El acuerdo del G-7 de establecer un suelo común de un 15 % para el impuesto de sociedades en las diferentes economías, junto a la obligación de las compañías transnacionales de tributar allí donde generan su beneficios, constituye una magnífica noticia. Aunque pudieran parecer medidas modestas, y en algún sentido efectivamente lo son, lo cierto es que rompen con algunos de los mecanismos más perversos, y más deslegitimadores, de la moderna globalización: la competencia fiscal generalizada y la existencia de cuasi paraísos fiscales (presentes incluso en el seno de la Unión Europa, con los importantes casos de Holanda e Irlanda).
Una situación que ha venido permitiendo una elusión fiscal a gran escala, en las que las grandes compañías -y aquí ha sido desmesurado el protagonismo reciente de los gigantes tecnológicos- pagan menos tributos que los pequeños negocios de base local o que los simples particulares. Solamente para los países en desarrollo se cree que las pérdidas en ingresos fiscales debido a la presencia de esos engranajes han venido superando los 240.000 millones de dólares cada año.
¿Por qué se hace precisamente ahora? Cabe razonablemente contestar que es debido a la necesidad urgente de recabar ingresos por parte de los Estados, ante la intensa presión del gasto público en los últimos meses. Hay dos implicaciones de esa propuesta, cuya próxima parada, y seguramente decisiva, será la próxima reunión del G-20, que merecen ser resaltadas, por cuanto permiten introducir algunas reflexiones interesantes sobre la propia evolución de la globalización.
La primera es que la cooperación internacional es ahora quizá más necesaria que nunca: lo vemos en materia de salud publica o de la lucha contra el cambio climático, que se nos muestran como genuinos bienes públicos globales, también en esta materia de impuestos. La paradoja es que esa necesidad reforzada llega en un momento en que la globalización da muestras de desfallecimiento, cuando no de declive.
La segunda reflexión es de mayor calado. Desde hace varias décadas se ha impuesto el argumento de que la internacionalización de las finanzas es algo así como un hecho de la vida, algo que no se puede frenar porque, sin más, lo imponen las posibilidades de la tecnología o la dinámica del cambio económico: si con un simple clic podemos hacer que se muevan los capitales en cuestión de segundos a lo largo del mundo, ¿cómo vamos a evitar que se desplacen buscando la menor fiscalidad? La conclusión es que no hay salida: la competencia fiscal «a la baja» es un subrayado inútil que se hace imparable. Como si estuviera escrito en las estrellas.
Sin embargo, hace tiempo que se ha demostrado (lo hizo por ejemplo el profesor de Harvard R. Abdelal en su libro Capital Rules) que la realidad era bastante diferente: que las cuentas de capital se internacionalizaron casi sin límites a partir de la década de 1980…porque por entonces se impuso una voluntad política, en los principales gobiernos y las agencias multilaterales, de hacerlo así. Algo tan simple como eso. Pese a ello, la retórica de su inevitabilidad permaneció viva durante mucho tiempo.
En últimos años esa percepción está cambiando de un modo acelerado. Primero fueron las propuestas para volver a imponer algunos controles de capital, llevadas a la práctica por no pocos países. Y ahora surge esta iniciativa sobre los impuestos que demuestra que si se hace es, sencillamente, porque se puede hacer. Está claro que con la voluntad de un gobierno en un pequeño país no bastaría. Pero, si las principales economías industrializadas se ponen de acuerdo en ello, ¿qué lo puede detener?