Tres 'equívocos' históricos que lo explican
Tres 'equívocos' históricos que lo explican
Domingo, 08 de Diciembre 2024
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Ganarse el pan con el sudor de la frente es un concepto tan arraigado en nuestra sociedad que a veces olvidamos que el trabajo no es consustancial al ser humano. El antropólogo James Suzman recuerda en su libro Trabajo. Una historia de cómo empleamos el tiempo (Debate) que durante el 95 por ciento de nuestra historia no trabajábamos más de 15 horas semanales y aprovechábamos el tiempo de ocio para la creación y la reflexión, que fue lo que nos permitió evolucionar. Cómo fue cambiando la percepción del trabajo es esencial para comprender nuestra sociedad, según han analizado ya numerosos historiadores, pero hay tres momentos del siglo XX que, aunque puedan parecer anecdóticos, sirven para explicar por qué, pese a los enormes cambios tecnológicos y sociales de las últimas décadas, el trabajo sigue estructurado como en el siglo pasado.
El economista Adam Smith, que acuñó ya en el siglo XVII la expresión ‘la mano invisible’ para elogiar las virtudes del libre mercado, fue el primero es reparar en que la mayoría de las personas creían que existía un vínculo estrecho entre el trabajo y el valor de las cosas. Pero Smith matizó algo determinante: el valor del trabajo de un objeto no se establecía en función de la cantidad de trabajo que se había dedicado a fabricarlo, sino de la cantidad de trabajo que el comprador estaba dispuesto a emplear para adquirirlo.
Y ese principio condiciona, en una y otra dirección, los horarios laborales hasta el día de hoy. Hasta 1918, cuando acabó la Primera Guerra Mundial, la mayoría de las personas trabajaban cincuenta y seis horas repartidas en seis días a la semana. Luego, gracias a los avances tecnológicos y el creciente poder de los sindicatos, las horas de trabajo se redujeron. Fue Henry Ford, el fabricante de automóviles, que entonces empleaba a unas 400 mil personas, el pionero de la semana de cuarenta horas, divididas en cinco turnos de ocho horas y los fines de semana libres. ¿Por qué desde entonces la semana laboral no se ha reducido? El ejemplo que usa Suzman es el ‘caso Kellogg’, una de las marcas de cereales más vendidas del mundo.
Kellogg’s fue fundada John Harvey Kellogg, un adventista con una pasión por la vida sana y un odio patológico al sexo, explica Suzman. Kellogg creó unos cereales para el desayuno pensados específicamente para contener las pasiones de los pacientes que acudían al sanatorio Battle Creek, el retiro de ‘bienestar’ vegetariano que fundó en 1886. Los Corn Flakes que patentó en 1895, crujientes, pero sin azúcares, se formularon como un disuasor sexual. Fue uno de sus hijos, Will Kellogg, que no compartía las opiniones puritanas de su padre, quien vio su potencial. Añadió azúcar a las recetas y, en 1906, empezó a producir en masa.
Durante los siguientes cuarenta años, Will Kellogg revolucionó la producción de alimentos e innovó en la gestión, producción y marketing de la empresa. Cuando en 1929 llegó la Gran Depresión, su único rival real en el mercado de los cereales era Post, que hizo lo habitual en momentos de incertidumbre: recortó todos los gastos no esenciales. Kellogg hizo lo contrario: duplicó la publicidad y aumentó la producción. La estrategia fue un éxito. Resultó que a la gente le gustaba comer cereales azucarados y baratos mojados en leche en tiempos difíciles.
Kellogg hizo además algo sorprendente: redujo las horas de trabajo en sus fábricas de la jornada completa a unas cómodas treinta horas semanales, divididas en cinco turnos de seis horas. Al hacer esto, pudo crear otro turno de nuevos trabajos, en un momento de enorme desempleo. La medida resultó otro éxito. Los gastos generales disminuyeron tanto que, en 1935, Kellogg pudo presumir de ello: «Podemos permitirnos pagar tanto por seis horas como antes pagábamos por ocho».
Hasta la década de 1950, siguieron con la semana de treinta horas. Después, para sorpresa de la dirección, tres cuartas partes de su plantilla votó a favor de regresar a la semana de cuarenta horas, aunque se eliminase un turno de trabajadores. Algunos explicaron que deseaban trabajar ocho horas para pasar menos tiempo en casa con sus familias. «Pero la mayoría, explica Suzman, fueron claros: querían trabajar más horas para ganas más y comprar más o mejores versiones de la infinita procesión de productos de consumo que llegaban al mercado estadounidense en la próspera época de posguerra».
Lo que estaba pasando lo explica otro gran economista, John Kenneth Galbraith en su libro La sociedad opulenta, de 1958. Defendía Galbraith que la escasez material ya había dejado de ser el principal impulsor de la actividad económica. ¿Qué hacía entonces que empleados como los de Kellogg’s desarrollasen ese ‘apetito infinito’ por comprar cosas? La publicidad.
Galbraith sostenía que los productores y los publicistas conspiraban para inventar necesidades nuevas y artificiales y así mantener en movimiento la rueda de hámster de la producción y el consumo, en lugar de invertir en servicios públicos.
La publicidad no era nueva, obviamente, pero se había sofisticado a extremos que la serie Mad Men reflejaría muchas décadas después con seductora precisión. La televisión multiplicaría su efecto. Y lo haría, según Galbraith, no para incentivar el consumo de cosas ‘utiles’, sino de ‘necesidades relativas’ asociadas al estatus social.
En 1948, la agencia N.W. Ayer concibió uno de los eslóganes publicitarios más influyentes de la historia: «Un diamante es para siempre». Lograron instaurar la asociación entre el amor eterno y los diamantes y crear así la demanda constante de un producto que antes de 1940 no le importaba a casi nadie. Galbraith creía que la publicidad tenía otro propósito, más allá de espolear el consumo. Pensaba que hacía que las personas se preocuparan menos de la desigualdad porque siempre que pudieran adquirir nuevos productos de consumo tendrían la sensación de que ascendían socialmente.
El ‘gran desacoplamiento’ es como algunos analistas llaman a la ruptura del equilibrio entre la productividad laboral y los salarios de los trabajadores. Según estos analistas, esa relación se rompió en 1980. La productividad y el producto interior bruto siguieron aumentando, pero el crecimiento de los salarios se estancó, excepto para quienes tenían los sueldos más altos. Lo que llevó a que un director ejecutivo tenga hasta 300 veces el sueldo de un trabajador medio, como sucede hoy, fue, dice Suzman, «la guerra por el talento».
La palabra 'talento' la introdujo en el lenguaje corporativo la consultoría McKinsey & Company en 1998. No es que el talento no existiese antes, claro, pero convirtió el término en la mejor baza del Departamento de Recursos Humanos para justificar su existencia. El informe trimestral de la consultora se titulaba La guerra por el talento, y afirmaba que la diferencia entre una empresa buena y una mala eran las personas inteligentes que dirigían esos negocios, o sea, los consejeros delegados y los altos ejecutivos a los que se dirigía el informe. El resto de consultoras se apuntó a la caza del ‘talento’ y las grandes compañías de todo el mundo se convencieron de que para atraer y retener el ‘mejor talento’ tenían que ofrecer esos sueldos multimillonarios.
En realidad, el crecimiento económico de los años siguientes fue posible gracias al consumo de los países del sudeste Asiático y de China, y a la desregulación en Estados Unidos y Europa, que llevaría al sistema de subprimes y otras escabrosas estrategias bancarias que acabarían estallando en 2007. Sin embargo, ni aquella monumental crisis haría estallar la burbuja del ‘talento’. En medio de todo aquel pánico, muchas grandes empresas recortaron plantilla, pero usaron sus reservas de dinero para asignar importantes primas para retener al equipo directivo. Y es que cambiar de hábitos resulta complicado.
Nuestros antepasados cazaron y recolectaron, sin tener un concepto de ‘trabajo’, durante más del 95 por ciento de los 300 mil años de historia del Homo sapiens. Nuestra actitud frente al trabajo tiene su origen en la agricultura. Luego se reforzó cuando la gente empezó a reunirse en ciudades, hace unos ocho mil años, y comenzaron a generarse excedentes de comida. El tercer paso lo marcó la aparición de las fábricas y los combustibles fósiles.
Ahora estamos ante un nuevo paso: la automatización del trabajo, cuyas consecuencias todavía están por verse. Una de ellas ya es constatable: el aumento de la desigualdad. Pero también puede generar nuevas dinámicas sociales. Galbraith creía que llegaríamos a una «economía de la abundancia» cuando los individuos renunciaran a la búsqueda de la riqueza en favor de un trabajo más digno. Ahora, los millennials proclaman esa misma aspiración. «La historia –dice Suzman– nos enseña que somos una especie tozuda, muy reticente a hacer cambios profundos en nuestros hábitos, pero también revela que, cuando se nos obliga a cambiar, somos sorprendentemente versátiles».