Hagamos un aparte en el remanso del campo, en la falsa calma de la España vacía. Escuchen a los grillos, al violín del viento. La pandemia solo es el primer paso hacia otros oscuros abismos que nos esperan mientras nos empeñemos en abusar del planeta, de nuestra casa.
No hace falta ser Greta Thunberg para darse cuenta de que cada vez los coches son más grandes y el sitio más escaso en las ciudades. Para fijarse en que las praderas son inmensas, pero están abandonadas. Que, como le dijo a la cara la escritora Ana Iris Simón a Pedro Sánchez, no se puede vivir en el rural, porque el rural está abandonado, dejado de la mano del dios de la Moncloa y de los dioses de las administraciones. Ana Iris, escritora de alta tensión de inocencia en la novela Feria, sentenció: «Está muy bien ayudar a empresas ecológicas y ponerle wifi al campo. Pero no habrá agenda 2030 ni plan 2050 si en 2021 no hay techo para las placas solares porque no tenemos casas, ni niños que se conecten al wifi porque no tenemos hijos». Una lección abrumadora de sentido común. Las casas por los cimientos. También en el monte.
El autor que inventó con un acierto de onda sísmica lo de la España vacía, Sergio del Molino, denunció en una entrevista a El Mundo que le «han llamado rojo y facha, casi a la vez», muy español, el insulto colgando de los labios, sin criterio. Sergio del Molino ha defendido a Ana Iris, a la que también crucificaron. Los dos en la hoguera por decir la verdad. La verdad siempre molesta, es que si no se nombra parece que no existe. Pero al pronunciarla explotan los corazones de los políticos como cuando estallas las burbujas de los plásticos para envasar.
El pueblo cada vez apetece más, acaso huir del hormiguero pisoteado de las ciudades, pero no es cierto que la España vacía tenga los servicios al nivel de las urbes avispero. Ojalá, pero no.
Esa idílica vida de Virgilio en la paz del campo, las Geórgicas revividas, es una mentira gigantesca, como una pancarta de esas grandes que paseaban las avionetas por encima de los estadios cuando estaban llenos antes de la pandemia. El rural por desgracia es aún Segunda B (o Primera Federación), como le quieran llamar ahora al infierno futbolístico, a los días de plomo, al veneno del balón, en el que algunos llevamos ya un año haciendo un máster en depresión de hincha, acaso coqueteando con fantasmas más punitivos. Si el rural tuviese los servicios de Champions, con sus palcos VIP y su camisita y su canesú, las ciudades serían las que se vaciarían. Cinco minutos en la aldea son como aquellos súper chicles que sabían más, dan de sí mucho más que tres años en una ciudad.
Cuando haya servicios (centros de salud, colegios…) y no la ruina en el páramo.