Psicoanalizando al genio
Psicoanalizando al genio
La madre idealizada, la 'relación íntima' con su cuñada... la transgresora vida sexual de Freud
Psicoanalizando al genio
La madre idealizada, la 'relación íntima' con su cuñada... la transgresora vida sexual de Freud
Miércoles, 22 de Septiembre 2021
Tiempo de lectura: 8 min
Despreció a los que lo tildaban de ‘sucio judío’ y a quienes esperaban que reconociera su ‘inferioridad racial’. En varias ocasiones ahuyentó, blandiendo su bastón, a los gamberros que lo insultaban. La exclusión social no le acobardaba; es más, consideraba que le vendría bien para conservar su independencia de criterio. Sigismund Schlomo Freud había nacido en Freiberg, Moravia (hoy Príbor, en la República Checa), en 1856. Cuando tenía tres años, su familia se mudó a Viena, la ciudad que se había convertido en el refugio de los judíos de Europa Oriental.
Durante sus años universitarios, Freud tuvo que hacer frente al creciente antisemitismo. Lo insultaron e intentaron humillarlo, pero el sentirse fuera de la masa no lo traumatizó; al contrario, consideraba que el hecho de ser excluido, por ser judío, de la ‘mayoría compacta’ le brindaba la oportunidad de conservar su independencia de criterio, lo que le permitiría en el futuro blindarse contra los prejuicios. A Freud no le gustaban nada las liturgias de la sociedad, los coros de protesta, los eslóganes anónimos gritados de forma ciega.
Soñaba con convertirse en el Sócrates de los tiempos modernos. Y para realizar su proyecto no le bastaba la enseñanza universitaria. Necesitaba fundar un movimiento político. Con 44 años había adquirido una gran notoriedad en el seno de un vasto movimiento de renovación de la psicología y de la psiquiatría dinámica que recorría Europa desde finales del siglo XIX. En esa época empezó a reunir a su alrededor, de manera informal, a un círculo de discípulos que, en su mayoría, no pertenecían al establishment académico. Empapados del espíritu vienés, y casi todos judíos, estos hombres, alrededor de los treinta años, tomaron la costumbre de reunirse los miércoles por la noche, tras la cena, en casa de Freud.
En cada sesión, sentados alrededor de una mesa ovalada, realizaban el mismo ritual: colocaban en una urna el nombre de los siguientes oradores y escuchaban en silencio la conferencia del que había sido escogido al azar entre los nombres de la urna. Durante una corta pausa bebían café solo y pastelillos. Se sumían en interminables debates mientras fumaban puros y cigarrillos: estaba prohibido leer ningún texto previamente redactado, y ninguna mujer interrumpía este banquete del que Freud, a su pesar, era el profeta laico. En esta época, y durante un corto espacio de tiempo, siempre tuvo la última palabra y todos parecían venerarlo.
Sin aquel diálogo que mantuvo entonces con esta primera generación de discípulos, Freud no habría podido alimentar su obra, como hizo retocándola sin cesar a la luz de lo que los contertulios le aportaban. Estos hombres, intelectuales y militantes, representaban esa cultura de la Mitteleuropa. Intentaban calmar sus angustias y dar cuerpo a sus sueños de un mundo mejor. Cuando hablaban de sus casos clínicos, en realidad se referían a menudo a sí mismos, a sus vidas privadas con frecuencia atormentadas.
Formaban de alguna manera una especie de gran familia y se parecían a sus propios pacientes, que procedían de su misma clase social. Muchos de ellos fueron pacientes de Freud, y varios tomaron la costumbre de tratar a sus allegados o de dirigirlos hacia la consulta del maestro. Sus esposas, amantes o hermanas se convirtieron en sus pacientes e incluso más tarde en terapeutas. Los hijos de los hombres de este cenáculo fueron los primeros en experimentar el método freudiano, que solo se materializó como tal a partir de 1904.
Sigmund fue el mayor de los ocho hijos de Jacob (comerciante de lana) y Amalia. Fue el claro favorito de su madre, a la que adoraba. «Si un hombre ha recibido de niño el cariño indiscutible de su madre, mantendrá el resto de su vida un sentimiento de triunfo, la confianza en el éxito», dijo Freud. A él le sucedió. Su madre estaba convencida de que su niño era extraordinario y se lo hizo saber. Sus hermanos sintieron celos. Y aquella idealización de su madre marcaría su vida.
Martha Bernays se convirtió en su esposa en 1886. Pasó de ser la prometida deseada febrilmente por Freud a convertirse en esposa y madre colmada, respetada y desprovista de erotismo. Entre enero de 1887 y diciembre de 1895, dio a luz seis hijos. Mathilde, Martin, Oliver, Ernst, Sophie y Anna. La familia se mudó a un piso más grande y se unió a ellos Minna (la hermana de Martha); era la segunda madre de los niños, se convirtió en la acompañante indispensable. También para Freud.
En 1893, al ver que Martha estaba agotada por sus sucesivos embarazos, Freud decidió recurrir a la abstinencia. Tras un primer fracaso, que se tradujo en el nacimiento de Anna, su último hijo, se negó a utilizar los métodos anticonceptivos de la época: coitus interruptus, condón, diafragma o esponja. Con apenas 40 años, y con problemas de impotencia, liberó a Martha del temor a una nueva maternidad renunciando a toda relación carnal. Ella se sintió menos angustiada y él, lleno de curiosidad por semejante experiencia, que excitaba su imaginación.
La vida carnal del más grande teórico moderno de la sexualidad duró pues solo nueve años. Sin embargo, hasta los 60 años, y aunque no disfrutaba de la libertad sexual que preconizaba en su doctrina, Freud tuvo numerosos sueños eróticos: le producía un placer especial el analizarlos y no dejaba de buscar causas ‘sexuales’ a todos los comportamientos humanos. De ahí el que hayan proliferado decenas de libros, novelas y ensayos que ‘demuestran’ que Freud ocultó su sexualidad salvaje y transgresora. Intentó retomar las relaciones carnales con Martha. Pero se sentía viejo y torpe y acabó renunciando a ello: «El erotismo que nos ha ocupado durante el viaje se ha fundido lamentablemente a causa de las penas del trabajo. Me acomodo al hecho de que soy viejo y no pienso ni siquiera de forma constante en la vejez».
Los rumores sobre la vida sexual de Freud se asientan sobre una realidad que se ha reinterpretado una y mil veces: por una parte, la endogamia y, por otra, la teoría de la sustitución. Fascinado desde su infancia por el deseo del incesto, los matrimonios consanguíneos, las relaciones intrafamiliares y las genealogías bastardas, Freud veía en cada hija la imagen negativa o positiva de la madre o el reflejo invertido de la hermana; y en cada tía o hermana una sustituta de la madre. Al mismo tiempo, consideraba a cada hijo o yerno como el heredero del padre o del abuelo, o como el cómplice del hermano. Esta es la razón por la cual convirtió a su cuñada Minna en su ‘segunda esposa’, su hermana y su confidente más íntima.
En marzo de 1933, al igual que tantos austriacos, Freud no percibía el peligro que el nazismo representaba. Se creía protegido por las leyes y, a pesar de los consejos de sus amigos extranjeros, se negaba a abandonar Viena. «No es seguro que el régimen de Hitler se adueñe de Austria. […] No existe con seguridad ningún riesgo personal para mí, y si usted cree que la vida bajo la opresión será lo suficientemente incómoda para nosotros, los judíos, no olvide, en este sentido, lo poco agradable que se presenta para los refugiados la vida en el extranjero, ya sea en Suiza o en Inglaterra», respondió a un amigo.
Pensaba que el canciller Engelbert Dollfuss, conservador y nacionalista, aliado de Benito Mussolini, era el mejor situado para enfrentarse al partido nazi austriaco, que buscaba anexionarse a Alemania lo más rápido posible. No sentía ninguna simpatía por el dictador fascista y católico austriaco, pero pensaba que la instauración de un régimen autoritario era un mal menor para los judíos. Aceptó pues la suspensión de las libertades fundamentales puesta en marcha por Dollfuss: supresión del derecho de huelga, censura de la prensa y persecución de socialistas y marxistas.
Y cuando el 12 de febrero de 1934 el canciller ahogó en sangre la huelga general promovida por los militantes socialistas, Freud permaneció neutro. “Los rebeldes pertenecían a la mejor parte de la población, pero su éxito habría sido de corto alcance y habría causado la invasión militar del país. Además, eran bolcheviques y no espero nada bueno del comunismo”, escribió.
Edoardo Weiss, psicoanalista instalado en Roma, lo visita en abril de 1933. Había pensado varias veces en huir del fascismo, pero el maestro le había aconsejado que permaneciera en Italia. Weiss llegó a Viena en compañía de Giovacchino Forzano, un amigo muy cercano de Mussolini. Fue Forzano quien pidió a Herr Professor que le diera una foto y un libro suyo acompañado con una mención autógrafa para el líder de los fascistas italianos. Preocupado por proteger a Weiss, que organizaba el movimiento psicoanalítico en Italia, Freud accedió a hacer aquella dedicatoria.
Tomó de su biblioteca un ejemplar del libro ¿Por qué la guerra? y redactó un texto que suscitaría violentas polémicas: “Para Benito Mussolini con los saludos humildes de un hombre viejo que reconoce en el hombre poderoso a un campeón de la cultura”. Admiraba a los conquistadores, pero le horrorizaban los dictadores. lo prueban sus escritos y sobre todo la elección del libro. Hay que desconocer la historia para pensar que Freud haya sido fascista. El 11 de mayo de 1933, Goebbels ordenó la quema de veinte mil libros ‘judíos’ en la Opernplatz de Berlín, entre ellos los de Freud. Desde Viena, el padre del psicoanálisis repuso. “Qué de progresos hemos hecho. En la Edad Media, me hubieran quemado. Hoy se contentan con quemar mis libros”. Pensaba que el nazismo era solo la expresión de un antisemitismo recurrente.
En 1938 se percató del peligro y se exilió a Londres con parte de su familia. No se salvaron todos: cuatro de sus hermanas murieron en campos de exterminio nazis.