Los Expedientes de Regulación Temporal de Empleo (ERTE) han demostrado ser la tabla de salvación para muchas empresas y trabajadores por la pandemia. El esfuerzo económico para las arcas públicas de esta medida no es baladí. Según el Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones la factura final en 2020 ascendió a los 30.000 millones de euros. Para 2021 la AIREF estimó que, de prorrogarse hasta el 30 de junio (ahora está aprobada su prolongación hasta mayo) el monto total a desembolsar sería de 6.500 millones de euros. Si tenemos en cuenta la recaudación del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas (IRPF) en 2019, el gasto en ERTE absorbería el 42% de la recaudación de nuestro principal impuesto directo. Las cifras demuestran el esfuerzo que estamos soportando.
A pesar del importante volumen de recursos que están consumiendo los expedientes de regulación hay que tener en cuenta que gracias a esta medida se ha posibilitado que muchas empresas lleven casi un año sobreviviendo, aunque sea a duras penas. Los ERTE han aliviado la presión económica sobre todo de las empresas del sector terciario, especialmente restauración y turismo.
Sin embargo, y al igual que sucede con cualquier actuación de política económica compensatoria, esta medida no puede ser eterna y deben contemplarse otras complementarias. Los ERTE no solo deberían emplearse para garantizar esa renta al trabajador y permitir cierto desahogo a los empleadores, sino que también debería complementarse con actuaciones para mejorar la capacitación de estos trabajadores. Los empleados no quieren un subsidio por no trabajar, quieren un trabajo y dado el actual panorama económico no es posible garantizar lo que sucederá cuando se acabe el nuevo período de gracia.
Estas medidas de capacitación no deberían ser solo en la actividad que venían desarrollando, sino en otras. No serán pocas las empresas que habiéndose acogido a los ERTE no van a poder seguir en el mercado una vez que se termine esta ayuda. Su elevado endeudamiento, su delicada situación financiera durante estos casi 12 meses, desgraciadamente va a ser la causa que origine muchos despidos. Desde luego, hubiera sido mejor apostar por un cambio de nuestro sistema productivo, pero esto tenía que haberse producido mucho antes de la pandemia, algo que los economistas venimos reclamando hace muchas décadas.
Algunas empresas se verán obligadas a solicitar Expediente de Regulación de Empleo (ERE). Y no porque ellas quieran, sino porque serán insolventes. Además, es muy probable que los efectos laborales no sean igual para todos los trabajadores. Posiblemente los despidos se producirán con mayor intensidad en colectivos que ya antes de la crisis tenían una mala posición laboral, como pueden ser los jóvenes y los trabajadores con contrato temporal. Esto provocará una desigualdad laboral mayor, acentuando la polarización endémica de nuestro mercado de trabado. De nuevo, llueve sobre mojado, siendo necesaria una mayor apuesta por las políticas activas de empleo, que complemente la política de mantenimiento de ingresos de los trabajadores. Es muy probable que tengamos que prorrogar de nuevo la vigencia de los ERTES, pero siempre acompañada de otras medidas que permitan esa ansiada recuperación del empleo.