Hace unos días, el tabloide británico Daily Star tuvo la idea de plantear en sus páginas un ingenioso reto: ¿Conseguiría sobrevivir Liz Truss a la frescura de una lechuga? ¿Dimitiría la primera ministra antes de que se marchitara la hortaliza? La lechuga, pese a irse ajando, mantiene su viveza. Mustia, pero comestible aún. Truss, por el contrario, se ha agostado en menos que canta un gallo.
Y es que su salida era cuestión de tiempo. La bandera con la que llegó a Downing Street, «pensando en el interés nacional», la conocemos bien en este país porque la agitan todos los días desde la derecha. Además, con fuerza. Reducción de impuestos a las rentas más altas y de sociedades para reactivar el crecimiento y así poder aumentar el gasto. Pero la propuesta fue un fiasco porque los sistemas económicos no soportan la demagogia. Y ocurrió que los mercados se rebelaron, la libra se desplomó, hubo de intervenir el Banco de Inglaterra y el país entró en pánico. Su programa ultraliberal acabó en cuestión de días con dos ministros y de nada sirvió que Truss se alzase como «una luchadora, no una renunciante». El final ya lo conocemos; la lechuga sigue siendo comestible.
No están los tiempos para jugar con los impuestos, pese a que algunos se empeñen. Sin haber recuperado el aliento de una pandemia y con una guerra cuyo fin se desconoce, prometer rebajas fiscales no deja de ser un populismo muy poco ingenioso. Gran Bretaña entró en la senda populista con la decisión del brexit. Y ahí sigue, pese a su trayectoria democrática. Los desatinos se sucedieron, pero cuando se trata de fiscalidad, los mercados no tienen contemplación con quienes la utilizan como señuelo. Son ellos los que ponen los límites.
Las lecciones que nos deja la fugaz etapa de la premiere británica son claras. La primera es que en algunos países, los errores se pagan. Y la más importante, que los impuestos son sagrados y que con ellos no se juega. Más en tiempos revueltos. Convendría pues que quienes los utilizan aquí como bola de pimpón, lo tuvieran presente. Para evitar que les pase como a Liz Truss y que duren menos que una lechuga. Y para ahorrarnos tener que repetir cada mañana lo mismo: con los impuestos no se hace demagogia.