Este sistema de alerta del cuerpo es una experiencia subjetiva en la que no solo importa la lesión, sino también las vivencias previas y emociones del paciente
21 oct 2024 . Actualizado a las 15:41 h.Inmaculada Martín es paciente de migraña, dice que su vida fue interrumpida por esta enfermedad: «La gente me preguntaba qué me pasaba, pero no podía escucharles de lo que me dolía». Miguel Ángel de Pascual lleva 36 años conviviendo con una cefalea en racimos que —popularmente— se ha llegado a etiquetar como cefalea del suicidio, por el dolor que produce: «El día a día de un paciente como yo es de pánico», apuntaba en este reportaje. Ángela, la hija adolescente de Concha García, padece artritis idiopática juvenil y está acostumbrada a vivir con dolor: «Es algo normal para ella, creció con esto y conoce, de sobra, sus limitaciones», comentaba su madre. Y Alba Requena, cuyo dolor crónico comenzó cuando tenía 21 años debido a una vulvodinia (dolor en la vulva), no hizo vida normal durante tres años. No podía ni sentarse en una silla: «El dolor era, literal, como para tirarme de los pelos». En todos estos testimonios, lo que funciona como un sistema de protección del organismo ante una agresión real o potencial se convierte en todo lo contrario. Una pesadilla. Se calcula que un 18 % de la población en España sufre dolor crónico. Las mujeres presentan una mayor prevalencia que los hombres.
Al contrario de lo que se podría pensar, el dolor no es algo objetivable. Después de varias modificaciones, la Asociación Internacional para el Estudio del Dolor (IASP, por sus siglas en inglés) acordó definirlo, en el 2020, como «una experiencia sensorial y emocional desagradable asociada con, o similar a la asociada con, daño tisular real o potencial». En otras palabras, que es una percepción que se deriva de los sentidos y que se ve influida por las emociones. Esto hace que la intensidad del dolor ocasionado por, por ejemplo, una lesión, sea peor en una persona con osteoporosis que en un atleta que acaba de ganar una medalla. Este último podrá percibir mucho menos dolor.
Consulta más frecuente
En las consultas médicas, es un viejo conocido. Es el motivo de visita más frecuente, un claro indicativo de que cumple con su función biológica. Eso sí, cuando es crónico, se considera un fenómeno más complejo. «Es ilimitado en la duración, y se puede acompañar de un componente psicológico», explica la doctora Marina Varela, jefa del servicio de Anestesia, Reanimación y Terapéutica del Dolor del Complexo Hospitalario Universitario de Pontevedra (CHUP).
Los manuales establecen que, como mínimo, debe haber permanecido tres meses. Su origen puede, o bien residir en una enfermedad o un trastorno del sistema nervioso, o bien estar provocado por cambios en la forma en la que el sistema nervioso interpreta la señal de dolor. Precisamente, del 80 % de las consultas que supone el dolor, el 30 % se refieren al crónico.
Las implicaciones de este tipo de problema afectan en diferentes niveles: «Interfiere mucho en la vida diaria de la persona, en las actividades laborales o sociales que puede hacer», precisa Rubén Nieto, psicólogo especialista en dolor persistente, quien destaca que, como consecuencia, estos pacientes tienen un mayor riesgo de padecer ansiedad o depresión.
Enfermedades
Según el Ministerio de Sanidad, las patologías más prevalentes que cursan con dolor son la artrosis, el dolor lumbar, cervical y la migraña o dolor de cabeza. La institución elaboró un plan para optimizar el uso de analgésicos opioides, cuya prescripción no ha parado de crecer en los últimos años, sobre todo, en el contexto del tratamiento del dolor crónico no oncológico. La doctora Varela reconoce que el reto, en la actualidad, no reside en la medición del dolor —«existen escalas que permiten medirlo al paciente»—, sino en encontrar la causa exacta y llegar al abordaje adecuado.
Precisamente, muchos médicos se rigen por la escala de la Organización Mundial de la Salud para instaurar tratamientos farmacológicos. En un primer escalón se sitúan los analgésicos no opioides, como el paracetamol, el metamizol o el ibuprofeno; en el segundo, se suman a los anteriores los opioides débiles, como el tramadol o la pentazocina. Y, finalmente, en el tercero, se pueden encontrar los opioides clásicos, como la morfina o el fentanilo, entre otros.
Este escalafón ha generado controversia pues, según recoge Sanidad en su plan, solo se enfoca en escalas numéricas o visuales de la intensidad del dolor, pero no cuantifica otros factores como la calidad de vida del paciente, la adaptabilidad o mejora en la capacidad funcional. Por ello, a esta escalera, se ha incorporado una «barandilla» que aglutina recursos no farmacológicos como el soporte emocional, el tratamiento psicosocial o fisioterapéutico. Esto va en la línea de que el dolor se entienda, cada vez más, como una percepción biopsicosocial.
Más allá de la duración, el dolor también se puede clasificar según su patogenia: neuropático, nociceptivo o psicógeno. «El primero está producido por un estímulo directo del sistema nervioso central o por una lesión de las vías nerviosas periféricas. Es un dolor punzante y quemante», señala la doctora Varela. El nociceptivo es el más frecuente, y se divide en somático —se origina, por ejemplo, en tejidos corporales como la piel, músculos y huesos— y visceral, el cual se produce en los vasos sanguíneos y órganos internos. Este es más difuso.
Otra clasificación, según la experta del Chup, se debe al propio curso, «ya que puede ser continuo o irruptivo»; y según la intensidad: «Leve, si el paciente puede realizar actividades habituales; moderado, si interfiere en ellas y precisa tratamientos en algunos casos con opioides menores, y severo, si interrumpe su descanso y requiere opioides mayores», resume la experta.
En la evaluación del tipo del dolor, el profesional también atenderá a los factores pronósticos del problema, pues algunos son muy difíciles de controlar, o a los fármacos que se empleen, «ya que hay dolores que responden bien a opiáceos, como los dolores viscerales y somáticos; dolores que son parcialmente sensibles a opiáceos, y dolores que son escasamente sensibles a opiáceos», ataja Varela.
Estar triste o alegre
Todo el mundo percibe el dolor, pero no todos lo sienten igual. Influye la edad, el sexo, la genética y la salud en general de cada uno. Además, se suman las experiencias pasadas, los traumas o el estado de ánimo de ese paciente en un determinado momento vital.
En este sentido, se ha visto que el estrés, la ansiedad o la depresión pueden hacer que el dolor se sienta de forma más negativa, en mayor medida y que sea más difícil manejarlo. Por el contrario, «los factores protectores, como ser optimistas o intentar estar contento, pueden ayudar, no solo a mejorar el dolor, sino también en la adaptación al problema en sí», precisa Nieto. También importan las expectativas que cada uno maneje. Si la recuperación se afronta de manera pesimista —una persona que cree que su dolor nunca desaparecerá— podrá tender a limitarse más en su vida diaria, lo que puede perpetuar el dolor. Nieto habla, a su vez, del catastrofismo del dolor. Magnificar la experiencia y ponerse en lo peor puede aumentar la sensación en sí. «Son un conjunto de pensamientos muy frecuentes», comenta el experto. Por ello, es necesario trabajarlo en terapia y poder mejorar su calidad de vida.