Parece que en la España de antes se comía gato por liebre. Aunque me imagino que eso se haría en lugares donde había costumbre de comer liebre, porque en Galicia, la patria del lacón con grelos, sería más difícil dar gato por cerdo. En lo de comer mascotas parece que entra un amplio abanico de posibilidades, desde los susodichos gatos y sus enemigos los perros hasta boas constrictor o tortugas domésticas. Pero mi afirmación primera la confirma Wenceslao Fernández Flórez, que en un artículo periodístico narra cómo unos gamberros desde la azotea de un edificio de A Coruña pescaban, con anzuelo y cebo, gatos nocturnos, que iban metiendo en bolsas de rafia. Ante la denuncia del periodista, contestaron airados los culpables aclarando que de gamberros nada, que eran militares con el empleo de alféreces o tenientes —esto lo estoy suponiendo yo de memoria hasta que encuentre por mi estantería el libro de sus crónicas, que solo sé que era de Austral y amarillo—, denigrando así ingenuamente a sus compañeros del ejército. Lo de comer animales anónimos es práctica frecuente de la raza humana. El problema aparece cuando los animales tienen nombre propio, como el pavo de la película Gigante. Pero, desde mi punto de vista, lo grave es cuando lo que alguien se come no es un perro o un gato, sino a su propio vecino, como hacían muchos isleños de la Polinesia y nuestros hermanos mexicanos, mayas y mexicas. Los primeros ahora juegan a rugbi y los segundos cantan a Julieta Venegas. Pelillos a la mar.