Carlos López-Otín, científico: «La nutrición adecuada es un elixir de salud y longevidad maravilloso»
VIDA SALUDABLE
El catedrático de Bioquímica y Biología molecular de la Universidad de Oviedo defiende que la salud es «mucho más que la ausencia de enfermedad»
15 nov 2024 . Actualizado a las 15:32 h.Carlos López-Otín es uno de los científicos más reputados de nuestro país. Destacado catedrático de Bioquímica y Biología molecular, es reconocido internacionalmente por sus contribuciones a la investigación del genoma humano, del envejecimiento y de diversas enfermedades como el cáncer. Con todo, «tras toda una vida dedicada al estudio de la salud humana, no deja de llamarme la atención nuestra fragilidad somática y emocional», cuenta. De ahí la publicación de su nuevo libro, La levedad de las libélulas (Paidós, 2024), que pone el foco en lo que él denomina «la medicina de la salud».
—¿Qué es La levedad de las libélulas?
—Es un libro de viajes al centro de la salud y de la vida. Y no solo hay que leerlo, también escucharlo y sentirlo, porque además de los quince capítulos y el epílogo, cuenta con unos códigos QR que permiten ver todo lo que yo estaba expresando o imaginando mientras caminaba por París. Se trata de una reflexión sobre la salud: ¿qué representa hoy en día para nosotros? También si podemos separar la física, somática y biológica, de la salud mental. O si son dos partes indistinguibles de la misma ecuación y que merecen la misma atención.
—Después de una larga trayectoria profesional como la suya, ¿ha cambiado su visión sobre la salud?
—Muchísimo. Fui educado en los principios científicos más estrictos y rigurosos, por grandes mentores como Severo Ochoa, Margarita Salas o Eladio Viñuela. Profesores que a día de hoy siguen en mi mente como los grandes arquitectos de mi conocimiento del mundo. Y fui educado en el reduccionismo, en estudiar las moléculas como clave para explicar la salud. Para mí, esta última era la ausencia de enfermedad. Hasta que me di cuenta de que es lo más importante que tenemos.
—¿Qué es lo que le hizo darse cuenta?
—Me di cuenta, más que por la salud física, por la mental. Nunca en mi vida había tenido ningún problema de salud física. Sin embargo, de salud mental, de repente me vino un eclipse de alma inesperado, inexplicable, y me arrasó. Fue un gran naufragio personal. Ahí es cuando entendía que la salud tenía que ser mucho más de lo que yo creía. No solo podían ser moléculas y, sobre todo, no solo podía ser ausencia de un mal. Ahí es cuando empiezo a reflexionar qué podía ser. Y me trasladé a la antigüedad buscando un mentor: Leonardo da Vinci. Él resuelve mis preguntas llevándome todavía más atrás, al mundo griego, donde me dan las primeras respuestas: la salud es silencio, armonía, equilibrio, la sabiduría del cuerpo.
—¿La salud es el silencio del cuerpo?
—Exacto. Cuando notamos un rumor, un susurro, un resquemor interno. Puede ser un marcador bioquímico que nos habla de un daño hepático, o un marcador tumoral que nos habla de un cáncer incipiente o avanzado; incluso una imagen que nos habla de una neurodegeneración. Como eso es lo que hemos entendido como ruido, la salud es el silencio. Leonardo me lleva a conocer a Hipócrates, y entiendo con sus ideas que la salud es el equilibrio, la armonía entre las partes del cuerpo. Ya en París, en terreno muy conocido al lado de mi casa, está el laboratorio de Claude Bernard y la casa donde vivió y murió. Allí mismo, es como si estuviera dialogando con él y entiendo que la salud es el mantenimiento del medio interno, la homeostasis. Y con esas tres ideas sobre las que nunca me había parado, doy un paso más.
—Ahora debo preguntarle cuál es ese paso, claro.
—La salud es equidad social. Eso me lo enseña Diego Rivera, con su mural El pueblo en demanda de salud, y mirándolo con mucha atención entiendo que necesitamos saber que sin equidad social podemos tener salud individual, pero no colectiva. Lo justo es que el conocimiento sea salud para todos, no para uno o unos pocos. Además, es una forma muy especial de cultura, la de la vida, y esto tampoco había pensado nunca sobre ello.
—Si la salud es el silencio del cuerpo, ¿cree que este se rompe de la misma forma con las enfermedades físicas y con las mentales?
—Es una pregunta bonita, porque toda la segunda parte del libro intenta darle respuesta. Primero lo intento de manera científica, porque es mi profesión y tengo que ofrecer respuestas reproducibles, verificables y generalizables. Las primeras respuestas vienen de la búsqueda de las claves celulares y moleculares de la salud, que tienen que ver con las enfermedades somáticas, pero nos estamos olvidando de algo. ¿Dónde está en esta conceptualización celular y molecular los lenguajes sociales y los lenguajes emocionales? ¿O es que la salud no se quiebra y el ruido no es ensordecedor cuando tenemos un naufragio sentimental? Alguien al que le rompen el corazón describe su dolor incluso peor que un infarto. Y eso tiene que estar reflejado en el lenguaje científico sobre la salud, porque si no, es incompleto.
—¿Cómo se puede introducir?
—Para hacerlo, me inspiro en Julio Cortázar y en su Rayuela. Pinto el juego en el suelo, con tiza blanca, y veo que hay muchos caminos para llegar al final, a la salud. Las tres primeras cajas son científicas: que cada cosa ocurra en su lugar, en su tiempo preciso, que se regule y se repare. Todas las demás, ya son el puro reconocimiento de aceptación, de que si queremos entender la salud a día de hoy, tenemos que incorporar otros factores que influyen decisivamente. Si quieres, los repasamos.
—Por supuesto.
—El primero de todos es la nutrición. Si es adecuada, es un elixir de salud y longevidad maravilloso; tal vez el mejor. ¿Por qué? Porque dialogamos tres veces de promedio al día con los alimentos y nutrimos a nuestras células humanas, treinta billones que nos cohabitan. Hay que mantenerlas en equilibrio para evitar la disbiosis que de nuevo recorta nuestra esperanza de salud. Alimentación natural y austera. No tengo nada más. Nunca tomé ningún suplemento nutricional de ningún tipo, ni nutricional, ni farmacológico. Me arreglo con lo natural y austero. Y después procuro evitar la malnutrición, que no es la escasez de nutrición, sino el sustituir la necesidad de nutrirnos por comer alimentos accesibles económicamente, pero muy negativos en general para la salud. Hoy el hambre se está sustituyendo por la obesidad que genera la malnutrición. Después de la nutrición, el ejercicio es obvio. Todos sabemos que es necesario, cada uno tiene que encontrar su manera de ejercitar su cuerpo con prudencia y serenidad. La salud no necesita excesos.
—¿Cuál sería el siguiente?
—Mantener nuestros relojes en hora. El circadiano central, que me conecta con todo el cuerpo y dicta la hora a todos los órganos y tejidos. Y para eso hay otra serie de relojes que están en cada uno de nuestros tejidos y que van marcando todos el mismo ritmo al unísono. ¿Qué nos está pasando? Que hemos perdido la hora y hemos entrado en jet lag. Nuestros relojes internos no están conectados con la sociedad, con el tiempo. En casa encendemos por la noche la tele, el ordenador, el teléfono móvil, tablet, todo. Y estamos bañados en luz cuando debería haber oscuridad para que repliquemos correctamente el ADN por la noche, sin miedo a tener mutaciones innecesarias. Perdemos el descanso y entonces entramos en una situación de declive de salud. Otro, evitar la toxicidad.
—Complicado en los tiempos que corren.
—Exactamente. Hay dos formas de toxicidad fundamentales. Una es la ambiental, que es preocupante, porque la atmósfera, el agua y las calles están sucias. ¿A qué me refiero? Pues que tiene componentes con capacidad de distorsionar nuestra armonía molecular. Y esta capacidad de distorsión es difícil porque se han instalado en nuestro ambiente y lo aceptamos prácticamente con naturalidad. Como los microplásticos, los pesticidas y los disruptores de productos de higiene cotidiana como desodorantes y detergentes. Pero hay una toxicidad que para mí es muchísimo peor: la humana. Cuando nos hacemos daño unos a otros, esto sí que es difícil de resolver. Y obviar eso es inadaptarnos y entrar en el estrés, que es otra de las claves, junto con la adaptación psicosocial.
—¿El estrés es una clave positiva?
—Sí, es una respuesta evolutiva interesante. Aquellas especies que no tenían estrés no avanzaron, solo aquellos que se ponían en alerta ante las amenazas, como un oso o un león, son los que resistieron. Pasaron estos mecanismos a sus descendientes que, a su vez, los fueron mejorando hasta que se organizaron respuestas internas a los mecanismos, a las alertas externas. ¿Pero qué sucede si este control del cortisol se pierde, porque el estímulo es continuo, como sucede a día de hoy? Es como si hubiera un león en la puerta de casa todos los días, convirtiéndose en una respuesta muy negativa porque pervierte todo lo positivo que pueda haber. Dejamos de estar adaptados internamente, psicosocialmente al entorno y comparece la enfermedad.
—Me habla de «elixires» de la salud. Menciona la dieta, pero cada vez comemos peor. El ejercicio físico, si bien cada vez somos más sedentarios. Del sueño, aunque las estadísticas dicen que cada vez son más las personas que tienen que recurrir a fármacos para dormir. De estrés, el mal del siglo XXI; y la toxicidad, tanto la producida por sustancias tóxicas y microplásticos, como la que ocurre entre personas. Ante esta realidad, ¿hasta qué punto somos nosotros responsables de las enfermedades que sufrimos?
—Es una pregunta fundamental porque la respuesta es muy difícil. Formamos parte de un mundo en el que nuestras decisiones dependen mucho de otros: gobierno, grupos económicos, familia, amigos, parejas... todo esto nos influye. ¿Somos responsables? Bueno, hay 17.000 enfermedades distintas y, de estas, las hay hereditarias que nos vienen porque la brújula genómica que nos llegan de nuestros padres tiene un defecto. 3.000 millones de piezas tiene nuestro genoma. ¿Pero son responsables nuestros padres? Tampoco. No hay que culpabilizar a alguien por un defecto genético porque todos somos mutantes. Todos venimos al mundo con unas 100 mutaciones nuevas, cambios respecto a lo que nos han legado.
Con todo, empezaron a comparecer otros lenguajes, los epigenéticos emocionales, sociales. Los cambios epigenéticos son sobre nuestro genoma. Las comas, las diéresis, los puntos. Nosotros vamos poniendo sentido gramatical a la lectura del genoma. ¿Y de esto somos responsables? Sí, porque los cambios epigenéticos derivan de nuestro diálogo con el ambiente. Pero no en el sentido catastrofista y culpabilizante, no. Es la vida, hay que vivirla y tiene sus riesgos. La vida es emocionarnos o causar emoción, es reírnos o hacer que otros se rían. El respeto a los demás, la humildad, la empatía, la austeridad, el altruismo. Todo son palabras que intento poner en marcha en mi día a día.
—¿Y el altruismo tiene que ver con nuestra salud?
—El altruismo es increíble. Aunque no te lo creas, mejora el sistema inmunitario. Las respuestas inmunológicas de un altruista son mucho mejores que las de un egoísta. La empatía y la solidaridad es una de las cumbres de la felicidad. Contribuir a aliviar una adversidad no propia, sino ajena, es realmente una cumbre de bienestar emocional. Tal como dices, es muy difícil nutrirse bien cuando tienes media hora para comer y tienes que volver corriendo a estudiar o trabajar. Por eso debemos buscar aspectos personales o sociales que favorezcan todo esto desde un punto de vista de apoyo social. Aceptemos la imperfección, la nuestra, avancemos en la educación y después sigamos enseñando a las máquinas, pero no nos olvidemos de seguir educando a las personas.