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Manuel Vidal, de O Gato Negro: «La gente nos dice que somos muy naturales, te cogen cariño y vuelven»

irene martín SANTIAGO / LA VOZ

SANTIAGO

PACO RODRÍGUEZ

El negocio de A Raíña ha superado los 100 años y ya va por la quinta generación

05 abr 2023 . Actualizado a las 00:18 h.

Un gato negro que entró en el local sirvió para bautizar la famosa taberna de A Raíña. 101 años contemplan O Gato Negro y ya van por la quinta generación, pero Manuel Vidal Freire (Luaña-Brión, 1956), que se acaba de jubilar, pertenece a la cuarta. «Marcelino, el bisabuelo de mi mujer —Pili—, fue el fundador; y ahora cedemos el testigo a mi sobrino, Xoán Costoya, que siempre estuvo muy unido a nosotros y a la abuela. Le queda un buen legado, pero estoy convencido de que el negocio seguirá fiel a su línea. También se mantiene el mismo personal, que hace un gran equipo entre todos», explica Vidal con orgullo, que aprendió el oficio sin escuela alguna, añade. «Me gustaba mucho el campo, teníamos animales en casa, mi padre —Modesto— era el herrero oficial de la zona; aún hoy algunos paisanos recuerdan sus trabajos. También teníamos una taberna en la aldea», indica.

Tras un fugaz paso inicial por el restaurante El Pasaje, Vidal trabajó más de diez años en Casa Camilo, otro establecimiento clásico a pocos metros de O Gato. «Camilo fue siempre mi abanderado. Tanto los jefes como los compañeros éramos como una familia. En aquella época el restaurante era propiedad de un empresario de Arnoia, Camilo Alberte Meixengo. Su mujer —doña Leónida— era una santa para nosotros. Fue una etapa muy buena. Hice barra, terraza y fui aprendiendo de todo, cogiendo cada vez más experiencia con los clientes. Aquella fue mi verdadera escuela», tal como explica el veterano profesional, que acabó «enganchándose de verdad» a la hostelería. «Así que ya te puedes imaginar que, cuando falleció Inocencio Pereira [gerente de Casa Camilo] el año pasado, fue un golpe muy duro. Tenía amistad con él, era muy alegre y siempre estaba pendiente del cliente. Para mí era un referente», según declara con tristeza.

O Gato Negro siempre fue un local integrado en la vida de los santiagueses, pero es igualmente un santuario gastronómico para turistas y peregrinos. «La gente nos dice que somos muy naturales, te cogen cariño y vuelven. En el siglo pasado vinieron a estudiar muchos canarios, puertorriqueños… Y cuando regresan a Santiago, vienen a vernos. Hay familias cuya cuarta generación sigue siendo clientes nuestros. Y para los niños yo siempre tenía un chocolate o un juguete», según relata Manuel Vidal con regocijo. «Y los peregrinos son riadas las que entran. Ellos dicen que primero van a la Catedral y, después, al Gato; que va todo unido», añade, otorgando categoría de ritual al paso por el establecimiento. Por otra parte, advierte que el relevo familiar fue «muy natural» y con gusto: «A mi sobrino le gusta mucho la cocina, y mantendrá el mismo estilo, porque la gente aprecia que no se hagan cambios». El local es hoy propiedad de la familia, pero hasta 1998 estuvieron arrendados. «Mi suegra —Maruja— se llevó una gran alegría cuando, al fin, lo compramos. Se sacaba un gran peso de encima», indica. La única reforma que se hizo fue pintar y habilitar un segundo aseo en el 93, «pero la barra y el suelo son los de toda la vida», precisa el popular rostro de la taberna que mantiene, igualmente, su plato estrella: hígado de cerdo encebollado.

«Echo de menos el trabajo, pero también hay que saber retirarse», advierte Manolito, como muchos llaman a este profesional, servicial y conversador, que estuvo treinta y siete años en O Gato Negro. Ahora tiene más tiempo para frecuentar la aldea y estar con los vecinos, que también «se alegran» de verlo más a menudo. Es abonado del Compos y del Obra: «Ahora puedo ir a todos los partidos de los dos equipos. Me encanta. Son mi pasión. Y voy siempre, haga frío o calor».