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El llanto diario del marinero que ganaba cinco mil euros al mes y acabó durmiendo en la calle en Pontevedra

María Hermida
María Hermida PONTEVEDRA / LA VOZ

SOMOS MAR

Luis, durmiendo en unos soportales de la ciudad con otras personas sin hogar.
Luis, durmiendo en unos soportales de la ciudad con otras personas sin hogar. Ramón Leiro

Luis, de Barbanza y tripulante del Viarsa I, un barco que vivió una odisea de película en Australia, es hoy un indigente que entra y sale de la cárcel

24 mar 2025 . Actualizado a las 19:19 h.

Su cajetilla de tabaco. Su cartón de vino blanco peleón a morro. Su «dame unos duros que no desayuné aún». Y, sobre todo, sus lágrimas; un llanto incesante de esos que brotan incontrolables. Ese es hoy Luis y ese es su día a día en Pontevedra, donde se ha convertido en uno más de esos tipos que duermen en la calle y vagan por la plaza de A Ferrería con cicatrices de la vida en la cara, el cuerpo y el alma. Pero Luis, que lleva con orgullo ser nacido en Barbanza, es mucho más que eso. Sus manos llenas de callos delatan que algún día Luis no vagaba por las ciudades; que trabajaba con esos dedos que aparentan sufrir una artrosis de caballo pese que solo tienen 42 primaveras encima. Nunca rehúye la conversación. Sus palabras hay que adivinarlas entre lágrimas. Pero cuenta su historia sin guardarse prenda. La hemeroteca de este periódico y quienes le conocieron en tiempos mejores confirman que no miente cuando dice que él, un día, fue un currante triunfador: «Gañaba 800.000 pesetas ao mes —unos cinco mil euros—. ¿Iso non era irme ben?», se pregunta en medio de su llanto.

Luis no tiene buen recuerdo de su infancia. Cuando piensa en esos años su lloro es aún más intenso. Tanto, que Alfredo, compañero de camastro en la calle, le riñe: «Pero cala a boca, non fas máis que chorar. Iso xa pasou», rosma. Pero Luis es incapaz de no llorar. Viaja hasta los quince años. Dice que se metió en un barco para ir a la Antártida cuando aún era menor de edad —le tuvo que autorizar su padre para que pudiese ir— porque quería buscarse la vida. Se curtió como hombre de mar en barcos con nombres bien conocidos al norte de la ría de Arousa, como el Lady Laura. Luis pregona con voz ronca: «Dei tres veces a volta a mundo». Fue, sobre todo, tripulante del Viarsa I, un buque gallego de auténtica leyenda.

Luis tiene unos recuerdos bien nítidos de toda aquella aventura del Viarsa I, de cuando una patrullera intentó detenerlos cerca de unas islas australianas, acusándolos de pescar ilegalmente merluza negra, y de cómo le dieron esquinazo e iniciaron una huida de veinte días por las aguas heladas del sur del Atlántico, con los policías pisándoles los talones. No fue esa su única aventura en el mar. En una marea en la que recaló en Maldivas, acabó detenido y luego entre rejas por una pelea con el cocinero del barco.

Luis, sentado en un banco de A Ferrería, donde pasa las horas con Alfredo, compañero de colchón callejero.
Luis, sentado en un banco de A Ferrería, donde pasa las horas con Alfredo, compañero de colchón callejero. Ramón Leiro

Recuerda cada llegada a casa. Y ahí deberían salir a relucir los recibimientos, los abrazos... pero no están. Dice que tuvo problemas con la familia y, en algún momento de su narración, sin entrar en los por qué y en los por qué no, entran en escena las adicciones. Refiere que estuvo en un centro de desintoxicación y que salió limpio. «Nunca máis me droguei. So alcohol», señala. 

Estuvo en Inglaterra y en los últimos años como marinero trabajó por la zona de Vigo. No le duelen prendas en decir que estuvo «ás veces sen contrato» y que eso complica bastante las cosas ahora que busca alguna ayuda a la que agarrarse más allá de la paga no contributiva que cobra.

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Un día, hace unos quince años, acabó en la calle. Y recaló en Pontevedra. Nunca creyó que se acostumbraría o, mejor dicho, que se resignaría, a la rutina de dormir al ras y pedir limosna. Pero todo vino rodado. Empezó por la vida errante y acabó entrando y saliendo de prisión hasta en seis ocasiones distintas; por ser furtivo de percebe, por peleas, por atentados contra la autoridad... pero nunca por delitos de sangre, aclara él. «¿A quen vou matar eu se nin sequera me mato a min mesmo?», se pregunta, aunque los cigarros con los que acalla una tos seca y constante quizás no sean otra cosa más que catalizadores de la muerte. La última vez que estuvo en prisión, hace seis meses, su hermana le visitó y, como iba vestida de negro, le preguntó si era luto: «Díxome morrera meu pai», indica.

No tiene esperanza de salir del sitio en el que acabó. O sí. Depende del día. A veces va a ver a la familia. Le duele no aguantar en casa y volver a coger sus bártulos a los pocos días de llegar. Le lastima su madre diciéndole «sabía que marcharías outra vez». Quizás por eso cada vez sale menos de ese paradójico escondite que es la calle. Y solo hay un instante en el que sus lágrimas no son de pena sino de orgullo: «Teño unha filla, unha rapaciña que xa fala inglés. Quero que sexa feliz», dice mientras cae el rocío sobre el edredón que le ampara.