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El libro que desnuda al modista Wladzio, el gran amor de Balenciaga

Un nuevo libro aborda la compleja trayectoria de Cristóbal Balenciaga, el enigmático creador guipuzcoano, que fascinó a Dior y Chanel y transformó la alta costura. Su relación con Wladzio Jaworowski D’Attainville marcó tanto su vida como su obra.

Por Fátima Uribarri

Martes, 31 de Octubre 2023

Tiempo de lectura: 7 min

Cristóbal Balenciaga era el mejor modista del mundo en opinión de Christian Dior y de Coco Chanel, su competencia en vida. Dior explicó la superioridad de Balenciaga con una declaración rotunda y precisa: «Nosotros hacemos lo que podemos con los tejidos, Balenciaga hace lo que quiere». Y la muy vanidosa mademoseille Chanel también reconoció que Balenciaga «es el único de nosotros que es un verdadero couturier». Lo era. Dominaba el diseño, el patronaje, el corte, la costura, la arquitectura de principio a fin de piezas de una perfección tan absoluta como discreta, porque sus prendas ocultan las costuras. Balenciaga deslumbra. Por eso choca que «no lo hayamos reivindicado como merece», dice María Fernández-Miranda, autora de El enigma Balenciaga (Plaza y Janés).

El libro, que se publica el 2 de noviembre, se adentra no solo en la maestría de Balenciaga sino también en su vida privada y en las relaciones que más le marcaron, entre ellas, la que mantuvo con Wladzio Jaworowski D’Attainville. Pareja, confidente y gran impulsor de su carrera en París, Fernández-Miranda (que se adelanta a la serie sobre Balenciaga que estrenará Disney+ en enero) indaga en la historia de amor del creador vasco. Reproducimos aquí dos de las escenas más reveladoras del libro.

Wladzio, un encantador compañero de viaje

Balenciaga llega a París en 1937 huyendo de la guerra civil. Por suerte, Balenciaga no está solo en su huida. Con él ha venido Wladzio. Viven juntos en un precioso piso alquilado de la avenue Marceau. Su nombre completo es Wladzio Jaworowski D’Attainville, es hijo de un emigrante polaco y una distinguida parisina. Fue ella, Marie Hélène, la extremadamente bien relacionada madre de Wladzio, quien al percibir las dotes creativas de su hijo le envió a trabajar al taller donostiarra de Balenciaga. Este último aún recuerda el día que D’Attainville llegó a San Sebastián, alegre y hablador, guapo y seguro de sí mismo, expansivo y cultivado, haciendo gala de esa sensibilidad hacia la belleza que se perfila como uno de los rasgos más distintivos de su carácter.

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Perfección. Los acabados de las prendas de Balenciaga eran escultóricos. Y, si algo no le convencía, deshacía la pieza entera.| Getty Images.

Ahora Cristóbal ya no entiende la vida sin él, pues se ha convertido en su fiel colaborador, en el artífice de los sombreros que coronan sus creaciones para restarles seriedad y en el ideólogo de la decoración de sus casas de costura; Wladzio es, en fin, su principal empuje profesional y también su mayor apoyo personal. Le ha transmitido sus modales exquisitos y hasta le ha convencido —¡a él, que es tan reservado!— para dejarse fotografiar por Boris Lipnitzki, el retratista oficial de Chanel, Poiret o Schiaparelli, de todos los nombres prestigiosos de la haute couture.

Fue Marie Hélène, la extremadamente bien relacionada madre de Wladzio, quien al percibir las dotes creativas de su hijo le envió a trabajar al taller de Balenciaga

Al fin y al cabo, ¿no es esa su aspiración? Sí, ha venido a París para ser él también un grande, para afianzar su nombre en el escenario internacional de la moda. Ya lleva mucho camino recorrido, pues es hoy un hombre de cuarenta y dos años hecho a sí mismo, con una buena cliente la ganada a pulso en sus tiendas de San Sebastián, Madrid y Barcelona, y además armado con una idea nítida acerca de las cualidades que han de reunirse en su oficio.

«Un modisto debe ser arquitecto de la forma, pintor para el color, músico para la armonía y filósofo para la medida», le gusta defender.

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La fórmula ganadora. Los tres socios de la casa Balenciaga: el ingeniero Nicolás Bizcarrondo, Wladzio y Balenciaga. Uno puso el dinero, el segundo, los contactos, y el tercero, el talento.

Quién le iba a decir a él, al hijo del pescador y la costurera, que hoy se encontraría aquí, en el epicentro de todo. Mira, no sin cierto vértigo, el papel que tiene entre las manos. Es la nota registral de la casa Balenciaga de París, que se acaba de constituir con un capital de 100.000 francos. A Cristóbal solo le corresponde el 5% de las acciones; Wladzio tiene el 20%. El 75% restante está en poder del ingeniero Nicolás Bizcarrondo, su vecino de San Sebastián y actualmente exiliado en Francia igual que él, el hombre de convicciones republicanas con quien compartió refugio durante los bombardeos de la guerra civil y que ha sabido valorar las competencias del modista gracias al buen ojo de su mujer, Virgilia Mendizábal. No se puede negar que Nicolás, Wladzio y Cristóbal conforman un buen triángulo: el primero pone el dinero, el segundo los contactos y el tercero aporta el talento. Se trata, a todas luces, de una fórmula ganadora.

La muerte de Wladzio que lo asomó al abismo

Igueldo, 1948. Hace frío y faltan pocos días para Navidad. Cristóbal aparca su viejo Citroën sobre la gravilla, que cruje bajo las ruedas. El diseñador baja del coche, se sube las solapas del abrigo y rebusca en los bolsillos hasta que da con las llaves de la casa. El perro de su hermana Agustina acude a su encuentro y le recibe con ladridos de júbilo. Él le acaricia el hocico distraídamente y continúa su camino.

El cuerpo le pide dejarlo todo, tirar la toalla y alejarse de la alta costura. Quien más lo animará a seguir será su máximo competidor: Christian Dior

Gira la llave, entra, enciende las luces. Va al salón y se deja caer en el sofá. Delante de la chimenea reposa, como un fantasma, la antigua máquina de coser de Martina Eizaguirre, su madre. Aunque hoy, por una vez, no piensa en ella. Cristóbal echa la cabeza hacia atrás y la apoya sobre un cojín, con la mirada fija en el techo de vigas vistas. Pronuncia en voz alta una sola palabra, un solo nombre: «Wladzio».

Sus recuerdos de la última semana son algo confusos. La noticia de la muerte repentina acontecida en Madrid a causa de una peritonitis, la certeza injusta de que Wladzio ha dejado de existir con solo cuarenta y nueve años, cuatro menos de los que él tiene ahora mismo. Y después, la cascada de emociones: la punzada en el pecho, la cabeza que estalla, el enfado, la ira, la angustia, el pánico; la sensación de vacío, en fin. El cuerpo le pide dejarlo todo, salir corriendo, tirar la toalla de una vez por todas y alejarse de la alta costura que tanto le da pero al mismo tiempo tanto le quita.

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El centro de su universo. Balenciaga en su maison de París, donde vivió y trabajó hasta que se retiró de la costura en 1968. Terminó sus días en su casa de Jávea, donde falleció en 1972, a los 77 años, de un infarto.

«Nadie se imagina lo duro y agotador que es este oficio, a pesar de todo el lujo y el glamour. ¡Es una vida de perros!», piensa para sus adentros. ¿Qué sentido tiene todo esto ahora, sin Wladzio a su lado? Se encuentra cansado y se siente incapaz de seguir adelante sin él. ¿Quién se va a encargar ahora de encandilar a las clientas, de sacar brillo a la marca Balenciaga, de crear todo un mundo de ilusión en torno a sus creaciones. Sí, se está planteando seriamente dejarlo. ¿Y si ingresara en un monasterio? Quizá allí se encontraría mejor, aislado y en silencio. La religión siempre le ha proporcionado alivio y consuelo...

Pero hay voces que le piden que continúe, que no se rinda; quienes le alertan de que el negocio de la alta costura parisina se desmoronaría sin él, igual que los castillos de arena se deshacen en la orilla del mar cuando nadie se ocupa de protegerlos de las olas. Si eso ocurriera, el pujante mercado estadounidense tomaría ventaja sobre el francés. No deja de ser paradójico que la persona que más le ha insistido para que siga al pie del cañón sea precisamente quien hoy se perfila como su máximo competidor: Christian Dior.

El diseñador se pasea por el salón, con los puños apretados. Nota su respiración entrecortada. Al pasar por delante de la máquina de coser de Martina, se detiene. Relaja las manos y acerca, despacio, la palma derecha a la estructura de metal. Al sentir su tacto helado, recuerda la primera vez que utilizó ese artilugio, la emoción que le embargó al comprobar todo lo que era capaz de hacer con él. Entonces se dirige de nuevo a la salita. Se sienta ante la mesa y da unos cuantos bocados, casi rabiosos, a la comida que le ha dejado Agustina. Lleva el plato sucio a la cocina, lo aclara en la pila, se seca las manos con un trapo de tacto tosco y regresa al salón, donde busca sus utensilios de trabajo. Una vez los encuentra, se acomoda en una butaca y, tras dudar unos instantes, se pone a dibujar.

Lo que perfila es el boceto apresurado de un vestido. Coge un trozo de tela, lo recorta y lo pega junto al dibujo. Se trata de un tejido negro, de un negro profundo y pesado, un negro como el fondo de un pozo, un negro igual al que ha visto en las pinturas de El Greco. Balenciaga está de luto y así lo refleja sobre el papel, pero algo le dice que aún no ha llegado la hora de abandonar. Todavía no.

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