Si la gente espera inflación, habrá inflación
MERCADOS
Con el trasfondo de preocupación por la persistencia de una inflación que, aún tendiendo a moderarse, sigue estando por encima de los objetivos en casi todas partes, en los últimos meses ha aumentado el volumen —a veces, griterío— sobre algunos argumentos más que discutibles que pretenden explicarla. Mucho se repite que «la inflación es siempre y en todo lugar un fenómeno monetario» o que «la inflación nace de la deuda de los gobiernos». Detrás de estas afirmaciones hay mucho más de ideología que de un razonamiento económico consistente y, aunque efectivamente fueron objeto de importantes debates económicos en el pasado (resuena en ellos con mucha fuerza los ecos de Milton Friedman), ya hace muchas décadas que suenan, si no a falsedad absoluta, a sesgo de visión inaceptable.
Porque es indiscutible que en los fenómenos inflacionarios hay una dimensión monetaria, como lo es que un aumento sin control de la deuda pública impulsará el crecimiento de los precios. Pero la inflación tiende a ser mucho más que eso y puede gestarse en una diversidad de nidos: en un exceso de consumo y en general en presiones de los factores de demanda; en un funcionamiento escasamente competitivo de los mercados; en el aumento del coste de los imputs, o los salarios, o los márgenes empresariales… O una enrevesada combinación de todos o varios de estos vectores, que pueden acabar originando espirales perversas y extraordinariamente dañinas. Un panorama complejo al que nada aportan aquellas ideas simples que, presentadas como de puro sentido común, tanto repiten personajes como Milei o Elon Musk.
En cambio, en los últimos cuarenta años no ha dejado de ganar peso otra idea acerca de la naturaleza e impacto social de los procesos inflacionarios: la importancia que para su constitución efectiva tienen las expectativas de los agentes económicos, sean consumidores o empresarios. Una verdad tan elemental como verificable: si esperamos que los precios se disparen, los precios se dispararán. ¿Por qué? Pues porque nos comportaremos «de un modo inflacionista»: creyendo que todo se encarecerá, adelantaremos nuestro consumo. O, imaginando que ese encarecimiento se comerá una parte del poder adquisitivo de nuestras ganancias, presionaremos para obtener mayores rentas en términos nominales (los salarios en primer lugar).
Por eso, lo primero que preocupa a los bancos centrales, como responsables de la lucha contra la inflación, es evitar que entre la población se forjen expectativas inflacionistas. Esa preocupación no pocas veces se traduce en obsesión, lo que explica algunos gravísimos errores en la definición de las políticas monetarias en los tres últimos lustros (sobre todo entre el 2008 y el 2012). En el contexto actual, solo la toma en consideración del impacto real de las expectativas permite entender la subida en flecha de los tipos de interés durante dos años y la resistencia actual a invertir sus tendencias. Un hecho que tiene un notable coste en términos de lastre para la reactivación, principalmente en la UE.
Porque muchas veces se ha planteado esta pregunta: si la actual inflación ha nacido de la crisis energética o la ruptura en las cadenas globales de suministros, ¿qué se gana subiendo los tipos? ¿No es marrar totalmente en el tiro? A la vista de todo lo expuesto, la respuesta parece clara: cierto, el origen está en otro lugar, pero no podemos permitir que un mero episodio de inflación moderada se transforme en otro estructural y de mayor dimensión, por mediar en ello las reacciones de miedo a la carestía. Con medidas como la restricción monetaria se trataría de «domar las expectativas». Una política, en fin, que probablemente ha sido excesiva, pero a la que no le faltan razones.