En el jardín lluvioso que es la Alameda, catedral verde, se yergue un eucalipto plantado hace más de un siglo y al que los novios y las novias acuden en apasionado peregrinaje
27 mar 2021 . Actualizado a las 10:36 h.El cronista se dirige a Santiago en ferrocarril, medio de locomoción de mucho fundamento, y el tren es un verso largo que va escribiéndose en papel pautado de doble línea. Desea visitar en la Alameda a un amigo, el árbol de los enamorados, un veterano eucalipto bajo cuya hoja perenne se prometen los amantes amor perenne. Lo circunda un banco verde, como una sortija de compromiso, en el que se sientan las parejas y también de cuando en vez el eucalipto para dar descanso a su mucha edad. Tiene este anciano nada menos que 120 años, y el propio tronco es su bastón. Los enamorados han ido dejando en la corteza del árbol mensajes y símbolos románticos tallados con una navajita o la punta de una llave, quizá la llave de sus corazones. Sabido es que los eucaliptos son árboles por los que las aves no muestran especial querencia, y en este de la Alameda santiaguesa el único ser provisto de alas que se posa en sus ramas es Cupido. Las hojas de los eucaliptos, infusionadas, curan los catarros y otras afecciones pulmonares, y el cronista se pregunta si los vapores de las hojas del árbol de los enamorados curan el mal de amores.
Ya se ha dicho aquí que el cronista manifiesta una irrefrenable tendencia a fabular, e imagina que el árbol de los enamorados, peregrino inmóvil, llegó a Compostela a pie y que si no terminó acercándose más a la catedral fue por temor a que el fuego del botafumeiro prendiese en su follaje embebido en aceite inflamable. En estas ensoñaciones andaba cuando, en pleno Paseo de los Leones, ve la estatua de bronce de Valle-Inclán, sentado en su sempiterno banco. Don Ramón es de bronce, pero su literatura es de oro. Se incorpora para interesarse por la labor del cronista, la figura afilada como su pluma, luengas guedejas y barba caprina. El cronista le comenta a Valle la ironía de que habite en el Paseo de los Leones, pues el dramaturgo en cierta ocasión atribuyó la pérdida de su brazo izquierdo a la mordedura de una de estas fieras, melenudas como él.
Valle-Inclán y el cronista inician caminata por la Ferradura cuando el mes de marzo hace tres semanas que llegó de peregrino a Santiago y entre la hierba suena el preludio de una sonata de primavera. Algún día estas flores se marchitarán, pero las obras de Valle-Inclán son inmarchitables. Llegan de nuevo al mirador del árbol, y se advierte que las gafas de don Ramón María llevan cristales como los de los espejos deformantes del Callejón del Gato. En el mirador, don Ramón mira más lejos que ningún otro escritor.
El cronista y el autor de Vilanova de Arousa se despiden. Don Ramón ha perdido uno de los brazos, pero su abrazo le pareció el más grande del mundo. El cronista también dice hasta pronto al árbol de los enamorados y se aleja pensando en que quizá cuando este se seque harán con su madera tálamos nupciales, y flechas para el arco del dios Eros, y que además elaborarán pasta de papel con la que se fabricarán cuartillas en las que escribir poemas galantes y encendidas cartas de amor.