En uno de los sketches más recordados de los Spitting Image emitidos en la televisión británica de los ochenta aparecía Margaret Thatcher en un servicio de caballeros orinando de pie. Para comprender el legendario carácter de la primera ministra conservadora, lo más sencillo era concederle atributos masculinos que explicaran cómo una mujer ejercía el poder de la manera en la que ella lo hacía. Maggie había sido bautizada por los soviéticos como la dama de hierro para caracterizar la furibunda oposición que ejercía contra el comunismo, pero enseguida el apelativo fue comprado en su país y en el resto del mundo en un intento de despejar el misterio que para muchos suponía que una señora hiciera un trabajo como el suyo. Las bromas y los adjetivos masculinizaban a una dama que ejercía un oficio de caballeros, una perturbación del orden natural que solo se podía resolver con este ejercicio de transgénero laboral. Thatcher no fue la única líder mundial a la que se le endosaron propiedades ferruginosas. Indira Gandhi, Golda Meir y hasta Angela Merkel soportaron títulos idénticos. En otras se recurrió a aleaciones metálicas diferentes pero igualmente eficaces para transmitir dureza, frialdad, rigidez, pero también crueldad o inclemencia. Madeleine Albright fue la dama de titanio y Elena Ceaucescu, la de acero. En el caso de Imelda Marcos, la declinación era animalista: su sobrenombre era mariposa de hierro. Llega ahora a Downing Street otra mujer, la tory Liz Truss. Lo hace sin haber pasado por las urnas para atajar al estrambótico Johnson y tras haber vencido a varios colegas hombres. Pero en el arsenal de apelativos que ya se imprimen en los tabloides ingleses, Truss se estrena con dos: granada humana y rottweiler. Como se ve, las cosas mejoran.