Resucita Orson Welles, el niño que nació hace ahora cien años en Kenosha, Wisconsin.
Amaba las buenas historias, la magia, la radio, los toros, la literatura, el sexo, España, la comida, la bebida. Y el cine, claro, pero sobre todo el teatro.
A Perico Vidal, que debutó como ayudante de dirección con Welles en Mr. Arkadin, le soltó:
-Yo hago cine para poder hacer teatro.
Lo relata Marcos Ordóñez en ese libro maravilloso titulado Big time, donde Vidal recuerda la respuesta de Welles cuando objetó que no dominaba la técnica del asistente:
-¿La técnica? Si eres idiota tardarás quince minutos en aprenderla; si eres normal, diez.
A su lado, confesaba Perico Vidal, se envenenó de cine. Y quién no.
Durante otro rodaje, Welles le levantó a la novia, una falsa princesa india con la que se encerró una noche entera en el tablao La Macarena, un garito de la calle Escudellers de Barcelona donde paraban Manolo Caracol y Carmen Amaya. Vidal lo encontró, lo rescató, se lo llevó al hotel y después de una ducha y seis tazas de café, Orson ya estaba listo para dirigir:
-Los vagos como nosotros, cuando nos ponemos a trabajar, somos incansables.
Se casó con Rita Hayworth, a la que hizo estallar en mil fragmentos en la vida real y en una escena ya legendaria de La dama de Shanghái.
Cuando su amigo Henry Jaglom le preguntó por qué no había funcionado su matrimonio, Welles atajó:
-Me follaba a todo quisque; y eso, para una mujer, es muy duro.
Porque Orson era excesivo en todo. A ambos lados del celuloide. Su amor por la vida era casi omnívoro.
Fue, de lejos, quien mejor ha leído a Shakespeare, por eso su Macbeth, por eso los dos mil planos de Otelo, por eso su Falstaff en Campanadas a medianoche.
Reinventó el cine en todas sus películas, desde Ciudadano Kane a El proceso, Sed de mal o Fraude. Incluso en las que despedazaron los productores, que nunca entendieron que estaban ante una de las inteligencias mayúsculas del siglo XX. Y también en sus 60 filmes como actor, desde El tercer hombre hasta las cintas menos épicas, da igual, en todas emerge con su voz todopoderosa, llenando el plano con su alma desmedida y barroca.
De una pelea con Hemingway, donde hubo más whisky que guantazos, nació otro de sus proyectos inacabados, The Other Side of the Wind. Ahora quieren resucitar esas mil bobinas para tener una bola extra de Welles treinta años después de que diesen tierra a sus cenizas en la finca del torero Antonio Ordóñez en Ronda.
Orson fue uno de los últimos gigantes de nuestro tiempo. Era americano en Europa y europeo en América. Y, como buen cervantino, algo apátrida.
Quien mejor lo definió fue otro grande, el Jean Renoir de El río:
-Era un ciudadano de la pantalla.