Juan Casado, pediatra: «Los niños tienen que comer lo que ellos quieran porque son capaces de autorregularse»
LA TRIBU
El reconocido profesional reflexiona acerca de sus cincuenta años de carrera: «Cuando sabemos suficiente nos dicen: "Márchese porque usted ya no hace falta"»
24 ene 2023 . Actualizado a las 09:47 h.¿Cuánto se puede aprender en cinco décadas de carrera profesional? Lo suficiente para querer continuar. Juan Casado es un conocido pediatra en las urgencias madrileñas. Tiene una mochila con más de 30 años de experiencia, fue jefe del Servicio de Pediatría y del área de Cuidados Intensivos Pediátricos del Hospital Infantil Universitario Niño Jesús de Madrid, ahora ejerce como profesional emérito, y además ha publicado más de 20 libros hablando de las enfermedades en edad infantil. En su nuevo libro Recuerdos y confesiones de cincuenta años de pediatría (Kailas, 2022) recoge, a lo largo de 29 capítulos, las historias de muchos de los jóvenes y familias que han pasado por su consulta. Reflexiona cómo ha evolucionado su especialidad y dice que, ahora que tiene más tiempo para pensar pausadamente, se da cuenta de la suerte y desgracia «que tenemos algunos médicos que disfrutamos con el recuerdo de los aciertos y penamos por los errores». De hecho, reconoce que en su carrera ha habido varios: «Si yo hubiera sabido hace 30 años lo que sé ahora, habría sido mucho mejor médico».
—Dice en el prólogo que tiene casi 80 años y no quiere jubilarse. ¿Hasta cuándo piensa seguir?
—(Se ríe). Así es, llevo muchos años en la pediatría. La curva de aprendizaje de la medicina en general, y de la pediatría en particular, es muy lenta. Sin embargo, cuando sabemos suficiente nos dicen: «Márchese porque usted ya no hace falta». A mí eso me parece una incongruencia. Así que mientras tenga la oportunidad de seguir trabajando en el mismo hospital en el que llevo años, voy a continuar. ¿Hasta cuándo? Pues hasta que mi cuerpo, sobre todo mi cabeza, me lo permita.
—¿Cómo ha evolucionado la pediatría en los últimos 50 años?
—Como ha ocurrido con la sociedad, enormemente. Ha pasado de ser una medicina con pocas pruebas, con pocos tratamientos quimioterápicos para tratar las infecciones y mala cirugía, a tener la existencia de cuidados intensivos y muchas otras especialidades que ahora hay disponibles. Estamos en un momento en el que la medicina es compleja, requiere una curva de aprendizaje mayor, más tiempo para aprender y tener experiencia. Pero es que además tenemos la posibilidad de consultar con colegas que están lejos, en cualquier parte del mundo. Yo puedo saber cuál es la experiencia con una enfermedad, de manera instantánea, de cualquier hospital en Estados Unidos o Australia.
—¿Los niños también han cambiado?
—Sí. En general, tenemos niños muy bien cuidados, que se han ido alimentando mejor. Tenemos una cobertura vacunal que los hace estar protegidos de muchas infecciones terribles, como la polio, el sarampión o la viruela que ya no existe. Por fortuna, esta cobertura es muy alta en nuestra población, casi todas son gratuitas y ahora vemos muy pocas meningitis bacterianas o infecciones de la sangre graves, que antes mataban a los niños en dos o tres días. Ha cambiado la protección, la manera de hacer el diagnóstico, así como de abordar el tratamiento de una forma muy rápida.
—Mientras todos estos avances sucedían, ¿las familias han seguido preocupándose por lo mismo o también se han ido transformando?
—Sí, se siguen preocupando. La mayoría lo hace porque el número de hijos es más pequeño. Cuando comencé en la pediatría eran habituales familias con cuatro, cinco, seis o siete hijos. Ahora, como tienen menos, los padres se han vuelto muy protectores. Por ejemplo, veo que los llevan demasiado a las urgencias del hospital en cuanto tienen fiebre de pocas horas. Existe esa costumbre, aunque sea por unas décimas. A veces se preocupan en exceso.
—Me habla de la fiebre, ¿cuándo se tiene que considerar preocupante?
—Los padres tienen que saber que la fiebre no es una enfermedad, sino una respuesta del organismo a la agresión, generalmente, de microbios. Aunque también existen otras razones, como la deshidratación o un traumatismo. Muchas de las infecciones que la causan son banales, víricas. Lo que ocurre es que a veces las familias piensan que por tener fiebre puede aparecer la meningitis, y no es así. Este aumento de la temperatura no es causa de la enfermedad, aunque la meningitis si pueda provocar fiebre. Eso sí, no en niños pequeños. Así que las familias no tienen que preocuparse, sino estar alerta. Ahora bien, si la fiebre se acompaña de decaimiento, por falta de fuerzas, de ganas de reírse o de no querer jugar, ahí sí deberían preocuparse.
—¿Qué recomienda hacer para bajar esa fiebre?
—Hay que quitarla con medidas físicas, como reducir las capas de abrigo incluso hasta dejarlo desnudo. Y a veces dándole medicación para la fiebre, como los antitérmicos.
—¿Qué consejo le daría a unos padres primerizos?
—Depende de la edad. Si se trata de un bebé pequeñito, de pocas semanas, les diría que lo aislasen, porque hay epidemias de varios virus, como el respiratorio sincitial que produce bronquiolitis, el de gripe A, de gripe B, que los machacan. Así que hay que cuidar al bebé, darle bien de comer y aislarlo, no llevarlo ni a El Corte Inglés ni a ningún lado. Mucho menos que dejen que la gente lo coja en brazos.
Para cuando ya sea algo más mayor, les digo que lo más importante no es que el niño coma mucho. No es relevante la cantidad, sino la actitud que tienen. Unos necesitan más que otros. Por ejemplo, los bebés comen lo que ellos quieren y nadie lo sabe. Se ve cuando hacen lactancia materna, que toman hasta que quieren, y cuando se hartan, paran. El problema es que cuando hacen lactancia artificial, los padres tienen una idea preconcebida de lo que deben consumir, porque es lo que tomó su primo, su hermano o lo que le ha dicho su vecino. Se empeñan en darle y darle. Los niños tienen que comer lo que ellos quieran porque son capaces de autorregularse, siempre y cuando la comida que reciben les dé actividad. Los jóvenes no tienen que estar ni gordos, ni delgados, sino que tienen que alimentarse para que para crecer y que su desarrollo sea normal.
—¿La cantidad de comida es algo que suele preocupar a los padres?
—Es un motivo de consulta muy frecuente. Cuando el niño tiene dos, ocho o diez, las familias vienen, me dicen que no comen nada y que les dé vitaminas para que tome más cantidad. Ninguna vitamina abre el apetito. Esto es la neurosis de algunos padres para que sus hijos coman más, y cuando esto ocurre, el joven no crece en estatura, sino que son más grandes de cintura. La mejor señal para saber que un niño come suficiente es que corra, salte, que tenga interés y vitalidad.
—En uno de los capítulos del libro cuenta que, en una ocasión, usted tuvo que tratar a un niño enfermo de sarampión, que estaba muy grave porque los padres no querían vacunarlo. En la actualidad, hay un movimiento antivacunas que hace bastante ruido.
—Sí. Ahora hay un movimiento antivacunas que es como una filosofía o una religión, en la que todos beben de las opiniones del resto de personas que piensan igual, que dicen que las vacunas son un negocio de las grandes empresas farmacéuticas y dudan de si eso es útil. Aquí hay que decir una cosa, todos los medicamentos, antes de salir al mercado, necesitan una serie de controles independientes y públicos y de ellos, las vacunas requieren mucho más control. Necesitan un estudio exhaustivo, independiente, público y que demuestre protección. Gracias a ellas, hay enfermedades mortales que han desaparecido. Cuando yo era joven, se veían a muchísimas personas cojas porque habían tenido polio. La mayoría de vacunas no tienen microbios vivos, sino que son pedacitos muertos que se introducen en el organismo para que la inmunidad del cuerpo y sus defensas aprendan a que si viene un microbio parecido, tengan el arma.
—¿Los padres no querían vacunarlo?
—El caso es que vino este niño pequeño que tenía sarampión. Algunas personas creen que esta enfermedad es benigna, pero la realidad es que mató a millones de personas cuando apareció en sudamérica. Es un microbio muy malo, de hecho. Ningún otro niño de su centro infantil lo había cogido porque todos estaban vacunados. A él, en cambio, le causó una complicación en el pulmón, como una especie de neumonía. Y no solo necesitó entrar a la UVI, sino que allí tuvo que conectarse a un respirador. Los pulmones casi se mueren y también tuvo una encefalitis, una complicación cerebral. Yo hablaba con los padres todos los días, intentando convencerles de que el niño tenía que vacunarse. Era como hablar con una pared. Así que una vez se recuperó, antes de que se marchase, lo vacuné sin el permiso de sus padres. En este momento me lo hubiese pensado, pero en aquel entonces lo hice.
—¿Se lo contó a los padres?
—Claro. Les dije que si querían que me denunciaran, pero que no podía tolerar bajo mi conciencia que el día de mañana, el niño volviese con una meningitis que le acabase provocando problemas mayores. Pero ellos, por fortuna, no me denunciaron.
—¿Hubo alguna historia que le marcase más? En el libro refleja algunas que son muy duras de leer.
—Fíjate, a lo largo de casi 50 años trabajando en un hospital grande, como es el Hospital del Niño Jesús, en Madrid, he vivido muchas cosas. Cada año se atienden unos 100.000 pequeños en urgencias y miles en consultas externas y hospitalización. He tenido casos que me han emocionado, impresionado o incluso, con los que he disfrutado al ver la recuperación. Sin embargo, en el libro cuento una historia que fue muy difícil. Un día que estaba de guardia, me llamaron de otro hospital más pequeño diciéndome que querían trasladar a una niña con convulsiones a nuestra UVI. Cuando llega, nada más explorarla, me doy cuenta de que está en muerte cerebral. A la media hora llega su familia. Tanto la madre, como el padre, tenían ya una edad avanzada y era su única hija. Venían asustadísimos. La mujer, nada más entrar, me pregunta que cuándo se va a recuperar. Yo sabía que estaba muerta, pero no podía decirle la verdad. Tenía que esperar a que, poco a poco, hiciese el duelo. Así que durante muchas horas le fui informando. Le fui diciendo que la evolución no era buena, que estaba empeorando o que no respondía, para que se fuera haciendo a la idea de que la enfermedad podía avanzar y el bebé fallecer. Era duro, porque cada nada de tiempo, la madre entraba a verla, salía, descansaba un poquito y volvía a pegarse a la niña. Me preguntaba constantemente: «Doctor, ¿mejora?»; «doctor, ¿qué le da?». Claramente, eso me llevó a hacer un ejercicio de teatro. Se me saltaban las lágrimas y tenía que darme la vuelta. Es lógico que suframos con nuestros pacientes.
—También habla del aumento de los trastornos mentales en adolescentes. Dice que hace 20 años no se veían tantos casos. ¿Se sabe por qué están aumentando?
—Hay varias teorías e hipótesis, pero una de ellas se debe a las redes sociales, que están teniendo un peso muy importante en ello. Son enfermedades terribles porque otras, como la meningitis, se pueden curar con antibióticos, pero la anorexia nerviosa tarda mucho, por ejemplo. Necesita mucho tiempo y muchos medios. En cualquier caso, como hay distintas hipótesis, tampoco me atrevo a dar una razón.
—En otro de los capítulos cuenta como una madre acude con su hija de cinco años a consulta porque la niña, de vez en cuando, hace unos movimientos muy raros con las piernas. Al final, usted le explicó que se masturbaba y que era una cosa totalmente normal. Que lo hacía sin ánimo sexual. Esto sorprenderá a muchos.
—Así es. Es normal. Es un proceso fisiológico como respirar o comer. Los niños aprenden que con ciertos movimientos de piernas se relajan, incluso algo de sueño, y como eso les resulta agradable, porque es como rascarse pero sin picor, lo vuelven a hacer. Es frecuente y es normal. No hay que regañarles, porque es lo mismo que enfadarse con ellos porque duermen. No tiene ningún atributo éticamente censurable.
—Por último, habrá escuchado llorar miles de veces. ¿Cuándo el llanto de un bebé es preocupante?
—De primeras, hay que entender que el llanto es el lenguaje de los bebés. Lo hace para decir que tienen calor, frío, hambre o que le aprieta el pañal. También pueden llorar porque se encuentran solos y quieren la compañía de mamá y papá. El llanto no es un síntoma de nada. Sin embargo, no es normal cuando es algo continuado y no desaparece en los brazos de su padre o madre, pues son quienes les dan seguridad. O después de darle de beber o comer. También hay que estar alerta si además de llorar, se retuerce. Así que cuando un bebé llora, los padres tienen que acudir y darle confort. Pero si a pesar de esto, sigue haciéndolo una y otra vez, pueda que ocurra algo y hay que descubrir el qué.