Quince años después de salir del hospital, desafió el mal de altura. A 5.300 metros, Xiana, catalana de madre gallega, conoció al sherpa Lakpa y reescribió su vida. Lo más difícil no es llegar a la cima, advierten, sino volver. Así se enamoraron dos culturas
12 ene 2021 . Actualizado a las 10:12 h.Al bajar del Himalaya la vida «es mucho más fácil que antes de subir», asegura Xiana Siccardi, periodista catalana de madre gallega, que un día paró para hacerse una pregunta: «Tanta prisa por ir de aquí allá, ¿y dónde me quedé yo?». En el 2017, Xiana salió a buscarse. Llevaba diez años «corriendo, con urgencias, con incertidumbre de todo tipo. Veníamos de una crisis, y me había instalado en el correr, el ordenador, el móvil, ¡en querer tirarlo por la ventana! En todo el estrés acumulado en diez años... Me di cuenta de que en esos diez años no me había parado a pensar en qué me había convertido. Tengo un amigo que dice que es importante no solo tener sueños, sino actualizarlos». No se desea lo mismo a los 20 que a los 30 o los 40 «y esta vida loca que llevamos nos lleva a confundir entre lo urgente y lo importante». Nos olvidamos.
Viajar fue una vía de escape o de encuentro para ella. Antes de ese año en que se acercó a las cumbres más altas, Xiana había hecho sola varios viajes «que funcionaron bien». A los 24, le dio el primer susto a su familia: les dijo que se iba a Egipto, a recorrerlo desde Asuán hasta El Cairo, en solitario. «Tu entorno quiere protegerte, pero a veces nos protegen tanto que generan miedo» a arriesgar, cambiar, perder. «En la película Buscando a Nemo, ¡perdón por la referencia!, creo que es el padre de Nemo el que le dice a la madre: ‘No protejas tanto a Nemo para que no le pase nada, que al final vas a conseguir que no le pase nada».
Xiana no quiso dejar en blanco el libro de la vida. Ni que las sombras encapotasen su deseo de avanzar. A los 24, hizo el viaje soñado a Egipto tras superar un cáncer: «Un cáncer muy agresivo. De un año para otro me había convertido en otra persona, que fue el año que duró el tratamiento. ¿Cómo puedo recuperar mi vida si soy otra?, sentí. Mis prioridades ya eran otras». La primera, un viaje en solitario para pensar, «para encontrar a la nueva persona que ya era».
La nueva Xiana recorrió Egipto, y llegaron otros destinos, como el Gran Cañón del Colorado. «Los viajes son mi rincón de pensar. Los pago con mi trabajo, tengo que ahorrar meses... Y desde pequeña me llamó la atención el Tíbet. Pensaba en el Palacio del Dalái Lama, en el Yeti, en el Himalaya...». No era nada fácil ir al Tíbet, «¡pero Nepal está al lado y tiene medio Everest!, pensé».
Tras ahorrar durante meses y entrenarse (con cardio y natación, «porque nunca había hecho nada de montaña, soy una urbanita que solo va a la montaña a comer», confiesa), en el 2017 se elevó finalmente 5.300 metros. Viajó al campo base del Everest. «Llegar ahí ya es estar más alto que la montaña más alta del continente europeo. Pensé: ‘Igual no llego, pero, ¿y si llego...’».
«Como dicen los héroes del Himalaya, el éxito no es llegar a la cima, esto es solo medio camino. De nada sirve llegar y morirte. El éxito es ir y volver. Y nunca se vuelve igual... ¿El mayor problema para llegar? La hipoxia, la falta de oxígeno en la sangre», cuenta.
Una antigua tradición chamánica dice que cada montaña tiene un dios, «y en el Everest, según la leyenda, vive una diosa celosa de su montaña. Yo con ella no me enfrenté mucho, me quedé en el campo base [risas], pero cuando estaba a punto de llegar allí, al campo base del Everest, vi a un montañero vasco llorando en el refugio, una especie de Kílian Jornet, que se tuvo que volver por el mal de altura. Es una barrera, como una resaca muy gorda. Yo pensaba: ¿Cómo puede ser que él se tenga que ir y yo pueda continuar?».
«Aquí solo entran las personas de buen corazón», advierten las placas de los refugios de esas montañas. «Y estar allí es entrar en un mundo de realismo mágico», evoca Xiana.
Los sherpas aman y enseñan a amar la naturaleza, pero no son muy duchos en el amor romántico, constató con humor en su viaje al Himalaya, donde conoció la otra cara de la montaña, el sacrificio de los héroes anónimos que no salen en la foto del que llega a la cima del Everest. De su aventura, que la llevó a replantearse su idea de felicidad, nació un libro escrito a cuatro manos con Lakpa, el escalador y guía sherpa con el que afrontó el reto, y con el que empezó teniendo diferencias «salvajes» que se fueron derritiendo hasta desaparecer en el ascenso, no sin encontrar algunas «cucarachas» por el camino. Así fue cómo Xiana, que era, admite, «la reina del Cucal», aprendió, naturalmente, a afrontar su fobia a los insectos sin matarlos.
¿Cuál fue la gran lección del viaje? «Aprendí sobre la bondad y la confianza, porque en Occidente nos hemos ido volviendo cada vez más desconfiados; siempre estamos como protegiéndonos de un agresor externo. Yo a Lakpa le decía: ‘Es muy hippy esto de ir a corazón abierto, pero no siempre puedes ir a corazón abierto’. Ellos viven así», asegura la reportera. Es lo positivo del karma, que depende mucho de ti, de lo que hagas... «Me llenaron el corazón de flores. Nunca fui más feliz que viviendo entre sherpas», confiesa Xiana en el libro en el que cuenta su historia y la de Lakpa, Sherpas. La otra historia del Himalaya, esa que empezó 15 años después de salir siendo otra de un hospital. En el 2017, cuando decidió acercarse «a la diosa blanca del Everest», durmió junto a ratones, conoció el nombre sherpa del amor y comprendió las palabras de Thoreau: «Todo lo bueno es libre y salvaje».
Ella no alcanzó literalmente la cima del Everest. Pero Lakpa, con el que conoció un amor de altura, sí, tres veces ya y en el último reto se vio morir. «Para que te lleven el petate, para que puedas tener un plato de arroz a 5.300 metros, hay una cadena personal de sufrimiento», advierte.
Él vivió el mayor atasco de la historia del Everest en el 2019, en el que fue su tercer ascenso a la cumbre, «y volvió medio muerto», cuenta Xiana. «A su cliente se le acabó el oxígeno y Lakpa le dio el suyo. Esto no se cuenta en las grandes crónicas de los alpinistas. El sherpa no sale nunca», recuerda.
«De Xiana me interesó en un primer momento su cultura, idioma y estilo de vida, tan diferentes a los míos. Por ejemplo, me interesa ver que que en Occidente no hay grupos étnicos y castas tan diferenciados como tenemos en Nepal. Aquí convivimos más de 100 castas diferentes, cada una con su propio lenguaje, religión y cultura. Por ejemplo, mientras en Nepal la lengua oficial es el nepalí, se hablan muchísimas lenguas diferentes. Yo, por ejemplo, soy sherpa y hablo idioma sherpa. Europa me sorprende porque creo que tenéis menos lenguas, tenéis festivales en común y parece que todo el mundo tiene un estilo de vida más parecido entre sí, cosa que aquí no ocurre. Y sobre el estilo de vida, me sorprende que aquí en Nepal una familia grande suele vivir junta, quizá 5 ó 10 personas o más. Comemos juntos, dormimos juntos en la misma habitación y no tenemos cuartos privados para descansar, pero creo que en Europa eso no existe. Me sorprende que vosotros vivís en familias más pequeñas, donde la gente tiene su propia habitación privada para dormir, con su propio salón y comedor. También me llama la atención que planificáis mucho la vida y todas las cosas, mientras aquí acostumbramos a vivir más en el día a día, y he visto que vivir en un equilibrio de ambas cosas está bien. Xiana y yo pasamos muchísimas horas explicándonos nuestras diferencias culturales, intentando comprender por qué ella hace así tal cosa, y yo la misma cosa de otra forma, y nos pasan las horas y nos reímos mucho», comenta Lakpa, que vive hoy en Katmandú, capital de Nepal, durante seis meses al año. «Los otros seis acudo a trabajar en trekkings y expediciones», cuenta.
La otra historia del Himalaya respira en este cuento real de amor entre culturas, en un libro de Ediciones del Viento que nos hace sitio en un viaje que ha cuajado también en un proyecto solidario para impulsar la retirada de una tonelada de residuos en el Everest. Para no acabar con «la diosa madre del mundo» ni con el sueño de acercarse, al menos, a sus helados pies.