El albergue parece un complejo «fantasma», duerme poca gente y el bar está cerrado

E. V. Pita
Doctor en Comunicación Contemporánea, licenciado en Derecho, Sociología y Ciencias de la Información y escritor

Es medianoche. La argentina Valeria Giudice, de 27 años, ofrece las sobras de unos espaguetis con tomate que un amigo alemán cocinó en un albergue privado de Pedrouzo (O Pino). Hay tertulia, cena y buen humor. La joven bonaerense aprovechó una pasantía de psicopedagogía en Madrid para caminar desde Sarria. Trabó amistad con una española, pero esta tomó un taxi para llegar a tiempo a su vuelo en Santiago. Su nueva amiga es la brasileña Natalia Ponzi, de Recife, Pernambuco. Cursa un máster en Madrid y se animó a hacer el Camino cuando vio por Internet la «facilidad de hallar albergue». No leyó el libro de Paulo Coello, pero vio The Way. «El Camino engancha: vine sola para meditar, pero hice amigos», resalta.

Ya de madrugada, con ronquidos de fondo, dos mochileros abandonan de puntillas el dormitorio de seis literas. Al alba, a las 8.00 horas, sale el resto. La calle desierta de Pedrouzo se llena de caminantes cojos que arrastran los pies como zombis. La séptima etapa se adentra por una carballeira invadida por eucaliptos. La pista está cortada por un árbol caído. Los colegiales de Salamanca sacan fotos a las vacas y cantan alegres Alabaré, alabaré a mi Señor y Al partir, de Nino Bravo. El GPS de su profesora, Milagros Pierna, avisa de un giro hacia un prado. «El móvil me dice todo. En Portomarín perdí 2.500 kilocalorías», dice.

En un restaurante de la general, la camarera charla en alemán fluido con las alumnas de Lisa, que desayunan en la terraza con sus bandejas llenas. «En verano, a las seis de la mañana tenemos colas enormes de clientes con las frontales encendidas», cuenta. Madrugan para ir a la misa del peregrino de Santiago del mediodía y ver el botafumeiro. Mira su reloj: «Ya no llegáis».

A la salida del bar, pasa cojeando Irene Rincón, de Arganda del Rey. «Vine a rastras desde Arzúa, subía las cuestas marcha atrás, llegué tres horas tarde, pero una chica me hizo compañía», explica. Mira agradecida a la buena samaritana. Su gran aventura fue subir en un tractor. Pararon a un agricultor y las llevó de un marco a otro. «Era mi sueño», dice.

El camino alterna bosques y prados y bordea las pistas del aeropuerto de Lavacolla. Un avión despega mientras el joven portugués Joâo Gomes comenta divertido que esa noche se cayó de la litera. Cuando vuelva a Oporto cambiará «cosas». Le acompaña el médico Ian Matthias Ng, de Singapur. Salió de Roncesvalles sin ropa de nieve y, desde Burgos, viajó en tren a Sarria. «Estaba estresado por mi trabajo: con todo este verde, desconecté», dice.

La ruta sigue por un pequeño paraje cenagoso que recuerda a Jurassic Park y desemboca en un túnel de cemento donde un colombiano vende suvenires. Al poco, el sendero queda encajado entre la carretera y las obras de la autovía Santiago-Lugo. Una excavadora abre un nuevo trazado del Camino. Sigue el bosque, los regatos y la iglesia de Lavacolla. Hay señalización con postes.

Propiamente, el sendero milenario del bosque acaba en la subida a San Marcos. A partir de ahí empieza el cemento y el asfalto. Se ven chalés y los obreros reforman casas en ruinas. Por allí aparece el guía Álex Porras, atareado en montar un pícnic en el Monte do Gozo para sus peregrinos vip. Durmieron en un pazo de Arzúa. Asoma la cima del Pico Sacro y, en el vallado, hay colgados decenas de palitos en cruz. Ya ante el monumento del Monte do Gozo salta la decepción: se divisa la ciudad, pero no las tres torres de la catedral. Las tapa el eucaliptal de la ermita. Al alejarse al prado, se alzan en hilera.

Abajo, el albergue del Monte do Gozo tiene pinta de complejo fantasmal, casi abandonado. Fernando Márquez y Fernando Mambrona durmieron allí. Eligen literas de la Xunta porque van a la aventura sin reservar. En O Gozo, sobraban camas. «Éramos cuatro y sin restaurante, salimos de noche a por bocadillos», dice uno.

Tras el viaducto de la autopista AP-9, comienza un laberinto de cruces y una acera enlosada. Un cartel de Santiago da la bienvenida cubierto de pegatinas y frases de ánimo. ¿Deterioro del Camino? A decir verdad, los marcos de los kilómetros están pintarrajeados con deseos de paz.

La senda por San Lázaro transcurre por pavimento agrietado, con adoquines levantados o mobiliario roto, barullo de coches, y pizzerías y terrazas. Se apostó por meter cemento en vez de plantar un túnel vegetal que imitase al Camino. Pero aunque la última milla pasase junto a una chatarrería con neumáticos ardiendo, al peregrino le da igual. Solo piensa en llegar. Al cruzar Fontiñas da pena ver flacos arbolitos de jardín en vez del bosque de carballos y castaños típicos de la ruta. En la rotonda de Os Concheiros hay confusión con las flechas amarillas, pues los anuncios de albergues las imitan. La esquina crea un punto ciego y despista.

Lo peor 

ALBERTO LÓPEZ

1. Señales confusas. Proliferan señales amarillas, incluso de negocios privados. Hay puntos ciegos en la rotonda de Fontiñas.

2. Papeleras rebosantes. En el Monte do Gozo la basura desbordaba el contenedor. Dejadez.

3. Máquinas de «vending».

Las expendedoras de bebidas solo funcionan ante casas rurales.

Lo mejor 

ALBERTO LÓPEZ

1. El abrazo del Apóstol. Finaliza esta ruta de reflexión y búsqueda personal con un gesto simbólico. Electrizante.

2. El último kilómetro. Bien cuidado por Bonaval. Los peregrinos apresuran el paso al asomar las torres en la calle.

3. Plaza del Obradoiro. Enclave singular donde los mochileros se tumban rendidos y felices.

compañeros de viaje

ALBERTO LÓPEZ

Paolo, de Milán (Italia), sufre el llamado mal del Camino.

Con casi 70 años, peregrinó desde Roncesvalles. El paso francés fue cortado por nieve. Es su tercer viaje. Se apoya en un palo y cojea. Va sin prisas: «Soporté nieve, ventisca y lluvia durante un mes. ¡Qué más me da llegar una hora tarde!». Una amiga le dijo: «Paolo, tú sufres el mal del Camino. Terminas y, años después, una voz te llama para que vuelvas».

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