Miércoles, 24 de Enero 2024, 15:45h
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Estamos a la orilla del lago Tanganica, en Burundi, la pequeña república africana en la que vivió Gustave, un cocodrilo nilótico de seis metros de largo y casi una tonelada de peso, que parece que devoró a más personas que cualquier otro. Quien lo bautizó así fue Patrice Faye, un cazador semiprofesional que siguió su rastro y el de sus depredaciones durante años. Al cabo de tanto tiempo, este experto en reptiles acabó por mirar con profundo respeto y fascinación al gigantesco animal, considerado el cocodrilo más grande de África. Tanto que describe a Gustave como «un viejo compañero, un amigo del alma», y eso que él estima que ha devorado ya a 60 personas –otros dicen que a 300–; entre ellas, a uno de sus propios asistentes en 1998. Faye se encoge de hombros, sonriente, y levanta las manos: «¿Y qué se espera la gente? ¿Cómo pueden culpar a Gustave de haber sido Gustave?».
En otro punto de la orilla, cerca de la capital del país, Buyumbura, varias personas se están bañando en el agua. Los niños ríen y juegan en los bajíos donde Gustave se cobró decenas de vidas. «¿Qué le vamos a hacer? –dice Faye–. Incluso mientras vivía solo tras un accidente con Gustave, la gente se alejaba del agua unas semanas, pero luego volvían a bañarse. Se les olvidaba: hace mucho calor y bañarse es muy agradable; nunca pensaban que algo pudiera pasarles a ellos.
No por una cuestión de ignorancia. En Burundi, Gustave fue tan conocido que llegó a protagonizar un documental televisivo, una película hollywoodiense de terror [Primeval, en España se estrenó como Cocodrilo: un asesino en serie] y hasta al antiguo presidente Pierre Buyoya fue apodado Gustave por su impiedad hacia sus enemigos.
Durante nuestro recorrido a lo largo de la ribera nos cruzamos con varias señales que siguen alertando de la presencia de cocodrilos, también con numerosas familias bañándose con sus hijos. Unos cuantos kilómetros al oeste, junto a la frontera con el Congo, las marrones aguas fangosas del río Rusizi desembocan en el cristalino lago Tanganica, y es en esta zona, el delta del Rusizi, donde Gustave se cobró la mayor parte de las vidas, casi todas de pescadores atareados en los bajíos, como Innocent Ruzulimina lo está ahora mismo.
Una vez que Innocent sale del agua, le pregunto si no le inquieta la posible presencia de otros cocodrilos en la zona. «Tampoco hay tanto riesgo –responde–. La gente se pasa el día en el agua, y sólo muy de tarde en tarde hay problemas. Y ya hace años que se devoró al último pescador.»
Faye nos comenta que Gustave solía moverse por un territorio inusualmente amplio para un cocodrilo macho. Con frecuencia podía trasladarse río arriba, a una zona remota, sin carreteras, sólo accesible en helicóptero, lo que explicaría la ausencia de ataques durante periodos largos, a veces hasta de un año o más por lo que la gente empezaba a preguntarse si un cazador furtivo o un soldado lo habrían matado. Pero, entonces, Gustave se desplazaba río abajo hasta el delta y el lago, empujado probablemente no por el hambre, sino por el deseo de copular. Y si entonces tropezaba con presas fáciles –nadadores o pescadores–, los ataques, o «accidentes», como Faye prefiere llamarlos, se sucedían.
La peor racha fue en 2004: Gustave mató a 17 personas en 30 días. Para los brujos de la región, el animal sin dejar de ser un desafío se convirtió en un negocio. Los brujos montaban ceremonias para alejar a los espíritus malignos que anidaban en el cocodrilo; vendían amuletos, pociones protectoras, raíces que uno debía atarse al pie para mantener a Gustave alejado. Los menos escrupulosos aseguraban que lo tenían bajo control personal y que –previo pago, claro– podían incluso provocar que se lanzara contra el enemigo que uno señalara. Según Faye, en Buyumbura llegó a haber un brujo que afirmaba incluso ser capaz de transmutarse y encarnarse en el mismísimo Gustave.
En una ocasión varios soldados lo acribillaron a tiros y, según juraron después, Gustave se tragó las balas. Casi seguro que sólo abrió las fauces por el dolor. También hay quien asegura que el animal luce piezas de joyería en el cuello, lo que no deja de ser una maravillosa muestra de imaginación. Otros, sencillamente, niegan que haya existido o sugieren que Gustave fuera en realidad, más de un cocodrilo.
Faye piensa que alguna de las heridas de bala que recibiera Gustave en vida se las hubiera podido causar él mismo. Las primeras veces que vio al animal tenía un fusil en la mano y la intención de matarlo. No sólo se trataba de su trabajo –Faye era el hombre al que contratar en Burundi para acabar con un cocodrilo problemático–, sino que era una cuestión personal: «Gustave devoró a uno de mis asistentes en 1998. Entonces obtuve una licencia oficial para cazar al asesino. Y aquella vez le di, pero no lo maté. La siguiente vez que me lo crucé, sólo lo contemplé –recuerda– y comprendí que no podía matarlo. Se trataba de un magnífico ser prehistórico, del último de los cocodrilos gigantes africanos. Dejé el fusil y me dije: 'Debes capturarlo, meterlo en una jaula y convertirlo en un esclavo sexual'».
Tras llegar al país en 1978, montado en bicicleta, barbudo, melenudo y errante por el mundo, Patrice Faye poco a poco fue labrandose una existencia peculiar en Burundi, acabó sintiéndose muy satisfecho . Sin días libres. Testarudo, temerario, excéntrico, pero también muy práctico, Faye es, además, director de una escuela para huérfanos en Buyumbura y ha construido para ellos un hogar con almenas llamado Castel Croc. También trabaja como asesor en cuestiones medioambientales y organiza exposiciones de historia natural....