El 'salvaje' negocio farmacéutico
El 'salvaje' negocio farmacéutico
Viernes, 20 de Diciembre 2024, 09:47h
Tiempo de lectura: 7 min
El monstruo de Gila es un lagarto venenoso que habita en el desierto de México. Los nativos le tenían pavor y tejieron leyendas sobre esta criatura tímida que pasa el 95 por ciento de su vida bajo tierra. Pensaban que era capaz de matar lanzando veneno a distancia. En realidad, lo inyecta a través de los dientes, y su mordedura rara vez resulta letal para los humanos; el veneno es su defensa contra los coyotes y otros depredadores. Y esconde el más lucrativo y sorprendente negocio farmacéutico de la actualidad.
A los científicos les extrañaba otra peculiaridad de este lagarto: su lentísimo metabolismo, que le permite sobrevivir con dos o tres comidas al año, almacenando grasa en su rabo cilíndrico. Esa es la fuente original del milagro que ha revolucionado el tratamiento de la diabetes y la obesidad, y que ya ha convertido a Ozempic en el tercer fármaco que más se vende en el mundo.
La ponzoñosa secreción que fabrica el monstruo de Gila es el ejemplo más exitoso de la venómica, una disciplina que estudia la composición molecular de los venenos y su potencial terapéutico, y que se ha convertido en uno de los filones más prometedores de la medicina. Gracias a los avances tecnológicos, ahora los científicos pueden analizar ínfimas cantidades de veneno y descifrar cada uno de sus componentes. Y lo que están encontrando es asombroso: una sola tarántula puede producir más de cien moléculas diferentes; algunas especies de arañas y caracoles marinos superan el millar. Este arsenal químico está proporcionando nuevas armas contra el dolor crónico, el cáncer, las enfermedades autoinmunes, los accidentes cerebrovasculares...
Durante siglos, la relación de la medicina con los venenos fue defensiva: desarrollar antídotos. La venómica ha dado un giro a este enfoque: ya no se trata solo de combatirlo, sino de inspirarse en él. El caso del veneno del monstruo de Gila es espectacular. En concreto, de un ingrediente de su veneno. Conviene matizar que los medicamentos actuales no contienen la sustancia tóxica, sino moléculas sintéticas diseñadas en el laboratorio que imitan su estructura y función. Lo que se descubrió fue un péptido. Mientras que la mayoría de los fármacos convencionales se basa en moléculas simples, los péptidos son algo más complejos.
Estas cadenas cortas de aminoácidos (los bloques de construcción de las proteínas) tienen una historia notable en medicina que comenzó en 1921, cuando investigadores canadienses extrajeron la insulina del páncreas de un perro.
Los péptidos son demasiado grandes para tomarse en pastillas (el sistema digestivo los destruiría) y su vida útil en el organismo es corta, por lo que deben inyectarse. Sin embargo, tienen una ventaja crucial: a diferencia de los medicamentos tradicionales, que suelen atravesar indiscriminadamente las membranas celulares, los péptidos interactúan solo con receptores específicos en las células, como llaves maestras que encajan únicamente en su cerradura correspondiente. Esta precisión disminuye los efectos secundarios.
El péptido en cuestión detectado en el monstruo de Gila fue la exendina-4. A los investigadores les resultaba familiar… Pero tardaron en caer en la cuenta de que se parecía a una hormona humana que regula el azúcar en sangre, aunque con mucha más eficacia. Además, mientras que la hormona humana se degrada rápidamente en el organismo, la versión del lagarto permanece activa durante horas.
La historia de cómo aquel veneno se acabó convirtiendo en el elixir que promete curar no solo la obesidad, sino también las adicciones al alcohol y la nicotina, la depresión, el hígado graso o las enfermedades neurodegenerativas, es rocambolesca. Corría 1980 cuando un joven médico, Jean-Pierre Raufman, coincidió en los pasillos de Instituto Nacional de Salud estadounidense con un químico obsesionado por las toxinas. El químico, John Pisano, solía publicar anuncios en la prensa para buscar especímenes. A veces, cuenta Raufman a The New York Times, «llegaban personas al laboratorio con una bolsa de plástico que se agitaba con algún bicho prometedor». «En ciencia hay dos caminos hacia el descubrimiento –reflexiona–. Uno es identificar un problema y buscar su solución. El otro es más sinuoso: investigar en la oscuridad y esperar que la casualidad llame a tu puerta».
Fue la segunda vía la que llevó a Raufman a experimentar con el veneno del monstruo de Gila. Años después de sus estudios, el endocrinólogo John Eng vislumbró que aquella secreción podía funcionar como un imitador de la insulina. Pero no consiguió interesar a la industria, así que patentó la molécula con su propio dinero en 1995. Finalmente, una start-up adquirió la licencia por menos de un millón de dólares. Y en 2005 se aprobó un fármaco para el tratamiento de la diabetes. Lo que nadie anticipó fue que los pacientes que lo tomaban también iban a experimentar una sustancial pérdida de peso.
Este efecto inesperado acabaría siendo la base de una nueva generación de medicamentos, incluidos Ozempic y Wegovy. Su éxito comercial ha despertado un interés inusitado por explorar otros venenos naturales. Y solo estamos al principio: los científicos estiman que solo se ha estudiado menos del 1 por ciento de las moléculas presentes en los venenos de especies conocidas. Esta riqueza molecular representa una biblioteca química inexplorada. «Hace veinte años –reflexiona Glenn King, especialista de la Universidad de Queensland– no teníamos medios técnicos para investigar. En la próxima década veremos surgir medicamentos revolucionarios de criaturas que ni siquiera conocemos».
Hoy, los investigadores estudian péptidos de escorpión que hacen brillar tumores cerebrales para guiar a los cirujanos, moléculas de araña que podrían proteger el cerebro durante los ictus, toxinas de las anémonas de mar para tratar enfermedades autoinmunes…
Antes del monstruo de Gila ya existían antecedentes prometedores. Gracias a una víbora brasileña surgió el primer medicamento eficaz contra la hipertensión. En la década de 1970, los científicos descubrieron que el veneno de la Bothrops jararaca contenía un péptido capaz de dilatar los vasos sanguíneos y bajar la tensión de sus presas. Aquel hallazgo fortuito llevó al desarrollo del Captopril, aprobado en 1981. Y, en las aguas del Pacífico, los caracoles cono cazan peces paralizándolos con una potente sustancia neurotóxica. De este letal cóctel molecular, los científicos aislaron la ziconotida, un analgésico mil veces más potente que la morfina, pero que no produce dependencia. Desde 2004 ofrece esperanza a pacientes con dolor crónico severo.
Ahora, la espectrometría de masas y la cristalografía de rayos X permiten identificar la estructura atómica de cantidades minúsculas de veneno, y la combinación de genómica y la IA ayuda a predecir qué componentes podrían tener potencial curativo. Sin embargo, estas expectativas se enfrentan a una carrera contrarreloj: el cambio climático y la destrucción de hábitats amenazan con extinguir especies antes de que podamos descubrir sus secretos medicinales.
A los investigadores les guía una intuición formulada por el médico y alquimista Paracelso hace cinco siglos: «Todas las sustancias son veneno, no existe ninguna que no lo sea. Solo la dosis hace el veneno». La ciencia moderna le ha dado la vuelta a aquella frase lapidaria: ¿y si todo veneno escondiera una cura? Ahora, por fin, dispone de las herramientas para comprobarlo.