«No aceptamos el recorte. Aquí no hemos vivido por encima de nuestras posibilidades energéticas». Son palabras de la ministra Teresa Ribera, que a muchos les habrán sabido a gloria. Después de soportar durante años —los duros años de la crisis soberana en la eurozona? aquellas historias de cigarras gastadoras (nosotros) frente hormigas hacendosas (las austera Alemania y sus socios), la frase sonó a segunda ronda, en la que la venganza se sirve fría. Y es verdad que recordando a aquel innombrable presidente holandés del Eurogrupo — «no puedo gastarme el dinero en alcohol y mujeres y luego pedir ayuda» —, al menos una sonrisa puede estar justificada ahora, cuando son aquellos países los que necesitan que les echen una mano.
Y sin embargo, en la actuación de la ministra, recogida por la prensa internacional, ha habido algo de exceso y podría originar problemas en un futuro quizá no lejano. No digo que haya sido exactamente un error. De hecho, Ribera, que no se olvide antes de ser ministra era una reputada especialista internacional en temas energéticos, fue recibida en Bruselas con una atención inusitada, y sobre todo, sus presiones han dado fruto al limitarse el recorte de consumo para España al 7 %, menos de la mitad del compromiso general. El problema puede estar, sin embargo, en el mensaje que deja.
Cabe recordar que en el 2003 el presidente Aznar se permitió hacer algún comentario algo peor que sarcástico sobre el incumplimiento que en aquel momento se daba de las reglas fiscales del euro por parte de Alemania: «Minan la credibilidad de la Unión Europea», afirmó, olvidando que un 1 % del crecimiento español de entonces se debía a la entrada de fondos estructurales, procedentes en una parte significativa… de Alemania. No hay que decir que el asunto fue recordado una década después, cuando la crisis financiera arreciaba y nuestra prima de riesgo se asomaba al abismo.
Y es que en todo lo que tiene que ver con la política europea, sobre todo en momentos de dificultades, hay retóricas dirigidas a meter el dedo en el ojo del vecino que conviene evitar. Por dos razones. Una general: el ajuste de cuentas no es el estilo de la construcción europea. Cuando la Europa unida ha conseguido avanzar más y superar mejor sus problemas de todo tipo ha sido en los momentos en los que ha prevalecido el criterio de solidaridad y ayuda mutua entre miembros. De hecho, una sorpresa muy agradable de los últimos años ha sido el refuerzo de la integración y los impulsos federalizantes (grandes planes estratégicos de inversión, políticas de compras comunes, ya se tratara de vacunas o de armas,…). Contra lo que en un principio se temía, con la pandemia no se frenaron las actitudes mancomunadas, sino todo lo contrario. Ante el posible colapso energético, no queda otra que mantener ese criterio, aun con las excepciones y matices obligados en función de casos particulares (como ocurre, evidentemente, en materia energética con los países ibéricos).
La segunda razón se refiere, más en concreto, a las necesidades a medio plazo de una economía como la española. En la negociación para las nuevas reglas fiscales nos jugamos mucho (y ahí una novedad muy interesante ha sido la propuesta conjunta hispano-holandesa, es decir hormigas y cigarras aunando el paso), teniendo en cuenta que la deuda pública sigue por encima del 118 % del PIB. Y mejor no pensar qué ocurriría con la rentabilidad de los bonos sin una actuación diligente del BCE. Cuidado, pues, con los excesos de justicia poética. No vayan a excitar los bajos instintos de los halcones al acecho.