Ocho meses después de que el grupo terrorista Hamás lanzara los atentados que costaron la vida a 1.200 personas, y secuestrara a más de 250 rehenes, las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) siguen machacando la franja de Gaza, casas, hospitales, escuelas, instalaciones de Naciones Unidas, y masacrando a la población palestina que ha sufrido ya más de 36.000 muertos, de los cuales, al menos 16.000 serían niños. El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, desoye los llamamientos internacionales para parar la matanza, incumple las medidas cautelares dictadas por la Corte Internacional de Justicia, ignora la petición de detención del fiscal del Tribunal Penal Internacional, incluso se resiste a seguir la hoja de ruta en tres fases marcada el 31 de mayo por su principal aliado, Joe Biden.
En diciembre de 2022, Netanyahu asumió por sexta vez la jefatura del Gobierno de Israel, al frente de una coalición de su partido, el derechista Likud, con dos partidos ultraortodoxos y tres de extrema derecha, conformando el Gobierno más derechista de la historia de Israel. En el Ejecutivo se incluyó a extremistas como el ministro de seguridad nacional, Itamar Ben Gvir, condenado por delitos de odio, racistas como el ministro de finanzas, Bezalel Smotrich, que ha declarado que la guerra debe seguir «hasta la aniquilación total de Gaza», o corruptos como el ministro de interior, Aryeh Derbi, que estuvo en la cárcel por delitos financieros. Algunos de los ministros han declarado su deseo de que todos los palestinos sean expulsados de sus territorios, que pasarían a ser israelíes.
Netanyahu se ha visto condicionado por los partidos extremistas que le apoyan. Antes de la guerra de Gaza su iniciativa política más controvertida fue la proposición de ley para reformar el poder judicial, que entre otras medidas de control de la judicatura, eliminaba la capacidad del Tribunal Supremo -equivalente a nuestro Constitucional- para anular las leyes aprobadas por el Parlamento que sean contrarias a su ordenamiento constitucional. Las protestas y manifestaciones contra esta reforma, que se sucedieron durante meses, obligaron a su aplazamiento. Muchos de sus críticos arguyeron entonces que lo que Netanyahu pretendía con su reforma judicial era salvarse a sí mismo, ya que en noviembre de 2019 el fiscal general de Israel le había imputado oficialmente por fraude, abuso de poder y soborno, en tres causas distintas, cuyo curso ha sido interrumpido por la guerra.
El primer ministro israelí se encontraba en una situación política y personal muy delicada, cuando se produjo el atentado de Hamás. Se ha especulado sobre cómo pudo desencadenarse un ataque tan masivo por sorpresa, considerando el control exhaustivo de las FDI y sus servicios de inteligencia sobre la franja, e incluso la existencia de ciertos avisos internos y externos. En una encuesta publicada el doce de octubre por el diario Jerusalem Post, el 86 % dijeron que el ataque de Hamás fue un fracaso del liderazgo de su país, y el 94 % creían que el Gobierno debe asumir responsabilidades por la falta de previsión que permitió la agresión.
Más grave aún para Netanyahu es que una mayoría del 56 % afirmó que debería dimitir al finalizar la guerra. Una dimisión que podría costarle no solo el poder, sino la libertad, porque sus causas pendientes se reactivarían inmediatamente. No quiere dejar su puesto y no lo hará mientras le sostengan sus socios de gobierno. Los ministros más extremistas no aceptarán nada que no sea la destrucción total de Hamás, y amenazan con romper la coalición si el primer ministro no es suficientemente duro contras los palestinos, lo que explicaría su resistencia a aceptar un alto el fuego y la extrema violencia indiscriminada que está tolerando a las FDI en Gaza y a los colonos en Cisjordania.
La solución de esta guerra no vendrá de Israel, tampoco de Hamás. Será necesario imponerla desde fuera, y solo EE.UU. puede hacerlo, porque desgraciadamente en ese escenario la Unión Europea, por su división interna, es totalmente irrelevante.