El efecto de la alarma sanitaria en la fase final de la obra se suma a una larga sucesión de infortunios
27 mar 2020 . Actualizado a las 05:00 h.Puede ser desconfianza, cierto victimismo incubado durante muchos años de desaires. Aunque en realidad es más bien incredulidad. Una incredulidad parecida a la de cualquiera que mire hoy a su alrededor y sienta el desasosiego de esta crisis sanitaria, una situación límite que también está afectando al AVE gallego, frenando su avance en la recta final por la solicitud de suspensión de los trabajos en dos contratos clave. En cualquier caso, un mal menor en este escenario en el que están en juego tantas vidas. Y un eslabón más en la cadena de infortunios de este proyecto crucial para Galicia.
Pocos AVEs se anunciaron con tanto bombo y platillo como el gallego. Hasta hubo un presidente del Gobierno que vino al palacio de María Pita de A Coruña a celebrar un Consejo de Ministros en el 2003, cuando casi nunca salían de la Moncloa. Y vino porque le precedió un petrolero desatendido que se rompió frente a Galicia, a lo que hay que añadir una gestión del acontecimiento que también fue un naufragio. De aquel Consejo de Ministros aparentemente reparador, salió un AVE para el 2010.
Hace diez años ya del 2010. Afortunadamente, desde entonces no hubo más barcos tan desatendidos como aquel, sino sucesivos cambios de fecha para la gran conexión ferroviaria, nuevos plazos que vinieron forzados por la realidad. El 2010 era obviamente difícil, pero nada parecía imposible en la España manirrota de entonces. El caso es que en el 2004 Zapatero ganó sorpresivamente las elecciones y puso al frente de la obra a la andaluza Magdalena Álvarez, que peleó con empeño patriótico por su ciudad, Málaga y alrededores. Allí sí llegó la alta velocidad cuando estaba previsto. Mientras, el presidente Touriño descubría que su compañera de partido era una excepcional trilera que le había escondido los proyectos del AVE a Galicia en un cajón, como él lealmente confesó. El eco del bombo y del platillo se prolonga hasta hoy, de tal forma que nunca hubo más presidentes del Gobierno o aspirantes a serlo que prometieran tanto sobre algo tan concreto como un tren.
Tal vez haya que valorar sin remordimientos si Galicia está ante otro proyecto gafado más, como aquel tren que paralizó en plena Segunda República otro socialista, don Indalecio Prieto. Pero ahí están los túneles de Pajares y sus misterios para que los gallegos piensen que una obra siempre puede ir a peor.
Un gallego al mando
Pasó la edad de oro andaluza y José Blanco sustituyó a Magdalena Álvarez en Fomento. En Galicia se vio muy claro, aunque quede mal. Se pensó que un ministro gallego haría lo mismo que una ministra andaluza: barrer descaradamente para casa. La intención de Blanco, indisimulada, era esa. Pero llegó la crisis financiera y casi todo volvió al ralentí de siempre. Como mínimo, todo apunta a un mal de ojo.
El nuevo acceso ferroviario, en cuyas obras murieron 12 operarios, pasó de puntillas por la época de la abundancia, pues en muchos casos solo se podía gastar dinero en los proyectos. Y cuando llegó el momento de las obras más complejas, el país se recortó a sí mismo con una dieta implacable. José Blanco fue objetivo de las críticas de los protoindependentistas catalanes, que veían que ya no había tanto dinero para repartir y no querían que la escasa inversión posible se fuera por el desagüe del noroeste. No era rentable, decían. La campaña contra el AVE gallego se hizo viral entre los indepes de buena familia y más allá. Nacía la leyenda negra del derroche.
Luego llegó Rajoy. Un presidente gallego. Y Ana Pastor, su amiga íntima, gallega de adopción, que pasó a dirigir Fomento para en realidad gestionar una crisis de largo recorrido. Esa constelación de tres gallegos consecutivos con poder para beneficiar a Galicia era perfectamente perceptible sin telescopio. A pesar del duro recorte en la obra pública para no sacrificar servicios esenciales, se intentó avanzar más que en otros lugares, pero con la agenda semioculta de un AVE con muchos tramos en vía única, dejando para el futuro la equiparación con el resto de conexiones de alta velocidad, construyendo una línea de circunstancias. La misma línea que se estrelló contra su propia improvisación en el trágico accidente de Angrois. 80 muertos, 144 heridos y cientos de familiares destrozados. Una tragedia que destapó las enormes carencias de seguridad y de coordinación en la en apariencia impoluta alta velocidad española. La paradoja es que el nuevo ferrocarril gallego se convirtió en el desgraciado catalizador de una nueva cultura de la seguridad sin ni siquiera estar terminado.
La crisis económica trajo la inestabilidad política, y también una evidente desidia administrativa. Durante el largo período de gobierno en funciones hasta 17 contratos estuvieron paralizados, con retrasos que en muchos casos superaban los dos años, como denunció el Tribunal de Cuentas. De nuevo hubo que despertar al tren de los gallegos de su largo viaje hibernado. Y el último ministro del PP, Íñigo de la Serna, solo se atrevió a dar el penúltimo plazo (diciembre del 2020) cuando vio que la actual presidenta del ADIF, Isabel Pardo de Vera, estaba en vías de desbloquear media línea.
Ya en el último esprint de las obras, el debate sobre los nuevos retrasos volvió intermitentemente a la política, a rebufo del clima preelectoral. En esa situación de presión el ADIF fijó el nuevo plazo (junio del 2021) para poner al fin en servicio el AVE gallego. No pasó ni un mes del anuncio y la crisis del COVID-19 devuelve todo a una incertidumbre reincidente. La lista de infortunios es larga y va en aumento. Casi veinte años dan para mucho.