Todos los que nos movemos en el mundo del deporte vemos —muchas veces con cierta desesperación— a atletas verdaderamente brillantes, talentosos, dotados por la naturaleza para alcanzar la excelencia en un deporte, que nunca llegan a nada. Se quedan en eternas promesas y se marchitan. A veces, no solo para el deporte, sino para sus vidas en general, viviendo el espejismo de lo que pudo ser y no fue.
Hay muchas causas, y a veces el deportista no es el principal culpable de no aprovechar sus capacidades, pero —obviando lesiones— fundamentalmente, el problema radica en no acompañarlas de trabajo y sacrificio. Modificando un poco a Confucio, que más de 500 años antes de Cristo dijo que la vida es realmente simple, pero nos empeñamos en hacerla complicada, podemos decir que la vida es realmente simple, aunque no sea fácil; y que tratar de hacerla fácil es lo que la vuelve complicada. Lo saben bien los campeones. En una entrevista, Roger Federer explicaba que, aunque ganó el 80 % de los partidos que jugó en su vida profesional, si se desmenuzan esos partidos, se verá que ¡tan solo ganó el 54 % de los puntos que se jugaron en ellos! ¿Qué significa eso? Pues que la perfección es imposible, y que tienes que evitar preocuparte por cada uno de los puntos una vez que finaliza. Que hay que pensar que un punto perdido, un error no forzado (el ejemplo más evidente es la doble falta, porque el saque es el único golpe en el que el jugador elige cómo, a dónde, y en qué posición lo ejecuta, sin estar en movimiento o presionado por el rival), un golpe brillante del rival… no siguen jugándose una vez que el punto acaba. Que hay que pensar en el siguiente, y en el siguiente, y en el siguiente. Y no desmoralizarse ni acelerarse. Que fue solo un punto, fuese bueno o fuese malo; ya fuera el anterior a favor o fuera en contra. Que el pasado ya se acabó, y el futuro aún está por construir. Porque esa es la única manera de jugar cada punto, cada decisión en la vida, cada partido, cada amistad, cada amor, como si fuese lo más importante del mundo. Pero si se acaba, se acabó, Quedó atrás, y no debe condicionar cómo se juega el siguiente punto, que seguro que va a necesitar intensidad y claridad de mente y concentración. Y Rafa Nadal, que tiene en su haber tanto el haber perdido el partido más largo de una final de Grand Slam —contra Djokovic— en Australia, como haber ganado el que se considera mejor partido de la historia del tenis —contra Federer— en Wimbledon, apuntó que «cada partido es una batalla distinta. No importa el ránking del oponente, siempre hay que dar el máximo y luchar hasta el último punto». Un recordatorio más de que lo pasado, pasado está, o por decirlo a la manera de la sabiduría popular, xa foi, e xa foi.
Ningún campeón lo gana todo, todas las veces; pero los campeones han aceptado que a veces toca perder, y que aún así deben seguir adelante usando, de nuevo, todas las habilidades que tienen.
No es sencillo combinar habilidad y perseverancia, además de pasión. Pero desde luego, es prácticamente imposible llegar a ser brillantes, geniales, si no existe un punto obsesivo que nos empuje a perseverar, a mejorar y a no ser conformistas. Desear ser mejores en todo lo que hacemos (que es algo voluntario, entrenable) nos llevará a ser, como mínimo, dignos en nuestro desempeño en cualquier campo, y tener además pasión por lo que hacemos es —si se acompaña de ese toque mágico que son las cualidades innatas— la vía de la excelencia. En ese sentido, el deporte es un gran maestro: no se le puede engañar, porque te pone en tu sitio; y si sabemos aprovechar sus enseñanzas, allana el camino del resto de la vida.