Dado que abordar el tema de esta columna equivale a acercar la mano a un hierro al rojo haré una declaración inicial, no tanto -vana pretensión- para eludir los insultos que ya vienen en camino como para evitar que mi reflexión pueda ser impugnada por el tan habitual como inicuo procedimiento de descalificar a quien la expone. Ahí va: estoy convencido de que las relaciones sexuales de todo tipo han de ser plenamente consentidas, de lo que se deduce que todas las que no cumplen esa condición son inadmisibles e ilegales y deben ser objeto de castigo. Más claro, agua.
El problema es que tal declaración, en la que seguro que Irene Montero y yo coincidiremos, no resuelve un problema esencial: el de cómo probar si en una relación hubo o no consentimiento. El proyecto de Ley Orgánica de Garantía Integral de la Libertad Sexual, que, tras una dura lucha entre el PSOE y Podemos acaba de aprobar el Consejo de Ministros, pretende hacer frente a ese desafío fijando el principio de que «solo se entenderá que hay consentimiento cuando se haya manifestado libremente mediante actos que, en atención a las circunstancias del caso, expresen de manera clara la voluntad de la persona».
No hay que saber mucho de Derecho (aunque sí más del que ignora la ministra de Igualdad) para concluir que esa previsión no elimina el problema de la prueba, que solo puede resolverse en el curso de un proceso posterior a la presunta agresión sexual o violación. Y hay que saber algo sobre los comportamientos humanos, cuya complejidad no debe figurar en el catecismo de Podemos, para darse cuenta de que la prueba puede llegar a ser en muchos casos extremadamente complicada.
Salvo, claro está, que aceptemos, con la ministra Irene Montero, que la nueva concepción del consentimiento «te libera de tener que demostrar que te has resistido», lo que es tanto como decir que quien debe demostrar su no culpabilidad es el presunto agresor o violador. Esa inversión de la carga de la prueba, que supondría la radical vulneración del principio constitucional de la presunción de inocencia, es una monstruosidad que arrasaría una de la principales conquistas de la civilización.
La inversión de la carga de la prueba se conoce, no casualmente, como probatio diabolica, pues diabólico, y no otra cosa, es que se exija del acusado, protegido por la presunción de inocencia, que la demuestre, en lugar de exigir a quien acusa que pruebe sus imputaciones. Para entender el delirio que supone la probatio diabolica basta recordar que fue típica del proceso inquisitorial, cuando los acusados eran enviados a la hoguera al no poder demostrar que no eran brujos o no habían mantenido relaciones carnales con cualquiera de las personificaciones del diablo.
Luchar contra todos los tipos de violencia contra las mujeres es sin duda una prioridad esencial en nuestra sociedad. Pero esa lucha urgente e indispensable no puede hacerse al precio de que para desprendernos del agua sucia el bebé se nos vaya también por el desagüe.