Hiroshima y Nagasaki La decisión de Truman: el presidente que lanzó la bomba atómica de Oppenheimer
La muerte de Roosevelt convirtió a Harry S. Truman en presidente de Estados Unidos en plena guerra mundial. No era el destino previsto para un hombre de poco carisma. A él le tocó tomar una decisión crucial: ¿Seguir con los planes de su antecesor y lanzar la bomba atómica o invadir Japón? Truman pudo evitar la destrucción de Hiroshima y Nagasaki, pero no lo hizo. ¿Por qué?
Miércoles, 09 de Agosto 2023
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El destino llamó a su puerta la tarde del 12 de abril de 1945. ¿Podría el señor vicepresidente acudir cuanto antes a la Casa Blanca? Harry Truman salió a toda prisa. El presidente Roosevelt nunca contaba con él, tenía que pasar algo serio. Fue la primera dama quien le dio la noticia: «Harry, el presidente ha muerto». Truman tardó en reaccionar. «¿Hay algo que pueda hacer por vosotras?». La señora Roosevelt, con su agudeza habitual, contestó: «¿Hay algo que nosotras podamos hacer por ti? Ahora eres tú el que está en problemas»
Eleanor Roosevelt quizá pensaba que aquel hombre no estaba a la altura de lo que se le venía encima.
Y no era la única. Dos horas más tarde, mientras un todavía desconcertado Truman juraba el cargo de presidente de Estados Unidos de América, a uno de los presentes se le oía murmurar: «Poor little fellow...». Así veía la mayoría a este 'pobre hombre', empequeñecido por la figura de Franklin Delano Roosevelt, el líder que había llevado el timón del país durante 12 años, que había plantado cara a la Gran Depresión, al hambre y al desempleo, a nazis y japoneses. A su lado, Truman era un gris político de provincias, sin el carisma de su predecesor, y que si fue elegido candidato demócrata a la Vicepresidencia fue precisamente por su perfil bajo.
Una virtud sí tenía: era consciente de sus limitaciones. Por eso, sus primeras palabras fueron para manifestar su intención de «mantener la política interior y exterior de la Administración Roosevelt». También conservó a los miembros del Gabinete, competentes y con una experiencia de la que él carecía.
Los primeros días los dedicó a ponerse al corriente de la situación internacional. Con los soviéticos a punto de tomar Berlín, el principal desafío seguía estando en el Pacífico. Los secretarios de Guerra, Henry Stimson, y Estado, James Byrnes, le hablaron de los bombardeos masivos contra las ciudades niponas, de los combates en Okinawa, de las presiones para que los soviéticos declararan la guerra a Tokio, de los primeros roces por las zonas de influencia en la Europa liberada.
También le hablaron de secretos como Magic, la operación que permitía descifrar los códigos militares japoneses. Y por fin, el 25 de abril, a las dos semanas de su toma de posesión, Truman se enteró de la existencia del Proyecto Manhattan.
Solo un grupo de confianza de Roosevelt sabía de la bomba. También Churchill estaba al tanto... y los espías de Stalin
Aunque Roosevelt nunca le había contado nada, es posible que algo sí hubiese oído sobre un enigmático programa que los militares se traían entre manos, pero desde luego no conocía su alcance. Solo un puñado de personas estaba al tanto: los hombres de confianza del fallecido presidente, los mandos de las Fuerzas Armadas –entre ellos, los generales Marshall o MacArthur–, científicos de primera fila como Oppenheimer o Szilárd y aliados que participaban en el proyecto como Winston Churchill. Y los espías de Stalin, claro.
El nuevo presidente asumió las decisiones de Roosevelt en todo lo relativo a la bomba. Una de ellas, a la postre crucial, fue la autonomía con la que funcionaba el Proyecto Manhattan. A su frente estaba el general Leslie Groves, un hombre aferrado a un esquema sencillo: mientras el presidente no le dijera expresamente lo contrario, seguiría haciendo lo que creyera conveniente para completar la misión que se le había encomendado cuatro años atrás, es decir, construir un arma y ganar la guerra.
Truman también confió en los dictados de un comité asesor creado ad hoc, más centrado en cuestiones prácticas que éticas. Después de pasar años librando una lucha cruel, aquellos hombres, tanto militares como civiles, daban por sentado que la bomba se emplearía como fuese más efectiva, no había debate. Solo algunos científicos, encabezados por el propio Szilárd, plantearon objeciones cuando creyeron que ya no era esencial para la victoria, pero nadie les hizo caso. El 1 de junio, el comité aprobó el uso de la bomba contra ciudades japonesas y se lo comunicó al presidente el día 6. Truman estuvo de acuerdo. El mecanismo echó a andar.
Los militares, sin embargo, seguían manejando escenarios convencionales para derrotar a Japón. Algunos pensaban que los bombardeos aéreos y el bloqueo naval bastarían, y la invasión seguía sobre la mesa. El 18 de junio, Truman se reunió con el Estado Mayor Conjunto para tratar el desembarco en Kyushu, una isla de Japón. El general Marshall le comunicó los efectivos necesarios para la llamada Operación Olympic y una estimación de 40.000 bajas. Como les pareció asumible, acordaron continuar y se fijó el 1 de noviembre como Día X.
Encuentro con Churchill y Stalin
Con toda esta información en la cabeza y cierto complejo de inferioridad, Truman se embarcó rumbo a su estreno en la escena internacional. En Potsdam, junto con la arrasada capital de ese Tercer Reich que iba a durar mil años, lo aguardaban Churchill y Stalin. Nada más llegar, el novato presidente recibió una noticia que le permitiría afrontar el encuentro con una seguridad que antes no sentía: Groves le anunciaba la explosión, «¡y vaya explosión!», de la primera bomba atómica en el desierto de Nuevo México.
Este as en la manga, además de reforzar su posición y su autoestima, hacía innecesaria la colaboración de los soviéticos en el Pacífico. Eso justo pensó Stalin cuando Truman le habló, sin entrar en detalles, de un arma revolucionaria que acababan de probar. El líder soviético se hizo de nuevas, pero ordenó acelerar los preparativos para atacar a Japón. Por otro lado, desveló que Tokio los había sondeado para que mediaran de cara a unas posibles conversaciones de paz. Churchill se mostró partidario de aceptar algunas condiciones, pero se acabó imponiendo la línea dura del secretario de Estado Byrnes, y la llamada Declaración de Potsdam exigió una rendición incondicional.
Mientras, la dinámica de la bomba seguía su curso. El USS Indianapolis iba de camino hacia la isla de Tinian, en las Marianas, con un cargamento secreto en sus bodegas. Los bombarderos del Grupo 509 ya estaban allí, preparados para realizar vuelos de prueba sobre las ciudades elegidas: Hiroshima, Nagasaki, Kokura y Niigata.
Aún en Potsdam, Truman recibió un nuevo informe con las conclusiones derivadas de la reciente batalla de Okinawa: la resistencia suicida de los japoneses, civiles incluidos, había convertido la toma de la isla en un baño de sangre. Además, el enemigo llevaba refuerzos a Kyushu. Las cifras de bajas iniciales previstas para Olympic se quedaban pequeñas. Y la estimación de muertos saltó de 40.000 a 500.000. Eran palabras mayores. Al día siguiente, 30 de julio, Truman entregó una nota a Stimson en la que le indicaba que la bomba debía lanzarse en cuanto estuviera lista, pero no antes del 2 de agosto, fecha de clausura de la conferencia. Era una muestra de resolución y autoridad de un presidente crecido.
... y nadie pisó el freno para evitarlo
En Tokio no sabían nada del Proyecto Manhattan, pero sí que tenían la guerra perdida. De todos modos, aún confiaban en lograr una paz que les permitiera, si no conservar sus conquistas en Manchuria y Corea, como querían los más radicales, al menos conservar el honor. Su única baza era convencer a Washington de que no tendrían más remedio que invadir Japón si querían una rendición incondicional, pero que eso les exigiría un número de muertos que la opinión pública estadounidense no admitiría. En una trágica paradoja, cuanto más se esforzaban los japoneses en hacer crecer las previsiones de bajas, más crecían las posibilidades de que Truman usara la bomba.
Y así, como nadie pisó el freno, el Enola Gay despegó rumbo a Hiroshima la mañana del 6 de agosto. La única bomba que transportaba estalló a 600 metros sobre la ciudad. «El poder del cual el Sol extrae su energía», como dijo el comunicado de la Casa Blanca destruyó todo en un radio de un kilómetro y medio y provocó miles de muertos, a los que se sumarían muchos más por la radiación, cuyos efectos apenas se conocían.
El mensaje del emperador
En Tokio hubo desconcierto total. La habitual división en el Gobierno, entre los dispuestos a aceptar una rendición y los partidarios de resistir, se agudizó. Incapaces de llegar a un acuerdo, apelaron al emperador. Hirohito, que nunca se había opuesto a los militares, esta vez comunicó su deseo de iniciar «las gestiones oportunas para poner fin a la guerra lo antes posible»
Militares japoneses prefirieron suicidarse antes que soportar la vergüenza de escuchar las humillantes palabras del emperador
En otro dramático giro de guion, cuando los japoneses intentaron recurrir a la mediación de Moscú, se encontraron con que Stalin, que veía que al final se iba a quedar sin su parte de la tarta, les acababa de declarar la guerra. Como no hubo comunicado oficial de rendición ni nadie dijo nada, Groves siguió adelante con su agenda y el 9 de agosto fue el turno de Nagasaki.
Al día siguiente, el Consejo Imperial por fin comunicó que asumía lo establecido en Potsdam, «entendiendo que los aliados no plantearán restricción alguna a las prerrogativas de su majestad como monarca soberano». Ahora ya sí, Truman ordenó parar el lanzamiento de más bombas. Aquello no era una rendición incondicional, pero podía valer. Entre otros motivos, porque cada día de retraso eran kilómetros que los soviéticos avanzaban en Manchuria y, como había quedado patente en Europa, los territorios que Moscú 'liberaba' ya no los soltaba. Byrnes redactó la solución de compromiso: «La forma última de gobierno será la establecida por la voluntad libremente expresada por el pueblo japonés».
Hirohito aceptó. Sus militares más fanáticos no. Unos intentaron un patético golpe de Estado, otros decidieron suicidarse antes que soportar la vergüenza de escuchar al Hijo del Cielo reconocer en un mensaje radiofónico su humillación: «He ordenado al Gobierno del Imperio que comunique a los países de Estados Unidos, Gran Bretaña, China y la Unión Soviética la aceptación de su Declaración conjunta».
Así habló Hirohito, el emperador número 124 de Japón. Era el decimoquinto día del octavo mes del vigésimo año de la era Showa, 2065 de la subida al trono del Crisantemo de Jinmu. También era el 14 de agosto de 1945, tercer día del cuarto mes de la llegada a la Casa Blanca de Harry S. Truman, presidente número 33 de los Estados Unidos de América, iniciador de la era atómica y de un mundo que ya no sería igual.
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