentes es más consciente que nadie de que este momento tiene que llegar, pero eso no es garantía de éxito. Como explica el autor, con su libro quería que soltar a los pequeños de la casa fuese «un poquito más fácil». Eso sí, el desafío sigue ahí.
—En su libro No huyo, solo vuelvo, dice que soltar a los hijos es un arte. ¿A los padres les cuesta tomar esta decisión? Me imagino que para muchos, el momento en el que se independizan es duro.
—No es que les cueste soltarlos cuando son mayores, sino que hay que empezar a hacerlo desde que son pequeños. Si comienzas en su etapa adulta, ya es complicado, por eso siempre digo que hay que hacerlo cuando son bebés y están en la cuna. Ahí es cuando tenemos que empezar a gestionar el estar lo suficientemente cerca para cuidarlos y lejos para no asfixiarlos.
—Con un bebé es complicado.
—El límite puede estar cuando un bebé llora y no se debe al hambre, al sueño o al dolor, sino a la rabia. Ahí tenemos que empezar a educar tres cuestiones básicas para soltarlo: el umbral de frustración, el sentido de la estabilidad y la capacidad de decisión. Esto es algo que se hace desde que son pequeños. Si los padres quieren hacerlo en la adolescencia, que es algo que generalmente pasa, ya será tarde. Ahí se vuelve complicado y a ellos se les complica la salida hacia el mundo adulto. De ahí viene la problemática de la que yo hablo en mi primer libro que es la Generación Nini. Adultos que se quedan atrincherados en la adolescencia porque no tienen recursos que les permita pasar al siguiente nivel, al de adultos. Existe una enorme dificultad por parte de los padres en ir educando y aportando las herramientas para ello, desde que son pequeños y no solo cuando son adultos, como se suele pensar.
—¿Piensa que se tiende a una sobreprotección de los niños, y por lo tanto, de los adultos?
—Sí. Es decir, pienso que les facilitamos la vida, que les damos un empacho de confort en este afán de que no sufran. Yo soy padre y, por supuesto, quiero que mis hijos se lo pasen bien, pero en la vida también se sufre y el gran error de nuestra generación de padres es que no se lo enseñamos a los niños. Acabamos resolviéndoles nosotros los problemas, nos anticipamos a ellos antes de que se les presenten. Fíjate, muchas veces en consulta, le pregunto a un pequeño qué es lo que le gusta hacer. Pues me contesta la madre como una especie de ventriloquía. Tengo que sacarla de la habitación y darle la palabra al pequeño. Siempre cuento una anécdota muy impresionante. Resulta que una vez me llegó un paciente de 15 años que le ponía el gemelo encima de la pierna de la madre y le decía: «Cordones». La madre se los ataba. Así es cómo vamos facilitándoles todo y de repente, cuando crecen, no tienen los recursos para hacer frente a sus problemas.
—¿A qué se refiere cuando dice que hay que enseñarles a sufrir? Tiene una connotación negativa.
—A que puedan gestionar el conflicto y tener herramientas saludables. Hay muchos casos en Argentina, y en España también, de adolescentes que reaccionan de forma muy violenta. Esto tiene que ver, justamente, con que no tienen recursos de gestión del conflicto, de sus emociones. Con eso tiene que ver enseñarles a sufrir. Obviamente, no es un culto al sufrimiento. Pero cuando toque, porque siempre toca, que tengan con qué hacerle frente y herramientas para ello.
—¿Cuáles son esas herramientas?
—Son la gestión de las emociones, la comunicación afectiva y el umbral de frustración. Es decir, enseñarles que lo que hacemos en la vida tiene consecuencias.
—¿Cómo pueden aprender qué es la tolerancia?
—Con gestión emocional. Hay una película maravillosa, que en España se llamó Del revés, que muestra un manual sobre los pilares en los que deberíamos educar a nuestros hijos. En la película se presentan las cinco emociones: la alegría, la tristeza, el miedo, la ira y el asco, están en la cabeza de la protagonista, que es el comando central. Todos intentan evitar que la tristeza tome el mando, pero un día se distraen, y esta lo logra. Eso está muy bien para reflejar que para que pasen este tipo de emociones, primero hay que dejarlas entrar. Por ejemplo, ayer un cliente me decía que tenía muchas molestias intestinales porque se lleva todas las emociones a las tripas, su segundo cerebro. Sus padres no le enseñaron a llorar cuando hacía falta o a sacar la rabia, sino a aguantar. Esto es gestión de las emociones. Por su parte, la comunicación afectiva es poder ponerle palabras con un tono amoroso y con empatía a aquello que nos sucede para poder hablar de ello. La peor manera de sufrir es hacerlo en silencio. Yo siempre digo que los chicos no nos escuchan todo el tiempo, pero no dejan de mirarnos. Les educamos con el ejemplo.
—Le pongo una situación. ¿Sería útil contarle a nuestro hijo que estamos tristes?
—Claro. Eso sí, hay que seguir cuidando el mundo privado de los padres. Los niños son pequeños, no tontos. Por supuesto que necesitan explicación respecto a las emociones de los padres. No tenemos que andar aguantando y si nos ven tristes, es parte de la vida. Como es lógico, hay que cuidarlos y tratar que nuestras emociones no les lleguen como una cascada, pero sí podemos decirles que hemos tenido un mal día. Hay un cuadrante que se usa en la comunicación afectiva que nos dice que una de las mejores formas de mejorarlas es ir agrandando la ventana pública. Esto es lo que la otra persona sabe de nosotros.
—¿Dónde se debe poner el límite a las decisiones que los niños van tomando desde pequeños?
—La autonomía es gradual. Se la damos desde que son muy pequeños. A nosotros nos va a entrar esa ansiedad anticipatoria que tenemos los padres de ir detrás de ellos resolviendo sus cosas, pero hay que dejar que se equivoquen.
—¿En qué situaciones?
—En mi libro hay un fragmento en el que hablo de mi hijo y yo. Ahí reflejo la primera vez que camina, o cuando quiere coger la cuchara de la papilla, o de cuando con 16 años empieza a cocinar y yo le doy explicaciones como si él no supiese hacerlo o cuidarse. Son muchas las situaciones en las que nos podemos ver con esas ganas.
—¿Cree que ese tipo de intervenciones pone presión sobre los jóvenes y los vuelve más inseguros?
—Sí, cría y crea niños inseguros que tienen una enorme dificultad en asumir riesgos porque son temerosos. Lo ves en la conducción, por ejemplo. Tuve un paciente cuyo padre tenía mucho miedo de que chocara con el coche y le costó un montón aprender a conducir, hasta que una tía lo agarró y el chico salió enseguida. Les transmitimos nuestros miedos.
—Como mencionaba antes, en su primer libro habla de los ninis. ¿Cuáles son sus rasgos?
—Sí, el nini es el joven de clase media, media-alta, que teniendo todas las posibilidades de elegir, no elige. Yo no hablo de muchos que están por debajo de la línea de pobreza, porque ellos no pueden elegir. Es el chico que ha tenido una sobrefacilitación de confort y en el momento de salir al mundo adulto, no tiene con qué hacerlo. Parece que lo pasan bien, pero en realidad sufren, se angustian, no lo disfrutan, porque viven en un tiempo en el que todo se repite. Entran en un letargo. Hay una película que lo ilustra muy bien. Se llama Tanguy, es cómo en Francia llaman a los ninis. El protagonista es un muchacho de 27 años que estudia y trabaja pero no tiene plan de abandonar la casa de sus padres. Así que estos empiezan a hacerle la vida más incómoda.
—¿Los padres pueden ayudar a que tengan ese proyecto de vida? Quiero decir, ¿tienen algo que hacer?
—Claro. Tienen que empujarlos amorosamente, hacerles la vida más incómoda, que les falte algo y que así puedan buscarlo fuera. Es más, cuando vienen a mi consulta con uno de estos casos siempre digo: «Corten víveres». Que tengan comida, salud y casa, pero que pongan solución para encontrar el resto, como el teléfono.
—¿Los límites que se deben poner con los niños son los mismos que con las parejas?
—Más o menos, sí. El límite es amor, cuidado, no es un castigo ni una penitencia. Es decir: «Esto no, pero el resto sí». Por ejemplo: «No puedes comer una bolsa de caramelos porque te dolerá la barriga, pero puedes tomar fruta y verdura». Pero todos esos límites hay que ponerlos desde el amor y el cariño, no desde el grito. El grito es el resultado de la impotencia que tiene un adulto, lo que hace cuando ya no sabe qué hacer, y lo único que se consigue así es paralizar. El otro día me decía una niña que su madre le gritaba todo el tiempo, y cuando le pregunté qué le decía, me dijo que no lo sabía porque no podía entenderla.
—Por último, ¿cómo observa que están afectando las redes sociales a los jóvenes?
—Hay todo un mundo de la virtualidad que interfiere muchísimo en la vida de los jóvenes y en la de los mayores. Saber educarles en un uso saludable de las tecnologías es clave desde que son pequeños. No recomiendo entrar en la trampa de que porque todos sus compañeros tengan un teléfono de alta gama, él o ella también tenga que tenerlo. Hay que ser cautos y prudentes. El otro día en Argentina falleció una niña de doce años porque hizo un reto de aguantar la respiración que vio por Internet. Con esto quiero decir que deben ser muy cuidadosos con las redes sociales y no negociar sobre ellas. Más vale que entren un poco más tarde a esa dinámica y que tengan un teléfono más tarde que el resto, que que tengan la gestión de aplicaciones para las cuales no van a estar preparados.