Jueves, 12 de Septiembre 2024, 14:09h
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Hay, al menos, dos versiones distintas (y casi opuestas) del mismo lugar. Está el Singapur de los coches de lujo, las mansiones, los enormes rascacielos y las fiestas ostentosas y está el país del mercado callejero de Sungei Road, donde los vendedores locales se apiñan en un espacio minúsculo para vender sus baratijas y tratar de sobrevivir en el país más caro del mundo. De hecho, hay un tercer Singapur más: el que fue escenario de la histórica cumbre bilateral entre Donald Trump y Kim Jong-un y que se ha convertido en un actor político de primera magnitud en el tablero geoestratégico mundial. Pero las sombras de su expediente democrático son tantas o más que las luces de su espectacular economía.
En 2017, la organización humanitaria Human Rights Watch emitía un alarmante informe sobre la salud democrática de Singapur. «Bajo la superficie de relucientes rascacielos hay un lugar represivo, en el que el Gobierno restringe lo que se puede decir, publicar, hacer, leer o ver». No es una denuncia aislada. Amnistía Internacional también alertaba sobre las severas restricciones a la libertad de expresión y que, entre otras cosas, impiden que exista una auténtica oposición política. Tampoco hay libertad de prensa, según Reporteros sin Fronteras. Aparte de controlar los medios públicos, el Ejecutivo es accionista de los privados.
Y es que, aunque sobre el papel Singapur es una república parlamentaria que celebra elecciones libres cada seis años, la realidad es que no existe alternancia política: el Partido de Acción Popular (PAP), fundado por Lee Kuan Yew, está en el Gobierno desde 1959. «De 100 diputados que hay en el Parlamento, 91 son del Gobierno. Hay elecciones libres, pero el partido en el poder es el de los padres fundadores y ha logrado que su discurso de estabilidad cale en la población», explica Vicente Mas, responsable de negocios de la Embajada española en Singapur.
Singapur se independizó de Gran Bretaña en 1963 para pasar a formar parte de Malasia, aunque la solución apenas duró dos años. Convertido por fin en un estado soberano, Singapur no tenía infraestructuras ni recursos naturales, pero sí un líder con determinación.
Lee Kuan Yew llegó al poder en 1959, todavía durante el mandato británico y guio al país hasta la independencia. Había crecido en una familia de origen chino, pero fue educado en los valores coloniales británicos y estudió Derecho en el Reino Unido. Volvió con un proyecto para convertir Singapur es un país próspero y moderno. Presumen de tener la mejor educación del planeta y de ser el país más seguro del mundo, el más tecnológico y el tercero más competitivo. Y 'produce' más millonarios que nadie: nueve de cada cien habitantes tienen más de un millón de dólares en el banco.
Uno de los secretos de su espectacular transformación está en su privilegiada posición geoestratégica en mitad de una de las rutas de navegación más importantes del mundo. Además, Singapur atrae a empresas y trabajadores cualificados de todo el mundo. De hecho, un tercio de su población es extranjera. Y el Gobierno estima que en 2030 los expatriados serán más de la mitad.
Lee Kuan Yew consiguió que, entre 1960 y 1980, la renta per cápita se multiplicara por 15. Cuando murió, en 2015, 450.000 personas pasaron por su capilla ardiente y Barack Obama lo describió como un «gigante de la historia que será recordado como el padre del Singapur moderno». Desde 2004, su hijo –el primer ministro Lee Hsien Loong– siguio sus pasos. Dejó el poder 20 años después. Le sustituyó Lawrence Wong, el vice primer ministro.
Durante su mandato, Lee Kuan Yew apostó por la multiculturalidad. O, como se dice en el país, por la 'armonía racial' entre una población donde los chinos son mayoría (el 45 por ciento), seguidos de malayos e indios. El idioma oficial es el inglés. La convivencia se garantiza gracias a restrictivas leyes que impiden «promover sentimientos de hostilidad entre razas o religiones».
Aunque, en realidad, la medida más efectiva de todas fue imponer un estricto sistema de cuotas raciales en las viviendas sociales. En Singapur, el 80 por ciento de sus ciudadanos vive en apartamentos construidos por el Estado, más de un millón en total. Las ratios étnicas han conseguido erradicar los guetos.
Estas construcciones forman parte, además, de un plan urbanístico para luchar contra la realidad de estar asentado sobre un territorio minúsculo que, gracias a la arquitectura más vanguardista, ha ido ganándole terreno al mar. Con una población de 5,6 millones de habitantes y 720 kilómetros cuadrados de territorio, Singapur es el tercer país con mayor densidad del mundo.
Lee entendía que la convivencia y el progreso económico requerían sacrificar algunas libertades y por eso su hoja de servicios incluyó detenciones sin juicio a opositores y periodistas. «Tenemos que encerrar a gente sin juicio. Sean comunistas, chovinistas de la lengua o extremistas religiosos. De no hacerlo, arruinarán el país», llegó a decir.
La pena capital todavía se aplica en el país. Fundamentalmente, en casos de asesinato y en delitos de narcotráfico. El simple consumo o posesión de marihuana se puede penar hasta con diez años de cárcel y traficar con ella puede suponer la horca. También hay más de 30 delitos que conllevan castigos corporales infligidos con varas de ratán. Infracciones menores, como mascar chicle (que está terminantemente prohibido) o comer en el transporte público conllevan cuantiosas multas. «Este es el país del mundo con más cámaras de seguridad por habitante. No cabe duda de que existe mucho control. Y muchas multas. Pero algunas son solo simbólicas. Por ejemplo, hay una multa por no tirar de la cadena en el baño público. Es muy difícil de aplicar, pero a la vez todo el mundo lo hace por educación. Ese era el espíritu de Lee Kuan Yew: 'Con disciplina se llega a todas partes'», explica Vicente Mas. El propio fundador lo reconocía abiertamente: «Si no hubiéramos intervenido en cuestiones personales, quién es tu vecino, cómo vives, el ruido que metes, si escupes o la lengua que hablas, no estaríamos aquí ahora. Decidimos lo que era correcto».
Pero ese restrictivo modelo social no ha conseguido terminar con la desigualdad. Las condiciones laborales de las empleadas de hogar o los trabajadores de la construcción llegados de Filipinas, Bangladés o Indonesia son de una precariedad extrema que a veces roza la semiesclavitud, según revelaba en 2018 un reportaje de la CNN. Otra reveladora encuesta de 2012 descubrió que el 56 por ciento de los entrevistados abandonaría Singapur si pudiera.
Nada que ver con las proclamas del Gobierno. El ministro de Asuntos Exteriores, Vivian Balakrishnan, las sintetizaba así. «La gente visitará Singapur y dirá: 'He visto el futuro y funciona'».