A José Luis Gil le va el lado oscuro. Es decir, las sombras. Ahí ha estado siempre, ayudando con discreción al triunfo de artistas que hoy son parte de la mitología del show bussiness. De Ramoncín a Shakira, de Alaska a Bibí Andersen, de Paloma San Basilio a Bertín Osborne, de Pedro Marín a Raphael; la lista es larga y pesada, si se cuenta por discos de oro, platino y diamante.
Madrileño de 69 años, madre vallecana y padre cordobés, Gil se coló en la industria con apenas 17 años, en 1970. Pasó así de vender discos en la tienda de electrodomésticos de su padre a ejecutivo de CBS. Allí conoció a Raffaella Carrà, la primera artista cuyos asuntos gestionó, y al poco de cumplir los 24 alcanzó la dirección de Hispavox, la gran discográfica nacional de la época. A mediados de los ochenta, harto ya de la industria, sus modos y sus ejecutivos, viró el rumbo hacia la gestión de carreras y la creación de bombazos musicales.
«Tiene gracia que me acusen de homofobia porque yo lancé a Bosé, a Locomía, a Mónica Naranjo, a Bibí Andersen cuando aún era Manolo; llevé a la Carrà... todos ellos iconos del mundo gay»
Perales, Bosé, Mónica Naranjo, Raphael o Locomía son algunos de los que sacaron partido a sus habilidades. El reciente estreno de Locomía (Movistar+), docuserie que repasa la historia del grupo, ha puesto a Gil en bandeja para XLSemanal. Nunca ha concedido entrevistas personales y sobre Locomía, advierte, ya ha hablado más que suficiente estos días.
Nadie lo ha llamado, sin embargo, para revisar su trayectoria, resumida en la expresión «estar en el lugar adecuado en el momento justo». Por eso, las más de cinco horas de charla que se plasman aquí transcurrieron a velocidad de vértigo entre recuerdos, anécdotas e interioridades, historia irrepetible de la industria musical española.
XLSemanal. ¿Cuál ha sido su gran arma para manejarse en el negocio de la música?
José Luis Gil. La intuición. Lo que se conoce como el ‘olfato’. Es esencial en un negocio como este basado en los sentimientos. La intuición te permite ver un paso más allá y te conecta con algo que aún no es, pero que puede ser.
XL. ¿Y hace falta saber de música?
J.L.G. Debería, ¿no? [se ríe], pero hay demasiados ejecutivos que venden música como quien vende pan.
XL. ¿Y de psicología, para tratar con los artistas?
J.L.G. No viene mal [se ríe], pero lo principal es regular tu relación con ellos. Corres sino el riesgo de convertirte en la Tata y que te llame para todo: «José Luis, necesito una aspirina». Hay que poner barreras como: «Oye, llámame solo cuando tengas un problema de verdad».
XL. ¿Quién fue el primer artista que descubrió por si mismo?
J.L.G. Miguel Bosé. Lo conocí por Raffaella Carrà, que fue la primera artista para la que trabajé llevando el management, antes de entrar en Hispavox. Ella era muy amiga de Lucía Bosé. Su hijo Miguel vivía en Roma, intentando hacer cine, y me dio su teléfono para que le llamara. Y eso hice. Fuimos a ver Alguien voló sobre el nido del cuco, nos contamos la vida y le pregunté porqué no seguía con la música.
«Cada 'show' de Raphael es un orgasmo. Llega tres horas antes, ensaya, calienta la voz: luego pasa tres horas cantando y otras dos de descompresión»
XL. ¿Seguía?
J.L.G. Sí, porque resulta que, como un favor a su madre, Camilo Sesto le había escrito unas canciones y grabado un disco en plan moderno que era una torta total y del que nadie se enteró. Así que se había desengañado. Pero en el cine tampoco le iba bien, todo lo que hacía era de segunda categoría.
XL. ¿Qué vio en él?
J.L.G. Miguel paraba el tráfico, tenía presencia de torero, la gente lo miraba por la calle; lo vi claro. Empecé a ponerle canciones y a animarle hasta que un día nos fuimos al estudio donde grababa la Carrà e hicimos unas demos. Se las mandé al jefe de CBS, Tomás Muñoz, mi gran maestro, y le ofreció un contrato de cinco años. «Vamos a hacerte una estrella», le dijo. Y así surgió Linda, su primer disco de verdad. Y yo volví a España.
XL. Para dirigir Hispavox, con 24 años, renunciando a ser mánager de Bosé. ¿Fue una decisión difícil?
J.L.G. En absoluto. Dirigir una compañía era un sueño. Yo llegué para ponerla al día y pude hacer todo lo que me dio la gana. Recuperé a Raphael, Mari Trini, Paloma San Basilio; lancé a Bertín Osborne, Pedro Marín, Alaska y Pegamoides, Nacha pop, Radio Futura; fiché a Ramoncín, convertí a Perales en artista...
XL. Pero empezó por lanzar a Enrique y Ana...
J.L.G. Así es, porque nada más llegar necesitaba algo sorprendente y muy grande para ganarme la credibilidad que me permitiera hacer lo que me diera la gana.
XL. ¿Porqué eligió para ello a un dúo musical infantil?
J.L.G. A eso se le llama ‘innovar’ [se ríe]. A ver, yo vi que las series infantiles y los payasos funcionaban en la tele y eso me hizo intuir un nuevo nicho. Como era para niños, ni la radio ni la prensa nos hicieron caso así que diseñé una campaña publicitaria en televisión cuando en España nunca se había anunciado música en la tele. El presupuesto de Hispavox era de 100 millones al año y yo presenté un plan de 30. Me lo aprobaron y fue el regalo de aquellas navidades, disco de platino y todo.
XL. Fue, entonces, una jugada de marketing...
J.L.G. Es cierto, pero que haya marketing no quita que Enrique y Ana fueran artistas de verdad, porque hipnotizaban a los niños. El marketing es parte del negocio, pero debes sostenerlo con talento.
XL. Decía antes que recuperó a Raphael y convirtió a Perales en artista... Va a tener que explicarme esto.
J.L.G. [Se ríe]. Comencemos por Perales. A ver, él tenía mucho éxito componiendo canciones para artistas de Hispavox, pero no quería figurar. Conseguí convencerlo y nos grabó Celos de mi guitarra. Todos alucinamos. La lanzamos en Argentina y el éxito fue inmediato, aunque en España nadie le hizo caso.
XL. ¿Y eso?
J.L.G. José María Iñigo se negaba a llevarle a su programa. Me decía: «Es que Perales es muy triste, aburre». Así que le puse otro productor, hizo Me llamas, con esa línea de bajo y esa batería, y llamé a Iñigo. «Oye, que ya está mucho más animado» [se ríe]. Escuchó la canción y me dijo: «Pues tenías razón». Y lo sacó en televisión. Ese fue su primer éxito en España.
XL. ¿A qué atribuye usted ese éxito?
J.L.G. Mira, a Perales le dijo García Márquez, una vez que nos invitó a su casa en México: «José Luis, yo daría un libro por una canción tuya. Porque hay que tener mucho talento para, en tres minutos, contar una historia como tú las cuentas». Además, era prolífico. Para hacer un álbum de 10 canciones escribía 30. Y con el siguiente disco, el de Y cómo es él, vendió dos millones y pico de copias.
XL. Y cómo es él es parte de la cultura popular española.
J.L.G. Totalmente. Y de no ser por mí él se la habría dado a Julio Iglesias. Le dije: «Pero si es la mejor. Grábala tú, hombre. Que le jodan a Julio». El problema era que Manuela, su mujer, no quería que la gente pensara que la protagonista de la canción era ella. Yo le expliqué que aquello no era autobiográfico y que una canción tan estupenda podría ser un exitazo para su marido. Como así fue.
XL. Esa es una pareja inseparable, ¿no?
J.L.G. Mira, son el único matrimonio que nunca, doy fe, se han traicionado. Irse de gira con Perales y alejarlo un mes de su Manuela era insoportable [se ríe]. Porque aquello era Perales en vena, que íbamos él y yo solos. Desayuno, comida y cena.
XL. Entonces, ¿sí que era triste y aburrido?
J.L.G. No, no, solo cuando se ponía melancólico: En realidad es un tipo muy divertido. Cuenta unos chistes fantásticos. De lo tontos que son. Es muy payaso. Nos reíamos mucho. Siempre sonríe.
«El primer 'look' de Mónica Naranjo fue idea de Ruphert: 'Veo en ti dos personalidades. ¿Por qué no te pones mitad morena y mitad rubia?', le dijo»
XL. ¿Era mánager de Perales cuando le compuso Marinero de luces a Isabel Pantoja?
J.L.G. Claro. Mira, te voy a contar cómo se fraguó ese disco. Yo era muy amigo de Toni Caravaca, mánager de Isabel y en cuyas manos había dejado años antes a Bosé. Total, que se muere Paquirri e Isabel se encierra en la casa de Caravaca durante meses, sin salir de su cuarto. Un día Perales viene a casa y, como hacía tantas veces, me pone una nueva canción: Pensando en ti. La escucho y le suelto: «Oye, si esto lo cantara la Pantoja sería la hostia». Perales lo pensó un poco y me dio la razón.
XL. Pero ella no quería cantar más...
J.L.G. Por eso invité a casa a Caravaca y le dije: «Te voy a poner la canción perfecta para el regreso de Isabel». Se sentó con cara escéptica y, a mitad de canción, se levantó todo ansioso: «Dame esa cinta José Luis, dámela, que se la pongo ahora mismo a Isabel. Dámela, venga, dámela. ¡Es perfecta!». Cuando la escuchó Isabel lloró como una descosida y le dijo: «Si Perales me hace diez canciones como esta vuelvo a cantar». La mujer estaba muerta en vida y Pensando en ti la revivió.
XL. Realmente es un disco autobiográfico de Isabel..., pero escrito por otra persona.
J.L.G. Es una lección brutal de empatía por parte de Perales. Y vendió un millón y medio de copias. Yo ya lo había intuido y por eso le conseguí a Perales, a quien jamás le habían pagado por componer para otros, 20 millones de pesetas por el diseño del disco. Y yo, como su mánager, me llevaba el 20 por ciento.
XL. Hábleme ahora de cómo ‘recuperó’ a Raphael…
J.L.G. Rafael estaba cabreado con la compañía y con Manuel Alejandro. Así que lo primero que hice fue reconciliarlos y relanzarle en México con Como yo te amo, que Manolo había escrito para Rocío Jurado. «Esta canción está hecha para mí, es mía», dijo Raphael al escucharla. Hicimos número uno en México y Manuel Alejandro se convenció de que eran la pareja perfecta. Así surgió En carne viva, el gran disco de la vuelta de Raphael.
XL. ¿Cómo definiría a Raphael?
J.L.G. Continuidad, constancia, amor, es el gran monstruo de la música española, el mayor embajador de nuestro país. Fue el español que abrió las puertas de América Latina en los 60. De hecho, le respetan más fuera que en España. En México, por ejemplo, es Dios. Y gracias a Raphael en España se pusieron baños y se mejoraron los camerinos. Porque él ensaya, calienta la voz y hace su rutina tres horas antes del concierto, luego pasa otras tres horas cantando y dos más de descompresión. Cada show es un orgasmo, adrenalina en vena. De hecho, no le interesa la música ni los discos ni la promoción ni grabar; todo lo hace por subirse al escenario. No me extraña que luego diga que quiere morirse ahí arriba.
XL. Quizá se lo ha repetido tantas veces a sí mismo que al final lo tendrá que hacer…
J.L.G. Sí, totalmente, es como si no le quedara otra salida. Él así lo cree: «Cuando estoy fuera del escenario no vivo». ¿Qué le puedes decir? Lo más difícil en el mundo del arte es saber retirarse a tiempo. Raphael, Perales y Miguel Bosé son tres artistas que ya deberían haberse retirado, porque llevan años sin aportar nada.
«Cuando Isabel Pantoja escuchó 'Pensando en ti', lloró como una descosida y dijo: 'Si Perales me hace diez canciones como esta, vuelvo a cantar'»
XL. ¿Qué opina del Bosé actual, que se significa como negacionista y demás?
J.L.G. No lo reconozco. Siempre fue un poco insondable, pero esas apariciones como sin voz fueron patéticas. Sólo consigue que la gente piense que está loco o que es un estúpido. ¿Cuál era su objetivo? Una vez más, destruirse, pero esta vez al propio Miguel Bosé.
XL. ¿Qué quiere decir?
J.L.G. Bueno, es que Miguel siempre ha sido un pasito pa’lante, un pasito pa’trás. Es un mecanismo de defensa para evitar ser devorado por sus distintas facetas. Y cuando siente que eso puede suceder, cambia de rumbo. Igual en el cine. Hizo la de Almodóvar, fue el bombazo y la siguiente que aceptó fue una francesa completamente imposible. No deja que ninguno de sus lados adquiera excesiva prominencia.
XL. ¿Por eso ha dado tantos giros de timón?
J.L.G. Siempre provocados por él. Podría haber sido el cantante español de referencia mundial, porque tenía el talento y el pedigrí de un círculo social y familiar con Picasso, Visconti, Lucía, un padre torero… Oro puro para los periodistas. Pero en cuanto iba bien por un camino, cambiaba de rumbo o se frenaba y no fue posible.
XL. Volvió con él en 1990, ¿cuánto tiempo estuvieron juntos esta vez?
J.L.G. Dos años. Hicimos Los chicos no lloran, que fue un bombazo. Luego le dio por querer hacer de nuevo las cosas por su cuenta y le deseé suerte. Yo ya había comenzado con Mónica Naranjo y tenía otros líos.
XL. De todos los artistas que ha conocido ¿quién ha cambiado más?
J.L.G. Mónica. Cuando la conocí era una chica de pueblo de 18 años sin un estilo definido que imitaba a gente como Dona Summer. Triunfó y dejó de escuchar; empezó a hacer discos sin sentido para demostrar su poderío vocal –nada más odioso en un artista– y se convirtió en una caricatura. Me dio lástima ver cómo se perdía una artista que podía haberse convertido en la Streissand latina.
XL. ¿Cómo llegó a su vida?
J.L.G. Bueno, ella y Cristóbal Sánsano, el hombre que le produjo sus primeras maquetas y su futuro marido, me hicieron llegar unas canciones y cuando las escuché me quedé completamente sorprendido con su voz. Yo andaba con Miguel, Perales y Locomía y no me apetecía llevar a otro artista que, además, trabajaba con su pareja. Así que les dije que no. Meses después, viendo que ninguna compañía les hacía caso, volvieron a mí. Acepté, pero sólo si mandaba yo. Y así fue hasta que le dio el ataque de «ya no necesito a nadie».
XL. Con su voz y aquel pelo mitad negro mitad rubio causó un gran impacto. ¿De dónde surgió el look?
J.L.G. Ella siempre dice que lo del pelo fue idea suya, pero no. Mónica buscaba una imagen diferencial y, para ayudarla, la llevé un día a Ruphert, que peinaba a Rocío Jurado, Nati Abascal… Le puse dos canciones de Mónica y él, fascinado, le dijo: «Veo dos personalidades distintas en ti: una muy fuerte y otra más romántica. Entonces, te veo de morena, pero también de rubia, ¿porqué no te pones mitad y mitad?». Y, aunque insegura, lo hizo. Se fue a su casa y ensayó un mes ante el espejo hasta que me llamó: «He decidido que esta sea mi imagen». Nunca le ha dado crédito a Ruphert por no mostrar que alguien la ayudó.
XL. ¿La inseguridad del artista de la que hablaba?
J.L.G. Sí, pero es que a Mónica le costó mucho despegar. Cuando lanzamos el disco en España, nadie en la radio lo quiso poner: «Esta chica grita mucho», decían. ¡Paletos! Así que me la llevé a México. Allí no se podían creer que en España la hubieran rechazado. En un año vendió un millón de discos. Y, claro, regresa a España y todos los que la rechazaron se deshacen en alabanzas. Hay que joderse. E hizo entonces Palabra de mujer, disco icónico de la música en España, con Pantera en libertad, el himno de las lesbianas.
XL. ¿Terminaron mal?
J.L.G. Nunca he terminado mal con nadie. Con Mónica, nuestro contrato llegaba a su fin, ella había decidido por su cuenta cómo quería que fuera su siguiente disco y yo ya no quería discutir. Se creyó que el éxito lo había logrado sola y que ya no necesitaba a nadie. Les pasó algo similar a Locomía, como se puede ver en el documental este que han sacado ahora.
XL. Hablando de Locomía, ¿le han recriminado alguna vez que los obligara por contrato a no pronunciarse sobre su homosexualidad?
J.L.G. Siempre hay alguien, claro, pero es que nosotros vendíamos discos, no condones. Además, es que no necesitaban definirse, era evidente que eran gays. En todo caso, tiene gracia que me acusen de homofobia y cosas así porque yo he apoyado la libertad sexual y siempre he sentido gran afinidad por el colectivo.
XL. ¿Lo dice por los artistas que ha lanzado?
J.L.G. Bueno, yo lancé a Miguel y llevé a la Carrà, iconos ambos del mundo gay; después le grabé un disco en 1980 a Bibí Andersen, Lady champagne, cuando todavía era Manolo –ahí esta Sálvame, sintonía del programa–; lancé a Mónica Naranjo, otro icono gay...
XL. ¿A Locomía les pedían los colectivos que se pronunciaran?
J.L.G. Todavía no existía lo del LGTBIQ+. Además, lo de salir del armario –horrible expresión– es algo muy personal y nadie puede obligarte a significarte. Cuando un artista se consolida es otra historia, pero al inicio de su carrera no debe tener religión ni política ni sexo en sus planteamientos.
XL. Y las adolescentes que los perseguían, ¿no se daban cuenta?
J.L.G. La gente era muy inocente en esas cuestiones, pero seguro que muchas lo sabían. Lo que pasa es que la fan piensa que el artista es gay porque no encontró a la mujer adecuada: ella, claro. Esa mentalidad sigue vigente.
«Julio Iglesias me preguntó: 'José Luis, ¿como un artista se convierte en mito?'. Y yo le respondí: «No lo sé, pero seguro que no lo logra saliendo cada semana en portada del ¡Hola!'»
XL. En los años 80, artistas que encajaban en este esquema –Pecos, Pedro Marín, Iván, Leif Garrett, Mabel…– triunfaban entre las adolescentes. ¿Era una fórmula?
J.L.G. Y sigue vigente. Mira a los siete coreanos de BTS: los adoran millones de niñas y no hay nada más afectado y afeminado en el mundo. En el fenómeno fan hubo un porcentaje altísimo de gente gay: tíos guapísimos, con imagen sexi y provocativa que se gustaban a si mismos y se cuidaban. Y nosotros jugamos a la ambigüedad, dejando que todo se confundiera. La gente, además, no quería que su vida sexual, íntima y personal, inundara su vida profesional, no era conveniente.
XL. ¿Ha conocido a algún artista cuyas ventas bajaran por reconocer su homosexualidad?
J.L.G. Claro, Ricky Martin. ¿Recuerdas algún éxito suyo en los últimos diez años? Hizo Livin’ la vida loca, firmó un contrato de 50 millones de dólares, dijo que era gay y sus ventas se redujeron por cuatro. La reacción de muchas fans fue: «Pues si te gustan los tíos que te compren ellos tus discos».
XL. ¿Qué rasgos comunes identifican a los artistas, algo que encuentre repetido en todos?
J.L.G. El egoísmo. Llegan a creer que el mundo gira a su alrededor y que no existe otra realidad que la que ellos generan. Casi todos alcanzan un lugar donde ya no entiendes nada. De pronto, no quieren que les digan la verdad. Desprecian los consejos que antes pedían y empiezan a perder la capacidad de juicio y de autocrítica. Se convierten en seres soberbios y, en vez de un mánager, quieren un secretario al que dar órdenes.
XL. ¿Piensa en alguien concreto?
J.L.G. A mí me pasó con Julio Iglesias. Estaba sin mánager y me invitó a Bahamas, donde estaba solo como la una en una casa que antes había alquilado Mick Jagger. Me sirvió una tortilla de patatas y un vino de, según dijo, 1000 euros la copa, que me dejó la lengua dormida [carcajada].
XL. ¿Es muy presuntuoso?
J.L.G. Es el ejemplo prototípico del artista inmerso en su mundo. ¿Sabes qué me preguntó?: «José Luis, ¿como un artista se convierte en mito?». Pregunta de libro de Julio para ver por dónde vas. «No tengo ni idea –respondí–, pero seguro que no lo logras saliendo en portada del ¡Hola! todas las semanas». Se rió. «Qué hijoputa», dijo. Adoraba aparecer. Pero para ser mito hay que tomar distancia, como la Garbo. Y, mira, tú, después de aquello ya no salía tanto [se ríe].
XL. Entonces, ¿fue mánager de Julio Iglesias?
J.L.G. Sí, perdona, te cuento. En Bahamas me dijo que fuera a verle cantar y trabajar en Atlantic City, donde tenía sus próximas actuaciones, y que ya hablaríamos. Y eso hice. Vi el abismo entre el Julio relajado de la playa y el Julio en acción completamente ‘espídico’. Le dije: «Tú no quieres un mánager, quieres una secretaria». Nos dimos la mano con mucho cariño y nos despedimos. A mi me gusta opinar, mandar, decidir y estar, y él me quería como florero.
XL. ¿Qué artista de los que ha llevado ha sido el o la más ‘normal’?
J.L.G. Raffaella Carrà. Era sencilla, cercana, poco aparatosa y sin apenas manías. Nunca se drogó y siempre vivió en su piso de Roma. Es mi favorita: exigente, pero solidaria y cómplice. Siempre mantuvo los pies en la tierra. Yo estuve con ella a mediados de los 70, en Italia, y andábamos con el chófer y nadie más. Y eso que ya era más famosa que el Papa por su programa Pronto Rafaella?, que inauguró las emisiones matinales de la RAI y fue un éxito enloquecido.
XL. ¿Más famosa que el Papa?
J.L.G. Como lo oyes. Para que te hagas una idea, cuando llegó la hora de renovar su contrato con la RAI el programa ya era una auténtica máquina de hacer dinero. Y ella con la pasta lo tenía claro: «Lo justo es lo justo y si no ahí te quedas». Así que la RAI le cerró en 25 millones de la época. Ella era del Partido Comunista y la que más impuestos pagaba en su región, pero fue increpada por los de su partido –también por la derecha– en el Parlamento. «Es indignante pagar estas cifras a una presentadora», decían. Hasta que el director de la RAI fue al parlamento y dijo: «Muy simple, señores. En un horario en el que no ganábamos nada, llegó Raffaella Carrà y ganamos 250 millones al año. El diez por ciento me parece justo, ¿no?». Ya nadie pudo objetar nada, claro. [se ríe].
XL. La prensa italiana publicó que ustedes eran pareja. ¿Hubo algo de cierto en aquello?
J.L.G. Nada. Se lo inventaron. Fuimos portada de todas las revistas y en España se hizo eco el Diez minutos. Nos fotografiaron un día abrazados y de la nada publicaron: «El nuevo amor de Raffaella». Pero es que éramos muy cómplices. Y, además de llevarme diez años, yo vivía con ella y su pareja Gianni Boncompagni.
XL. ¿Qué dijo Boncompagni cuando leyó las revistas?
J.L.G. Se moría de la risa. «Ma que cazzo, per l’amore de Dio». Vamos, que no hubo problema. Es que yo la quise mucho. ¡Dios mío, qué mujer, que fuerza! Era única. La mayor artista con la que he trabajado.
XL. ¿En qué momento la música se cruzó en su vida?
J.L.G. A los 15 años, cuando en España empezó a sonar música americana en la radio. Yo trabajaba en la tienda de electrodomésticos de mi padre y cuando estaba cerrada ponía la radio. Hice el bachillerato y empecé a estudiar ingeniería para que él no se cabreara, pero yo quería hacer algo en el mundo de la música.
XL. ¿Cuál fue su primer paso?
J.L.G. Poner una sección de discos en la tienda. Me hice un expositor de madera forrado en terciopelo azul con la etiqueta ‘Novedades’ y lo ponía en el escaparate. El gran punto de inflexión fue Je t’aime, moi non plus, de Jane Birkin. La escuché en la radio, fascinado y, como dijeron que pronto la censurarían, pedí 200 copias a la mayorista, a la que siempre le compraba, como mucho, cuatro. Total, que fue un éxito, censuraron la canción y yo vendí mis singles a 150 pesetas, el doble de su precio habitual. Fue mi primer buen negocio y el detonante de toda mi carrera. Tenía 16 años.
«Casi todos los artistas alcanzan un lugar donde ya no entiendes nada. Se convierten en seres soberbios y pierden la capacidad de juicio y la autocrítica»
XL. Ese disco es de 1969, ¿qué pasó después?
J.L.G. Que empecé a trabajar para Joaquín Luqui, que ya estaba con la revista Disco Express, El Gran Musical y salía en Los 40 Principales. Yo era fan, quería ser disc-jockey, lo llamé un día y, como sabía de fotografía, empecé a hacer fotos para la sección: La pagina loca de… Me llevé un día a Víctor Manuel a la Casa de Campo, le hice colgarse de un árbol como un mono y le gustó a Joaquín. Más tarde fue quien me dijo que la CBS venía a España. Yo tenía 17 años.
XL. Y le contrataron. ¿Cómo lo consiguió?
J.L.G. Por pesado. Le insistí por tierra, mar y aire a Tomás Muñoz, el jefe de CBS y la persona que más me enseñó. Gracias a mi experiencia en la tienda, me conocía el catálogo mejor que él y sabía qué discos se vendían: Dylan, Donovan, Sinatra…
XL. Siendo un adolescente, ¿cómo le trataban los demás?
J.L.G. Me pagaban mucho menos, para empezar: 5000 pesetas por 25.000, mínimo, que cobraban los demás. Pero yo era jefe de producción: recibía discos de CBS de todo el mundo y los escuchaba para determinar que lanzábamos en España. Pasaba 12 horas escuchando música y gocé antes que nadie, por ejemplo, del Pearl de Janis Joplin. Y con 20 años me convertí en Delegado Internacional, iba a todas las convenciones de la empresa –Londres, Estados Unidos, Toronto…– y me sentaba con los mánager de Santana, la Streissand… Cuando me presentaban, todos alucinaban al ver a un ejecutivo tan joven, pero siempre supe imponerme. Con esta voz y esta altura era más fácil [se ríe].
XL. ¿Le subieron el sueldo?
J.L.G. Sí, bueno, cuando le pedí un aumento a Muñoz me dijo. «Te daré 10.000». Me pareció insuficiente, y añadió: «Oye, que es un aumento del 100 por ciento» [se ríe]. Al final llegué a las 25.000, pero nunca estuve equiparado a los mayores, aunque tuviera mucho poder. Por eso cuando Carrà, tras organizarle sus primeros especiales para TVE, me propuso irme con ella a Italia como mánager internacional por 100.000 pesetas al mes no me lo pensé. También porque lo veía como un paso adelante, un gran reto.
«Nos fotografiaron un día abrazados y de la nada publicaron: 'El nuevo amor de Raffaella'»
XL. Eso sucedió tras cinco años en CBS, pero, ¿cuál fue el primer gran artista con el que lidió?
J.L.G. Santana. Venía de gira a Europa y le propuse a Muñoz traerlo a España. Yo tenía 20 años. Ningún mánager de la época –de Marisol, Raphael, Serrat…– quiso encargarse: «Demasiado grande para nosotros». Fue la leche: alquilamos los recintos en Madrid y Barcelona, hicimos la promoción, la venta de entradas –con El Corte Inglés– y hasta tuvimos que sacar los camiones retenidos en la aduana. Pero hicimos los dos primeros conciertos de rock en España.
XL. Trajo a Santana antes de que Gay Mercader empezara a traer rock a España…
J.L.G. Gay, de hecho, aprendió conmigo. Estábamos montando lo de Santana en Barcelona, se me acercó un adolescente y me dijo: «¿Puedo quedarme a ver cómo funciona esto?». Era Gay Mercader. Lo puse a trabajar y se pasó pegado a mi todo el concierto. Y cuando acabó, a la una de la mañana, Santana me pidió sopa de cocido. «Esto lo haces para ponerme nota», le dije [se ríe]. Así que Gay y yo nos fuimos a buscar sopa por los restaurantes de la zona. Pagamos 5000 pesetas por un puchero que ya habían hecho para los menús del día siguiente [se ríe]. Y Santana feliz.
XL. Dice usted que muchos de nuestros artistas son más respetados fuera que en España. ¿Cómo definiría al público español?
J.L.G. El público en España no tiene ni arraigo ni memoria ni respeto. En Francia, Italia, México, Brasil, Estados Unidos o Inglaterra hay una lista de músicos que son los grandes artistas nacionales y nadie los discute. Adoran a sus ídolos, pero en España no se valora a nadie. De hecho, se lo dije una vez a Aznar.
XL. ¿En serio, qué le dijo?
J.L.G. Era una comida a la que fui en calidad de mánager de Mónica Naranjo y, ya que estaba por allí, defendí la música. Le dije que siempre ha sido el patito feo de la cultura española y que el Ministerio nunca se la tomó en serio. «Nos tienen por unos borrachos, drogadictos, ruidosos y pelos largos –le dije–, pero la música es lo que hace que la imagen de España trascienda por el mundo a una velocidad espantosa; la gente conoce España por los éxitos de Rocío Jurado, Raphael, Camilo Sesto, Pantoja, Mecano… y la música es el gran vehículo para difundir el español, porque entra en las casas de la gente sin gastarte un duro».
XL. Y es lo más popular, lo más cotidiano…
J.L.G. Totalmente. Y es lo que marca recuerdos.
XL. ¿Y que le respondió Aznar?
J.L.G. «Debería usted dedicarse a la política» [carcajadas]. A su lado estaba Esperanza Aguirre, entonces ministra de Cultura, y soltó un: «Ya lo veremos». En plan: «no te preocupes, José Luis, que lo vamos a resolver». Y seguimos igual, claro. El caso es que no hay seriedad, nadie valora la música y no hay política cultural de apoyo. Es que ni se lo plantean. Se necesita un empuje a la formación y la búsqueda de nuevo talento.