Se acortan los días, merman, decrecen. Las sombras se instalan en las oscuras puertas de la noche. Es octubre y llegó el otoño sin anunciarse. En algún lugar, al fondo del paisaje, está lloviendo.
Solo el titulo de esta columna tiene que ver con la película basada en la novela de Kazuo Ishiguro, de tan grato recuerdo, y me viene al pelo para contar los colores de la tarde, para desterrar la tristeza que atenaza el discurrir del día.
E imagino el adiós de una despedida y agito mi mano derecha subrayando la partida al final del camino mientras me pregunto a dónde se habrá ido el día ocultándose tras la cortina malva del horizonte, y quién escondió las mañanas y desnudó la brisa torpe de los mediodías.
Atrás se perdió el verano que no supo encontrar la puerta que cierra el laberinto, y agosto y también septiembre se escabulleron dando vueltas, girando entre las treinta jornadas del almanaque como en una noria que voltea el aire.
Y comienza el rosario de los días que avanzan perdiendo la luz novicia de los amaneceres y en los corazones de los hombres crece el mapa físico de la nostalgia. Lo que queda del día es de estaño y agua, de lluvia y cuarzo arrancado en los noviembres sucesivos. Es de plomo y de azabache, de arcilla y madreselva, es de epitafios y días de difuntos, de huesos de santo y de buñuelos de viento. Y el camino se llena de señales que dictan el capricho de la noche incapaz de cubrir la luna con una estela de nubes. Y miro y veo, y escribo la canción triste de los otoños, como un blues escuchado en un país lejano, o un cuento leído en la voz de barítono de Álvaro Cunqueiro. No hay nada sinfónico en lo que queda del día, mientras el final de la tarde juega consigo misma a la gallina ciega.
Vendrá amanecida, la alborada y sobre esta tierra crecerán los colores del alba, llegará el coro de luces que iluminarán la mañana, aunque siga lloviendo al final del paisaje. Es en un país de fuentes limpias que dejan ver las cicatrices de agua de los mil ríos que dibujan la cartografía de Galicia.
Y en el reloj de la torre suena el ángelus en las indolentes doce campanadas. Corren los escolares que salen de las aulas y el frío es un invitado que se acercó a las calles, mientras yo miro y veo, y escribo sobre un folio en blanco cuando el día indaga lo que queda de él, que es casi nada.
Ha caído la noche con su telón escénico por este lado del mundo. Del día ya no queda nada.