Desvelando el puzle ancestral
Desvelando el puzle ancestral
Martes, 26 de Noviembre 2024, 11:19h
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El sol ya rozaba el horizonte cuando el paleontólogo llegó a Trachilos, un apartado paraje en la isla griega de Creta.
«Lo que vi al llegar a la playa me sacudió como un rayo», cuenta el paleontólogo polaco Gerard Gierlinski. Docenas de huellas de pequeños pies humanos con el pulgar grande aparecían fosilizadas sobre una roca. ¿Cómo y cuándo habían acabado allí?
En busca de respuestas, el científico llamó a su compatriota Grzegorz Niedźwiedzki –investigador en la Universidad de Uppsala (Suecia)–. Sin insistir mucho, su jefe, el sueco Per Ahlberg, también se sumó a la causa.
Juntos viajaron a Creta, donde los tres investigadores –Gierlinski, Niedźwiedzki y Ahlberg– se lanzaron a estudiar en profundidad las enigmáticas rocas. Lo realmente importante era la datación. ¿Cuándo pisaron aquellos pequeños pies de pulgar sorprendentemente grande una arena que con el tiempo acabaría convertida en roca?
Los científicos observaron que la lámina de piedra que tenía las huellas estaba formada por sedimentos marinos comprimidos y que albergaba restos de unos seres diminutos. Estos cuerpos petrificados son para los especialistas como las hojas de un calendario, ya que su sucesión temporal en la historia evolutiva se conoce con bastante precisión. Con estos análisis en la mano, los científicos dataron las huellas de Trachilos en unos 5,7 millones de años; es decir, dos millones de años más antiguas que las de Laetoli (Tanzania), el récord actual. Todo un bombazo. Y no fue el único hallazgo sensacional que ha sacudido la imagen que teníamos de la evolución del ser humano.
La teoría aceptada hasta la fecha sostiene que, entre seis y siete millones de años atrás, una rama de primates del este de África empezó a evolucionar en una doble dirección: chimpancés y bonobos, por un lado; los humanos, por el otro. En realidad, nada fundamental ha cambiado en esta interpretación de los hechos. Solo un detalle: ¿la transformación anatómica se produjo únicamente en una reducida zona próxima al Gran Valle del Rift, como nos hacían sospechar numerosos hallazgos? Dicho de otra manera, ¿de verdad fue el África Oriental la 'cuna de la humanidad' o hubo más 'cunas'? Quizá, como ironizó en su día el sacerdote y naturalista francés Henri Breuil (1877-1961) ante la variedad de hipótesis sobre el tema, la 'cuna de la humanidad' sea en realidad «una cuna con ruedas».
Ante una noticia como esa, ¿no debería la comunidad científica mundial haberse puesto a dar saltos de alegría? Nada más lejos. A los científicos no les gusta mucho cuestionar sus certezas... o presuntas certezas. Pasaron seis años hasta que, en 2008, una revista especializada aceptó el descubrimiento y publicó un artículo sobre las huellas de Creta y su interpretación.
Más de una docena de referees, como se llama a quienes revisan la validez de la información, repasaron una y otra vez los datos, cuestionaron unos, exigieron profundizar en otros... «Al final del proceso nuestro artículo había mejorado –admite el sueco Per Ahlberg–. Pero ¿era necesario que se alargara todo tanto? No somos unos principiantes. Sabemos de lo que hablamos. Son huellas de unos pies con una forma muy parecida a la del ser humano moderno, no cabe duda».
La parte más fácil de explicar es cómo acabaron esas huellas grabadas en las rocas de la playa de Trachilos. Según Ahlberg, una lengua de lodo pudo haberse extendido sobre la arena, rellenando las huellas que el sol ya había secado. Poco a poco, nuevas oleadas de limos se fueron superponiendo capa a capa y las marcas sobrevivieron apresadas a muchos metros de profundidad, hasta que las tremendas presiones de esta zona geológicamente activa del Mediterráneo devolvieron las areniscas a la superficie hace 20.000 o 30.000 años.
Las huellas de Creta no son, de todos modos, la única noticia que ha transformado nuestro conocimiento de la evolución humana. Otros datos arrojan nueva luz sobre cuestiones que se daban por seguras, como la 'edad' del célebre Homo sapiens ('hombre sabio'), el nombre –acuñado en 1758 por el naturalista sueco Carlos Linneo– que se le sigue dando a nuestra especie.
Hasta hoy se creía que los primeros ejemplares vivieron hace 195.000 años, tras descubrirse, en 1967, fragmentos de dos humanos anatómicamente modernos –Omo 1 y Omo 2– en el valle del río Omo, al suroeste de Etiopía. Al margen de algún que otro investigador que cuestionó su «modernidad anatómica», el estatus de ambos restos como la forma temprana del Homo sapiens nunca se ha puesto en duda. Por esa razón llamamos a África Oriental la cuna de la humanidad. Allí mismo, en Etiopía, hace ya 50 años, fue hallada Lucy el conjunto de huesos de un Australopithecus afarensis, de entre 3,5 y 3,2 millones de años de antigüedad. Lo encontró el 24 de noviembre de 1974 el equipo del estadounidense Donald Johanson y los franceses Maurice Taieb y Yves Coppens, recientemente fallecido. Lucy —homínido del que se encontró sólo el 40 por ciento de su esqueleto— medía uno 109 centímetros y pesaba unos 27 kilos en vida. Tendría, se cree, algo más de 20 años. Con un cráneo comparable, en tamaño, al de un chimpancé, Lucy andaba sobre sus miembros posteriores, signo de su evolución hacia la hominización, deducible, explican los expertos, de la forma de su pelvis y de la articulación de su rodilla.
Desde aquel sector africano, el ser humano moderno se habría extendido por todo el planeta en dos grandes movimientos migratorios, el último de ellos hace unos 50.000 años. Es lo que se conoce como el modelo Out of Africa.
Por otra parte, a comienzos de los años sesenta, en Marruecos, se hallaron en la región de Jebel Irhoud algunos restos humanos y herramientas de piedra. A los fósiles se les atribuyó una antigüedad de 40.000 años, pero hace dos décadas nuevos restos retrasaron esa cifra hasta los 160.000 años. En junio de 2017, sin embargo, el equipo de Jean-Jacques Hublin, del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva de Leipzig, y su colega marroquí Abdelouahed Ben-Ncer anunciaron que una nueva datación del mencionado yacimiento retrasaba todo hasta los ¡315.000 años!
Es decir, los restos de Homo sapiens eran bastante más antiguos de lo que se pensaba y, además, se hallaban a más de 5000 kilómetros de distancia del valle del Omo. «Nuestros datos demuestran que el Homo sapiens estaba presente en todo el continente africano hace unos 300.000 años», explica Jean-Jacques Hublin.
Desde Asia, sobre todo desde China, también llegan trabajos que cuestionan el modelo del origen africano. En 1978, en la provincia de Shaanxi, al noroeste del país, se descubrió el llamado 'hombre de Dali', con una antigüedad de unos 260.000 años. Según un análisis publicado en 2018, el cráneo en cuestión presenta una cantidad llamativa de características propias del Homo sapiens. Por ejemplo, el rostro ya es plano y el cráneo, aunque todavía alargado, está más redondeado que el de los simios y cuenta con mayor espacio para el cerebro. La evolución del ser humano, por lo tanto, demuestra ser un proceso complejo que también abarcó amplias regiones de Eurasia. Este modelo opuesto al tradicional Out of Africa se conoce como el modelo 'multirregional'.
No son los únicos indicios aparecidos en Asia que cuestionan el modelo Out of Africa. Un equipo de investigación francoindio ha estudiado huesos fósiles de bovinos con 2,6 millones de años que, a los pies del Himalaya, presentaban marcas de corte producidas por afiladas herramientas de piedra. Experimentos realizados con lajas y huesos respaldan esta suposición. Lógicamente, alguien tuvo que dejar allí esos huesos después de haber cortado la carne con una herramienta de piedra... pero no sabemos quién estaba en condiciones de hacer algo así hace ¡2,6 millones de años!
Desde siempre, los seres humanos hemos querido saber de dónde venimos. No solo a qué familia pertenecemos, sino más allá. ¿Cómo aparecimos sobre la faz de la Tierra? En este sentido, los modernos procedimientos genéticos han supuesto un impulso fundamental para la investigación de nuestro pasado. Ahora es posible reconstruir las relaciones de parentesco, rastrearlas a lo largo de decenas de miles de años y leer en el ADN los movimientos migratorios de los pueblos prehistóricos. Es decir, ahondar como nunca en las claves de la evolución.
Cuando un organismo deja, por ejemplo, de contar con alimento suficiente por cambios climáticos o por la llegada de una especie competidora, tiene dos opciones: morir, extinguirse, o adaptarse a las nuevas circunstancias; evolucionar. Y entonces se ponen en marcha procesos que trastocan elementos profundamente enterrados en el ADN para realizar ajustes y seguir adelante.
Por un lado, surgen alteraciones genéticas durante la división celular, clave en el crecimiento de los seres vivos. El entorno, a su vez, también afecta al genoma y altera la activación de los genes, variaciones de la partitura genética que pueden transmitirse de generación en generación. Por último, hay una tercera forma de producir cambios: el sexo. Sabemos que las distintas especies de homínidos no existieron por separado ni se fueron sucediendo unas a otras, ordenadamente. En realidad, diferentes especies habitaron el planeta en paralelo durante mucho tiempo y convivieron y se mezclaron también genéticamente.
Por supuesto, los cráneos, herramientas y demás artefactos son de una gran importancia para los científicos. Sin ellos, ni siquiera sabríamos quiénes han vivido antes que nosotros. Sin embargo, los huesos no pueden contar solos la historia de nuestra especie. Antes, los paleontólogos —y, sobre todo, sus críticos— bromeaban diciendo que todo lo que había quedado de la Prehistoria del ser humano cabía en una mesa de billar. Así era hasta hace cien años. Hoy, sin embargo, contamos con miles de fósiles y cientos de antepasados remotos diferenciables entre sí, aunque solo quede de ellos un molar o un fragmento de cadera; restos que ocultan un verdadero tesoro al que se puede acceder mediante la moderna tecnología.
Gracias al ADN, podemos conseguir que seres muertos hace mucho tiempo 'resuciten'... en la pantalla del ordenador. El material genético, además, nos permite saber quién estaba emparentado con quién. Los estudios han probado y reconfirmado, por ejemplo, que los neandertales y los humanos 'modernos' no necesariamente se liaban a golpes tan pronto se veían. En muchos lugares, como en Oriente Medio, convivieron sin problemas durante bastante tiempo. Y su cercanía trascendió lo geográfico. En el genoma de los humanos actuales se encuentran caracteres heredados de los neandertales. Solo hay una explicación posible: el sexo y el nacimiento de mestizos, o 'híbridos', como los denominan los científicos.
El estudio del genoma prehistórico también ha revelado que los neandertales y los humanos modernos que vivieron en la misma época no eran parientes directos. Los neandertales tampoco eran esos brutos con pocas luces a los que parece que había necesidad de rebajar para hacer destacar a nuestra propia especie. Somos especies diferentes, aunque muy próximas, y existió interés mutuo. La suposición de que los híbridos engendrados por humanos y neandertales eran incapaces de reproducirse ha sido ampliamente refutada.
Los paleontólogos asumen hoy que las mezclas genéticas fueron habituales entre las especies que precedieron al Homo sapiens, o con las que tuvo contacto, y que actuaron como atajos evolutivos. El ser humano no necesitó adquirir características útiles mediante el largo y prolijo proceso de las mutaciones. En realidad, fue heredando 'gratis' capacidades de las demás especies. El rendimiento en altura, por ejemplo, lo tomó del hombre de Denísova, que vivió en Siberia y otros espacios de Asia, adaptado a la altitud. En el ADN de los tibetanos, de hecho, sigue presente el legado genético de los denisovanos. Una estirpe, por cierto, confirmada ya –con material genético extraído en laboratorio– como la tercera especie que habitó la Tierra a la vez que neandertales y Homo sapiens. Todos ellos compartieron el planeta y, posiblemente, otros parientes.
La genética se ha convertido así en la rama de la ciencia que está escribiendo las páginas más emocionantes de la historia de nuestra especie, aunque la creciente antigüedad de las muestras, a medida que nos remontamos en el pasado, hace más difícil disponer de material utilizable. El récord se sitúa en unos 700.000 años, y no es un material genético que corresponda a un homínido, sino a un caballo.
Estos datos, de todos modos, también pueden ayudarnos a entender el entorno en el que tuvo lugar nuestra evolución. Por mucho que ese velo de millones de años nunca nos deje percibir todos los detalles, lo que sabemos basta para transmitirnos un claro mensaje: existimos porque existieron los otros. La fuerza determinante en nuestra evolución ha sido la curiosidad que nos despiertan los demás y la disposición a intentar convivir, al menos por un tiempo. Hoy es el Homo sapiens, nosotros, el único que queda. Pero los demás siguen vivos en nuestros genes.