Santiago Ramón y Cajal, el Premio Nobel de Medicina que llegó a suspender

Lucía Cancela
Lucía Cancela LA VOZ DE LA SALUD

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Santiago Ramón y Cajal en un autorretrato.
Instituto Ramón y Cajal. CSIC

Belén Yuste, médica, divulgadora y una de las autoras de su biografía, cuenta los detalles desconocidos del padre español de la neurociencia moderna

21 nov 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

El poeta Juan Ramón Jiménez, Premio Nobel de la Literatura en 1959, describía así a Ramón y Cajal: «Ausente, fino y realista (...). No conozco cabeza tan nuestra como la suya, fuerte, delicada, sensitiva, brusca, pensativa». El ilustre científico español, a la altura de otros como Marie Curie o Albert Einstein, tiene una y mil facetas desconocidas entre la población del país que lo vio nacer. «Además de eminente científico, fue un gran artista que, como Leonardo da Vinci, supo unir ciencia y arte», cuentan Belén Yuste y Sonnia L. Rivas-Caballero en su obra Descubriendo a Cajal

Un joven travieso, intrépido, al que le interesaba más lo que ocurría fuera que dentro la escuela. El que fue nobel de medicina estuvo al borde del suspenso en más de una ocasión. Dos ideas que parecen no casar en la misma frase, aunque sí en la vida de Santiago Ramón y Cajal. Sus dibujos y preparaciones histológicas viajaron, años después de su muerte, al espacio, cuando la NASA le dedicó la misión Neurolab, que pretendía estudiar el cerebro en ingravidez. 

Santiago Ramón y Cajal nació el 1 de mayo de 1852, en la localidad de Petilla de Aragón, perteneciente a Navarra, aunque buena parte de su infancia la pasó en Valpalmas. Santiagué —que así le conocía su familia— era el mayor de cuatro hermanos. Si bien pudo ir a la escuela desde los cuatro años, describía a su padre, médico, como el más exigente de sus profesores. Para él —decía el científico— «la ignorancia era la mayor de las desgracias». 

Justo Ramón quería que su hijo siguiera sus pasos, pero el pequeño prefería trepar árboles, subir colinas, meterse en fuentes o explorar barrancos observando la naturaleza. «Era un niño muy inquieto, muy travieso. Todo le interesaba, todo lo quería saber y a él le parecía que estar en el colegio era perder el tiempo, cuando podía estar investigando por el campo y por las zonas aledañas a su casa», dice Belén Yuste, responsable del Área de Cultura y Ciencia del Hospital Universitario 12 de Octubre de Madrid y una de las autoras de la biografía del científico, en conversación con La Voz de la Salud. 

A sus 8, la familia se trasladó a Ayerbe, una villa cercana a Jaca. Por su forma de vestir y su acento, los niños le consideraron un señorito y fue objeto de muchas críticas y burlas. Poco le importó. Solo necesitó tiempo para convertirse en un líder del grupo y ser temido por las travesuras que tenía en mente. «Tuve la honra de figurar rápidamente en el “índice de malas compañías” formado por los timoratos padres de familia», reconocía en sus memorias. 

La mente de Ramón y Cajal era, en su infancia, tan capaz de pensar travesuras y crear manualidades, como lo era de adulto aplicado a la neurociencia. Fabricaba arcos, flechas y hasta instrumentos musicales con ocho y nueve años. A la par que crecía la desesperación de sus padres por estas actitudes, lo hacía también la pasión de Santiago por el dibujo y la pintura. Pero su progenitor no estaba de acuerdo, así que comenzó una guerra entre el joven y su padre, entre el querer ser artista y el deber de ser un médico. 

Yuste explica que el gran científico quería ser, en realidad, pintor. «Desde pequeño raspaba las paredes de su casa para hacer colores con agua, utilizaba el papel para hacer difuminados. Era un niño muy despierto con una afición pictórica importante, pero su padre se empeñó en que fuese médico, como él, aunque no tuviera vocación». 

Santiago Ramón y Cajal, en Zaragoza, en 1880.
Santiago Ramón y Cajal, en Zaragoza, en 1880.

Infancia llena de travesuras

«Su padre se ausentaba con frecuencia para atender a sus pacientes y su madre solía estar atareada con las labores del hogar, lo que Santiago aprovechaba para campar a sus anchas, a menudo con su hermano Pedro. Cuando don Justo regresaba y se enteraba de las fechorías de sus hijos, entraba en cólera», recogen las autoras. El escarmiento les duraba lo mismo que los cardenales en la piel.

Así que a los 10 años, y con el fin de enderezarlo, don Justo lo llevó a estudiar bachillerato a un colegio de Jaca regentado por padres escolapios. Pese a la insistencia de que no admitiesen una sola falta de conducta en el niño, sus tradiciones no hicieron mella en la actitud de Ramón y Cajal. «Mi cuerpo ocupaba un lugar en las aulas, pero mi alma vagaba continuamente por los espacios imaginarios», recordaba en sus escritos.

Ni los golpes ni el ayuno impuesto por los religiosos hicieron mella en su forma de entender la vida y el estudio, que distaba de la memorización. En verano, al volver a su casa, recuperó el ánimo y todo el peso perdido, retomando sus hazañas hasta el punto de construir un cañón, fabricar pólvora y hacer estallar la huerta del vecino. Pasó tres días en la cárcel: «Fue encarcelado con la anuencia de su padre porque ya no sabía que hacer para encarrilar a aquel niño», resume la divulgadora. El tiempo en el calabozo fue fructífero —recuerda el investigador en sus memorias— para pensar nuevas fechorías.

A curiosidad nadie le ganaba. Una cualidad que hoy Yuste entiende como el germen de un gran científico: «Para ser investigador hay que tener una curiosidad insaciable y él la tenía. Era un niño que estaba perplejo ante los fenómenos de la naturaleza y el misterio propio de la vida. Desde muy pequeño todo le conmocionaba. Se subía a los árboles para ver cómo eran los nidos de las águilas, corriendo realmente peligro de que llegara el águila y le diera un picotazo», ejemplifica la experta del Hospital 12 de Octubre. 

El método escolapio no funcionó y Ramón y Cajal terminó sus estudios en un instituto de la ciudad de Huesca. De nuevo, desquiciando la paciencia de su familia. A punto de suspender, su padre lo castigó todo un verano trabajando como ayudante de zapatero. Poco le importó, rápidamente destacó en el oficio. 

«Se distraía con cualquier cosa, con cualquier mosca que pasaba o pájaro que se posaba en la ventana», precisa Yuste, quien cuenta que Cajal aprobaba «por los pelos». «Era una persona muy inteligente pero muy poco constante en las cosas que no le generaban interés», explica. Además, a menudo consideraba que sus profesores eran demasiado retóricos o que incluían, en la docencia, muchas opiniones personales.

El trato definitivo

Solo un trato pudo hacerle entrar en razón. Prometía aplicarse en los estudios si podía recibir, a cambio, clases de pintura. Consiguió aprobar y destacar en el arte. «Era tan bueno que el profesor, alumno de Federico de Madrazo, quiso hablar con su padre para que se dedicara a las Bellas Artes, pero don Justo estaba empeñado en que fuera médico», cuenta Yuste. 

La relación con su padre mejoró cuando, antes de marcharse a Zaragoza para estudiar la carrera, dedicó tiempo a aprender Osteología con su progenitor. Durante muchos días, montaron y desmontaron huesos humanos que habían recogido de los restos de exhumaciones de un cementerio. 

Combinó los primeros años de carrera, dedicando tiempo a la disección de cuerpos con su padre, desarrollando su afición literaria, y estudiando «con esmero» Anatomía y Fisiología. «A las demás asignaturas consagré la atención estrictamente precisa para obtener el aprobado», apuntaba. 

Cuando ya estaba graduado, aprobó la oposición para el Cuerpo de Sanidad Militar, y fue destinado a Cuba. Lejos de recibir la noticia con tristeza, se alegró. Iba a poder servir a su patria a la vez que conocer paisajes exóticos. «Él era un gran soñador. De pequeño, le robaba los libros a un vecino por la guardilla de los tejados, que eran contiguos, y leía novelas mientras los padres pensaban que estaba estudiando». Así, conoció las aventuras de los Tres Mosqueteros, de Robinson Crusoe o de la Conquista, y pensó que Cuba sería similar. 

Un patriotismo honrado

El destino que le tocó —no utilizó las recomendaciones de su padre para evitar los peores porque no quería jugar con ventaja— fue Vista Hermosa, un lugar peligroso, aislado y donde la malaria hacía estragos. «Allí se encontró con que tenía 300 pacientes en mitad de la manigua cubana, donde el paludismo campaba a sus anchas y, aún por encima, se encaró con sus superiores por la tremenda corrupción que había», cuenta Belén Yuste, que añade: «Lo que luego él consideraba una costumbre española de saquear al gobierno, creyendo que haciéndolo no robas a nadie, cuando en el fondo, saqueas a todos». 

Estas conclusiones son, para la biógrafa, muestra del tipo de patriotismo que defendía el científico: «Para él, ser patriota era luchar por el bien común, por lo que cada ciudadano podía aportar. Nada de lucha de partidos». 

Una honradez que se manifestó, otra vez, años más tarde, cuando en 1901, el gobierno le concedió un crédito de 80.000 pesetas para poner en marcha el Laboratorio de Investigaciones Biológicas. Fue nombrado director con una retribución anual de 10.000 pesetas, que él pidió reducir a 6.000. «La gente no se cree lo que contamos, porque tenía siete hijos, siempre se había pagado todo de su bolsillo, desde los libros a los viajes a congresos, y cuando por fin le dan 10.000 pesetas, él dice que con 6.000 tiene suficiente. De hecho, se jubiló con la misma cantidad con la que comenzó», explica Yuste. 

Su pasión por el cerebro

La familia de Santiago Ramón y Cajal. En el centro, Silveria Fañanás, que fue el amor de su vida.
La familia de Santiago Ramón y Cajal. En el centro, Silveria Fañanás, que fue el amor de su vida. Legado de Ramón y Cajal. Ministerio de Cultura.

Cuando empieza a ser catedrático en Valencia y tiene que impartir clases de histología de todo el cuerpo humano, analiza órgano a órgano para el contenido de su materia. En ese momento, el cerebro era un gran desconocido y se percata de que son muchas las cosas que quedan por saber. En ese momento, el debate central era si las células cerebrales eran independientes o si, por el contrario, «eran una maraña de fibra y células, como una especie de retículo», cuenta Yuste.

Para aclararlo, se necesitaba un método que permitiese teñir el cerebro. «Cuando Cajal vio en el laboratorio del neuropsiquiatra madrileño Simarro la técnica de Golgi, se emocionó del potencial que tenía. Se empeñó en mejorarla hasta que consiguió ver que la célula nerviosa terminaba en sus ramificaciones, lo que significaba que era independiente». En otras palabras, que la célula nerviosa era independiente, de manera que conectaba con la siguiente, pero no continuaba.

La teoría de la contigüidad frente a la continuidad. «Esta es la gran aportación de Cajal, que curiosamente la hizo con la técnica de Camilo Golgi, el cual era un reticularista acérrimo. Le sentó fatal que con su propia técnica Cajal demostrase lo contrario de lo que creía», recuerda Yuste.

El Premio Moscú, el Nobel y la prensa

En 1900, recibió el importantísimo Premio Moscú y, rápidamente, la prensa nacional —aunque ya era reconocido a nivel mundial— se hizo eco de la noticia exaltando su figura. De hecho, el clamor de los medios, que sonrojaba al gobierno porque un gran científico como el español no tuviese apenas medios, fue el que hizo que toda una sociedad reclamase un laboratorio para Ramón y Cajal, que terminaría recibiendo en 1901. 

Después de unos años muy prolíficos a nivel laboral, el 25 de octubre de 1906, obtuvo un escueto telegrama de madrugada: el comunicado del Premio Nobel de Medicina. Alegría a la vez que nerviosismo. Deseoso de poder retomar su trabajo después de haber recibido otros reconocimientos, llegó a plantearse el rechazo. Intentó mantener la noticia en secreto, aunque la prensa se ocupó, de nuevo, de pregonar este gran mérito. 

«Para España era un shock enorme tener un Nobel de Medicina. El gobierno le condecora, y hasta le ofrece ser ministro, pero él dice que no está hecho para la política, aunque sí defiende una modernización del sistema educacional e investigador español», cuenta Yuste. Así, solicita que se cree la famosa Junta de Ampliación de Estudios —el actual Erasmus— de la que posteriormente fue presidente. «Él quería que los estudiantes pudiesen formarse en el extranjero, y que otros profesores también pudiesen venir a España a dar clases y formar a los españoles, en cualquier disciplina», explica. 

Pasión por el gimnasio

Una de las facetas más conocidas de Santiago Ramón y Cajal era su pasión por el entrenamiento de fuerza. Todo un visionario de la tendencia en el ejercicio actual. Pero su motivación primigenia no estaba relacionada con el físico, sino con la competitividad. 

Empezó a ir al gimnasio después de perder un pulso con un compañero de universidad unos años mayor que él. «Era muy competitivo y no soportaba a los gallitos de cursos superiores que les hacían novatadas o que se reían de los chicos que venían del pueblo», precisa la divulgadora del 12 de octubre. 

Para hacer frente a esta chulería, Ramón y Cajal contó que tenía varios caminos: primero contárselo a un superior y, segundo, el fortalecimiento sus músculos. Decidió que esta última manera era la indicada. Eso sí: «Lo hizo a escondidas de su familia, quien le costeaba los estudios en Zaragoza. Para que no se enteraran, hizo un trato con el regente del gimnasio: él podía entrenar gratis a cambio de clases de fisiología», dice Yuste.

Sin pensión

Tanto Yuste como Rivas-Caballero se muestran muy apenadas por uno de los episodios que marcaron su jubilación. Un diputado propuso en el Congreso que se le otorgase una pensión nacional de 25.000 pesetas; otro se opuso diciendo que podría sentar un precedente «funesto». La votación se saldó con 104 diputados en contra y 60 a favor. La polémica no tardó en llegar a la prensa, donde distintos científicos e intelectuales se manifestaban indignados con la decisión. «Finalmente, Ramón y Cajal escribió una carta al director de un periódico en la que decía que, en lugar de debatir sobre su pensión, aportasen dinero al Laboratorio de Investigaciones Científicas para que la gente pudiese seguir estudiando», resume Yuste. 

Tanto creyó en su proyecto que Santiago Ramón y Cajal fallece convencido de que su escuela iba a ser la continuadora de toda su obra, de que el nivel en el que había dejado la neurociencia solo aumentaría. Sus ilusiones puestas en el futuro se frustran con el estallido de la Guerra Civil, en 1936. «Habría varios investigadores que, de no ser por la guerra, seguramente habrían alcanzando el Nobel», finaliza la divulgadora. Una oportunidad perdida que, por aquel entonces, estaba naciendo. 

Lucía Cancela
Lucía Cancela
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Graduada en Periodismo y CAV. Me especialicé en nuevos formatos en el MPXA. Antes, pasé por Sociedad y después, por la delegación de A Coruña de La Voz de Galicia. Ahora, como redactora en La Voz de la Salud, es momento de contar y seguir aprendiendo sobre ciencia y salud.

Graduada en Periodismo y CAV. Me especialicé en nuevos formatos en el MPXA. Antes, pasé por Sociedad y después, por la delegación de A Coruña de La Voz de Galicia. Ahora, como redactora en La Voz de la Salud, es momento de contar y seguir aprendiendo sobre ciencia y salud.