Cada vez que pienso en la economía se me viene a la cabeza una imagen más bien propia del mundo de la fontanería: un circuito con grifos y tuberías por las que corre el agua. Es así como está representada en un artefacto que vi una vez en el Museo de la Ciencia de Londres y que se conoce como la máquina de Phillips, por el nombre de su creador, el neozelandés Bill Phillips, que la construyó en la década de los 40 del siglo pasado. De dos metros de alto y uno de ancho, con sus válvulas y palancas, esta simulación de la economía parece la obra de un científico loco, y la verdad es que Phillips tuvo una vida peculiar en la que fue, entre otras cosas, proyeccionista de cine y cazador de cocodrilos en Australia. La Segunda Guerra Mundial se la pasó en un campo de prisioneros en Java, donde, a base de robar piezas, pudo construir una radio clandestina y un aparato para proporcionar agua caliente a los otros prisioneros (los japoneses no entendían por qué la potencia de la luz bajaba puntualmente a la hora del té). Luego, Phillips se fue a Inglaterra, donde se hizo sucesivamente ingeniero, sociólogo y economista. Solo a alguien con estas tres vocaciones simultáneas se le podía haber ocurrido una máquina como la suya.
El artefacto que construyó Phillips en un garaje de Croydon era un producto de la posguerra, literalmente, porque lo hizo con piezas sobrantes de los bombarderos que entonces estaban en el desguace. Después de probar con alcohol y melaza para representar el dinero, llegó a la conclusión de que el capital no era ni dulce ni tóxico y que a lo que más se parecía era al agua. Del tanque del presupuesto salía el líquido coloreado por tuberías reguladas por diferentes válvulas que se abrían más o menos en función del gasto, el ahorro, los impuestos, la inversión o las exportaciones. La idea no era solo representar la economía para que los estudiantes comprendiesen su mecánica; Phillips pensaba que su máquina podía servir para que los políticos probasen sus ideas antes de ponerlas en práctica. Y la cosa funcionaba, incluso a veces demasiado bien. A una de sus presentaciones públicas asistieron en una ocasión el ministro de Finanzas y el gobernador del Banco de Inglaterra. Phillips puso al primero a controlar los grifos de la presión fiscal y el gasto, y al otro, el de los tipos de interés. El agua se desbordó y el suelo acabó empapado.
Para ser más precisos, la máquina de Phillips, en realidad, no era un modelo de la economía, sino el de su interpretación keynesiana que estaba entonces en boga. Tenía sus limitaciones: no había grifos para considerar la inflación ni los vaivenes del crédito. De modo que, cuando se pusieron de moda las políticas monetaristas en los años setenta, el modelo hidráulico de Phillips cayó en desuso y sus máquinas (llegó a construir más de una docena) acabaron en los sótanos de las universidades como si se tratara de trastos viejos. Sin embargo, la idea central del armatoste de Phillips era correcta, hasta se puede decir que poética: el dinero es un fluido que corre por las venas y las arterias de la economía, que a su vez es como un cuerpo humano; los excesos la enferman y su equilibro es siempre inestable. Recientemente, en medio de la crisis económica actual, alguien se acordó de la máquina de Phillips y rescató una en Cambridge para restaurarla. Lo intentaron primero los economistas, pero no eran capaces de hacerla funcionar. Al final hubo que llamar a un ingeniero mecánico, que la puso a punto sin grandes dificultades. Dijo que los economistas la habían conectado mal y que por eso no funcionaba.