Tristeza muda al pie de un avión: lo que no se pudo contar del Villa de Pitanxo

María Hermida / Espe Abuín SANTIAGO / LA VOZ

PONTEVEDRA

Las ocho familias que recibieron a los tres supervivientes y los cinco fallecidos jamás olvidarán la velada en Lavacolla. Tampoco lo harán las de los desaparecidos, que le dieron un voto de confianza a Pedro Sánchez pese a volverlas locas durante horas

22 feb 2022 . Actualizado a las 20:47 h.

Dice la canción que la vida es eterna en cinco minutos. A veces sobran cuatro y medio. Bastan 30 segundos. Ocurrió esta madrugada, a las 2.27 horas, en el aeródromo militar de Lavacolla (Santiago de Compostela), el lugar donde aterrizó el avión con los tres supervivientes y cinco fallecidos del barco Villa de Pitanxo, casi siete días después de que el buque naufragase en las gélidas aguas de Canadá. En ese momento, con las familias de los supervivientes ya rumbo de sus casas o incluso ya en el calor de sus hogares; con Pedro Sánchez de regreso a Madrid en su avión presidencial y hasta con el operativo de seguridad ya casi desarmado y solo con alguna patrulla de la Guardia Civil allí presente, se produjo una imagen que congeló una velada de por sí gélida. Salieron, uno tras otro, los coches negros de la funeraria Albia con los féretros dentro. Primero lo hizo uno. Al poco, otros cuatro. Esa fila negra, esa procesión de automóviles mortuorios en plena madrugada, pararon el tiempo, dejando más helados (si eso era posible) a los pocos periodistas que en aquel momento seguían plantados en la misma rotonda en la que llevaban casi trece horas (sí, trece) esperando para cumplir con su trabajo. Fue un solo instante, pero fue un zarpazo, una bofetada de realidad negra como la noche de Lavacolla. La constatación, en 30 segundos mudos, de todo lo que el mar es capaz de dar y, también, de quitar. 

Todo empezó mucho antes. Sobre las tres de la tarde, los militares que muchas horas después le harían un pasillo a los féretros a su bajada del avión desembarcaron en autobús en el aeródromo. A esa hora, las familias de los desaparecidos, que mantienen su lucha para que se hagan rastreos en las aguas de Terranova, creían que sobre las cinco de la tarde el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, les recibiría. Esa era la previsión inicial, porque también se pensaba que el vuelo con los tripulantes llegaría sobre las seis de la tarde. Pero, cuando ya se conoció que el avión no aterrizaría hasta bien entrada la noche, nadie desde Moncloa pudo o quiso avisar a las familias de que a las cinco no las recibirían. Les tocó, una vez más, mendigar información en pleno duelo. La Xunta sí fue más clara con ellos y les indicó que, dado que el avión se retrasaba, el presidente Alberto Núñez Feijoo les recibiría en la Cidade da Cultura al filo de las siete de la tarde. 

Las familias de los desaparecidos se marcharon a esa reunión con Feijoo, por tanto, sin saber si su petición de ver a Pedro Sánchez para suplicarle que busque a los suyos surtiría efecto o no. «Es que oficialmente no nos dicen nada, no sabemos ni nos recibe o no», escribían desesperados los familiares a la prensa una y otra vez a los largo de la tarde. No fue hasta casi las nueve de la noche cuando, por fin, en Moncloa o en la delegación del Gobierno alguien decidió avisar a las familias. Les dijeron que Pedro Sánchez se reuniría con ellas a las 23.00 horas y les dieron instrucciones para que no coincidiesen con las de los supervivientes. A unas se les envió a al aeropuerto civil y a las otras al militar. Cuando recibieron esa comunicación, las familias seguían reunidas a puerta cerrada con Feijoo o la conselleira de Mar, Rosa Quintana, que estuvieron largas horas escuchando a los afectados en la Cidade da Cultura.

Mientras eso ocurrirá en el Gaiás, junto al aeródromo militar de Lavacolla una niebla fría y mojada devoró primero el sol y luego se hizo con las llaves de la noche. Los militares le habían pedido a los medios de comunicación que, por cuestiones de seguridad, no permaneciesen en los accesos al aeropuerto. Así que cámaras y redactores ocuparon sitio en la rotonda más próxima. La delegación del Gobierno en Galicia comunicó primero a los periodistas que podrían acceder al recinto y cumplir con su trabajo. Pero, horas después, vía mensaje y sin explicaciones, se cambiaba el guion y se indicaba que solo habría «cobertura oficial» del acto. Es decir, Moncloa iba a distribuir información e imágenes sin que nadie se pudiese acercar a preguntar al presidente cómo va a responder España a las peticiones de los familiares de los desaparecidos. Decía la delegación del Gobierno que se hacían así las cosas pensando en las familias. Pero debería puntualizar de qué familias hablaba. Porque las que tienen a los suyos bajo el mar de Terranova se indignaron al saber que el presidente esquivaría a los medios de comunicación, que llevan toda la semana haciendo de altavoz de su desgarro.

En medio de la niebla, la noche en el aeródromo acabó convertida en un silencio en blanco y negro. Muy poco antes de las 23.00 horas, cuando algunos medios de comunicación que no pudieron preguntarle y ni siquiera ver entre las sombras al presidente del Gobierno ya acumulaban allí ocho horas de espera, Pedro Sánchez llegó a Lavacolla en su avión presidencial. Fue directo a reunirse con las familias de los desaparecidos, que esperaban en una sala del aeropuerto. Cierto es que logró calmar mínimamente sus ánimos. Quienes habían entrado a ese encuentro descorazonados, pensando que España no estaba haciendo nada por buscar a los suyos, salieron de allí decididos a darle un voto de confianza al presidente. Pero lanzaron un aviso: «Estaremos vigilantes, queremos hechos, no palabras», decía Kevin, hijo del engrasador del barco. Porque las familias de los desaparecidos, pese al cansancio, pese a llevar siete largas noches de piedra encima desde que se hundió el barco, decidieron que ellas no harían lo mismo que Sánchez. Todo al contrario, lograron que el autobús que había puesto a disposición el Concello de Marín para que viajasen a Santiago parase en plena madrugada en una rotonda para atender a los medios de comunicación. María José De Pazo, hija de uno de los desaparecidos, volvió a erigirse como portavoz. Tenía la voz rota. Pero se cansó de dar las gracias a quienes, con sus crónicas, recuerdan cada día que hay doce personas que siguen en las aguas canadienses.  

A las 00.00 horas, un ruido potente evidenció que el avión de los tripulantes había llegado al aeródromo militar. Era tanta la niebla que se escuchaba la aeronave, pero era casi imposible verla. Como si fuese una metáfora, esa bruma que todo lo envolvía se disipó un poco cuando bajaron del avión Samuel Koufie, Juan Padín y Eduardo Rial, los tres supervivientes, y volvió a hacerse pesada justo después. Se les vio con las mochilas que llevaban cinco horas antes en el aeropuerto canadiense. Fueron imágenes a lo lejos, desnudas de sonidos. Se presuponen los abrazos. El amargor por perder tanto y la alegría de volver vivos. Tras una recepción por parte de las autoridades, las familias con mayor fortuna partieron del aeropuerto. Allí quedaron los que tenían que recibir a sus difuntos. 

Ni la niebla ni el rocío incesante le restaron la solemnidad que merecía la bajada de los féretros del avión. Los militares les hicieron un pasillo de camino a los coches funerarios. Allí les esperaban las cinco familias de los fallecidos, incluso la que vino desde Huelva hasta Galicia, la del tripulante Antonio Cordero. Estaban viviendo la noche más amarga. Pero tuvieron la  solidaridad suficiente para no quedarse solo con su duelo. Quisieron apoyar a los familiares de los desaparecidos, con quienes estuvieron y a quienes abrazaron. Porque nadie mejor que ellos sabe que unos podrían ser los otros. Y otros podrían ser los unos. 

 El avión del presidente e incluso el que trajo a los tripulantes de Terranova despegaron antes de que los féretros abandonasen el aeropuerto. Los coches mortuorios fueron los últimos. El epitafio de una noche triste, que quedó congelada en ese peregrinaje final, que hablaba en silencio del dolor de 21 familias rotas.