Hace años, cuando los euroescépticos del Reino Unido estaban a punto de ganar el brexit, en una cena me tocó de compañero de mesa a Norman Foster. Le pregunté si era partidario o no de salirse de la Unión Europea y me contestó que hasta unos días antes no. «… Al fin y al cabo, tengo obras en muchos países, pero estoy empezando a ver el punto de vista de los brexiteers». A mi pregunta de por qué había cambiado de opinión, me explicó que la sobrerreglamentación de Bruselas en ámbitos que iban desde la agricultura al comercio, como en otros muchos campos, era difícil de aceptar para un país que siempre ha sido una isla. «Fíjate –añadió con flema británica–, pero si incluso pretenden decirnos qué tamaño deben tener nuestras salchichas».
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