Chaplin y las adolescentes, la escandalosa vida sentimental de Charlot
Vivió en cuartuchos y asilos para pobres con su madre, una actriz cómica que acabó desnutrida y demente. Con ella debutó Charles Chaplin, a sus cinco años, en un antro londinense. No fue fácil su camino hasta conquistar Hollywood. Pero de camino conquistó a numerosas mujeres, casi todas menores de edad. Algunas acabarían denunciándolo por maltrato, aberraciones sexuales...
Hannah Hill era una cómica de vodevil con dos hijos -Sydney, de nueve años, y Charlie, de cinco- de distintos padres. Pese a sus muchas dificultades, era alegre y cariñosa. Y por no dejar a sus niños solos en turbias habitaciones alquiladas, cuando ella actuaba, se los llevaba al teatro.
Una noche, en The Canteen -un tugurio lleno de soldados-, Hannah se quedó sin voz mientras actuaba. Atronaron los insultos y silbidos, y ella debió abandonar el escenario, desesperada. En bastidores, el director de escena le dijo que saliera el niño a quien había oído cantar a veces. Así debutó Charles Chaplin, con cinco años y ante un público difícil. Frente al resplandor de las candilejas, el niño cantó y gustó. Tanto que empezaron a llover monedas sobre el escenario. «Inmediatamente me interrumpí y dije que cogería el dinero antes de seguir cantando», cuenta el propio Chaplin en su Autobiografía (Lumen). El director acudió a ayudarlo a recoger las monedas, pero Charlie pensó que el hombre quería quedarse con su dinero y comenzó a perseguirlo. «No volví a cantar -contó Chaplin- hasta que se lo entregué todo a mamá».
El niño continuó actuando e incluso improvisó imitaciones; una de ellas, de su propia madre. Llovieron aplausos y más monedas, que aumentaron cuando Hannah se unió a Charlie en el saludo final. «Aquella noche fue mi primera actuación y la última de mi madre», agrega también en su Autobiografía. Charles Chaplin [Inglaterra, 1889 - Suiza, 1977], el hombre que inventó a Charlot, uno de los artistas más ricos e influyentes del siglo XX, tuvo una infancia dickensiana que asoma en sus películas.
Su madre acabó cosiendo camisas a destajo con un sueldo de esclava. Vivían en hospicios. El dinero no llegaba
Vivió en cuartuchos de Londres donde «el aire viciado hedía a gachas rancias y a ropa vieja, cuenta». Pero reconoce que, de niño, «apenas era consciente de la crisis porque vivíamos en una constante crisis». Además, contó con el cariño de su madre, tierna y quebradiza, que acabó incluso demente, pero de quien -dice Chaplin- aprendió la compasión y el amor. A Hannah la habían abandonado los padres de sus hijos; el de Sydney era un hombre mucho mayor que ella, de buena familia, con el que no se casó; el de Charlie, un actor cómico alcohólico. Mientras ella pudo actuar, mantuvo a sus hijos con desenvoltura: llegó a tener buen cartel. Pero la edad y los achaques le bajaron el telón. Pasó a coser camisas a destajo y con tarifas de esclava. Y, aun así, el dinero no daba.
Desde muy niños, Sydney y Charlie buscaron trabajillos para aportar algo, pero la afección mental y la desnutrición acabaron por derrumbar a Hannah: los tres pasaron temporadas en asilos públicos. Charlie fue recadero y botones, trabajó en una imprenta, en una compañía de claqué. Cuando Sydney creció, se embarcó en un mercante y enviaba dinero a casa. Fue él quien consiguió que le hicieran una prueba a su hermano para actuar. Así, Charlie se convirtió en actor con 12 años: su primer papel importante fue el de Billie, el botones de Sherlock Holmes. Recorrió Inglaterra con pequeñas compañías de teatro y poco a poco fue haciendo oficio.
En 1910, Chaplin llegó a América, su ansiado destino. Fue con la compañía de teatro de Fred Karno. Trabajó en varias obras y realizó giras por Chicago y San Francisco. Fue una etapa dura, de mucha soledad, cuenta. Tenía sus propias ideas -que solían chocar con las del director- y hambre de conocimiento (apenas había ido a la escuela); leía a Schopenhauer y ansiaba ser un hombre ilustrado, «no por amor a la ciencia -dijo-, sino como una defensa contra el desprecio que siente el mundo por el ignorante».
Su gran oportunidad se la dio Mack Sennett, que lo fichó para el cine en 1913. Para él fue una ventana de nuevas posibilidades. no había que repetir el mismo papel cada día, se trabajaba rápido y se rodaba en una sola jornada. De nuevo, Chaplin chocó con los directores: se le ocurrían escenas y gags, los proponía, pero no le hacían caso. Hasta que un día que le pidieron una escena ocurrente para suplir unos gags, Chaplin se inventó a Charlot. Fue en 1914. Había nacido un personaje mítico. El primer filme de Charlot, Making a living, se estrenó ese mismo año. El personaje siguió inspirando a Chaplin cientos de gags y despertó algo nuevo: el sentimentalismo en el humor. De ello habla mucho en su Autobiografía: de su querencia por la melancolía, de su timidez, de la aplastante sensación de soledad que sintió incluso cuando logró el ansiado éxito y pasó a ser rico.
«El éxito -dijo- sirve para que lo quieran a uno» . Pero en amores no le iba demasiado bien al inicio. Sus dos primeras esposas eran adolescentes [tenían 16 años] a las que había dejado embarazadas. Mildred Harris, la primera, perdió al niño al poco de la boda. Con Lita Grey, la segunda, tuvo dos hijos: Charlie júnior y Sydney. De Mildred habla como de algo pasajero. De Lita, ni quería pronunciar el nombre. Todo acabó en escándalo. Ella lo acusó de maltrato, racanería suprema y de obligarla a practicar aberraciones sexuales. Los tabloides americanos disfrutaron con la guerra por el divorcio. El juez sentenció a favor de ella: Chaplin debía pagarle 825.000 dólares; entre otros motivos, por haber ejercido una intolerable crueldad mental.
Denuncias por maltrato, aberraciones sexuales, hijos no reconocidos… las vida sentimental de Chaplin nutría a la prensa sensacionalista
No fue su único batacazo judicial por temas de ‘faldas’: años después, a sus 52, en 1941, Joan Barry —una veinteañera aspirante a actriz— lo acusó de ser el padre de su hijo. De nuevo perdió Chaplin, aunque los análisis de sangre negaban su paternidad. Con su tercera mujer, Paulette Goddard, una actriz ya de renombre, la relación fue menos tempestuosa. Por esa época, Chaplin —un meteoro imparable hacia el éxito— filmaba a destajo. Escribía, dirigía y a veces componía la música de sus filmes. «Para hacer una buena comedia solo necesito un parque público, un policía y una chica guapa», decía. Pero surgió un imprevisto: el cine sonoro. Le costó digerirlo. «¿Qué voz tiene Charlot?», se preguntaba.
Siguió filmando sin sonido, a contracorriente, y le fue bien. El chico, La quimera del oro, El circo, Luces de la ciudad, Tiempos modernos… Obras geniales. Pero en 1940 se rindió. El gran dictador fue sonora en todos los sentidos del término. Se la sugirió el cineasta Alexander Korda. «Hitler y tú tenéis el mismo bigote, ¿por qué no haces una película?». Chaplin estuvo de acuerdo. «Hitler es una mala imitación mía», dijo. El gran dictador fue un proyecto difícil [tardó dos años en desarrollar la historia] y con sinsabores. Mil veces dijo después que, de haber sabido de la existencia de los campos nazis, no habría hecho el filme. Lo sorprendente es que tuvo problemas de censura en Gran Bretaña y los Estados Unidos. La situación empeoró cuando Chaplin se pronunció a favor de abrir un segundo frente en la Segunda Guerra Mundial, de echar una mano a los soviéticos que luchaban contra Hitler desde el este. Lo acusaron de comunista. Hubo boicots contra sus películas y críticas en la prensa.
Además, todo se sumó a la demanda de paternidad de Joan Barry y coincidió con su romance con Oona O’Neill, la hija del dramaturgo Eugene O’Neill, su ‘nueva’ adolescente: ella tenía 17 años y él, 53. Se casaron en cuanto Oona cumplió los 18, y esta vez sí funcionó. Tolerante, de una belleza luminosa, dulce, atractiva… Chaplin se deshace en elogios hacia ella y se congratula de haber encontrado a una mujer que no quiere ser actriz, sino que prefiere dedicarse a ser su esposa. Eso hizo Oona: dedicó su vida al genio y a los ocho hijos que tuvieron.
Pero eran los tiempos de la caza de brujas y las listas negras en Hollywood. Chaplin nunca había ocultado sus simpatías por los laboristas británicos y había confesado cierta filia socialista, pero negó ser comunista. El Comité de Actividades Antiamericanas lo enfiló. En 1953, cansado del acoso, Chaplin se marchó de los Estados Unidos.
Con Oona, Chaplin vivió sus últimos años en Suiza. En el barco en el que dejó los Estados Unidos, en 1953, recibió la notificación que le prohibía la entrada en el país. Regresó en 1972 para recoger un Óscar honorífico. Hollywood le dijo adiós con una ovación de doce minutos, la más larga jamás registrada.
El día en que se inventó a Charlot
«Necesitamos unos gags. Maquíllese y póngase un disfraz cómico. Cualquier cosa», le dijo el actor Ford Sterling a Chaplin durante el rodaje de la película Extraños dilemas de Mabel, donde el inglés tenía un pequeño papel. «Al dirigirme hacia el vestuario, pensé que podría ponerme unos pantalones muy holgados, unos zapatones y añadir al conjunto un bastón y un sombrero hongo, quería que nada fuera armónico», cuenta Chaplin. Como le habían dicho varias veces que era muy joven, se pintó un bigote que lo envejeciera, sin ocultar su expresión. De camino al set empezó a contonearse y a hacer molinetes con el bastón. «Este personaje es polifacético: es a la vez un vagabundo, un caballero, un poeta, un soñador, un tipo solitario que espera siempre el idilio y la aventura», explicó a Sterling. «Suba al plató y veremos qué puede hacer», le dijeron.
La escena discurría en el vestíbulo de un hotel. Chaplin se sentía como «un impostor que se hacía pasar por uno de los huéspedes, cuando en realidad era un vagabundo que buscaba cobijo. Entré y tropecé con el pie de una dama. Me volví y me quité el sombrero; luego choqué con una escupidera; me volví una vez más y levanté el sombrero ante la escupidera». Las carcajadas resonaban en el plató. Acudieron actores de otros estudios, escenógrafos, carpinteros, sastres. Todos se desternillaban. Charlot había triunfado.
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