Vivió hasta los 94 años sin que nadie sospechase
Vivió hasta los 94 años sin que nadie sospechase
Viernes, 13 de Diciembre 2024, 11:32h
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Lleva una pistola en el cinturón o una ametralladora al hombro; le gusta vestir con uniforme de cuero. Mide un metro sesenta, pero nadie se atreve ni a mirarlo. Así, pavoneándose como un matón, recorre la región de Dordoña. Es el año 1943 y él es el agente número 302 de la Sipo-SD, la Policía de las SS, una combinación de fuerzas de la Gestapo (la Policía secreta) y la Kripo (la Policía criminal) a las órdenes de Hitler en la Francia ocupada. Se llama Paul Pradier y tiene 19 años.
Más de seis décadas después, Pradier es un anciano sonriente, uno de los vecinos más queridos de Les Herbiers, a más de 300 kilómetros de Dordoña. Un jubilado jovial que no falta un día a su paseo, a su almuerzo en el café Chez Colette... En la localidad lo llaman cariñosamente 'pequeño Paul', Popaul. Y así habría sido hoy recordado si Frédéric Albert, el hijo de sus amigos más cercanos, el matrimonio formado por Marcel y Régine, no hubiera decidido investigar.
Todo empezó tras la muerte de Pradier en 2018. El detonante fue una inocente llamada que la madre de Frédéric hizo a uno de los sobrinos de su amigo fallecido. Sabía que estaba distanciado de sus parientes, pero creyó conveniente informarlos de su muerte. El pariente se limitó a ratificar el poco trato que tenía con su tío: «Fue complicado durante la guerra. La cárcel, por lo que hizo...». El sobrino no dijo más, pero fue suficiente para despertar la curiosidad de Frédéric. El resultado es el libro Le dernier Gestapo, editado por RMP.
Paul Pradier llegó a Les Herbiers de la mano de Marcel, el padre de Frédéric, un empresario de éxito. Se habían conocido a principios de los ochenta en una convención en París. Aunque no hicieron negocios juntos, mantuvieron el contacto durante años. Pradier lo visitaba con frecuencia; se hicieron amigos. En 2006, cuando Pradier tenía ya 82 años y no tenía claro dónde pasar los últimos años de su vida, los Albert lo animaron a instalarse en Les Herbiers. Su amigo era muy conversador, entusiasta de la Fórmula 1 y del fútbol, pero renuente a hablar de su pasado. No les pareció extraño. Había nacido en Dordoña, una zona marcada por la terrible ocupación nazi. Suponían que él o su familia fueron víctimas de los alemanes. Pradier solo cuenta vagamente que había sido mecánico; luego, repartidor; después, chófer; que trabajó en talleres... También que perdió la vista del ojo derecho en un trágico accidente de tráfico.
Soltero, sin hijos, muy activo, con una fuerza física extraordinaria, Pradier estuvo los últimos años de su vida laboral haciendo chapuzas en un albergue juvenil; arreglaba desperfectos, preparaba el desayuno a los mochileros... El lugar lo regentaba el matrimonio Morenas, comprometido con la resistencia durante la ocupación. De hecho, escondieron en su albergue a judíos y partisanos. Y, sin saberlo, dieron empleo durante años a uno de los colaboradores nazis responsable de su persecución. Morenas murió en 2006 sin saber la verdad. Su hija dice hoy que no lo hubiese soportado. El albergue fue vendido tras su fallecimiento. Y eso hizo que Pradier decidiera cambiar de aires.
Cuando se instala en la localidad Les Herbiers, nadie sospecha de él, tampoco los Albert. Pero la extraña conversación telefónica con el sobrino y la pandemia despiertan el interés de Frédéric. En ese momento gestionaba un hotel en Barcelona y se ve obligado a parar su trabajo durante el confinamiento; empieza a indagar en Internet. Cuando encuentra el nombre de Pradier en un libro de historia de la Dordoña, no puede creer lo que lee.
Frédéric Albert decide consultar el archivo departamental de Burdeos, donde cree que puede estar el expediente de Pradier. Y, efectivamente, lo localiza: es el agente número 302 de la Sipo-SD, la Policía de seguridad de las SS, una máquina terrorífica que integraron en la región de la Dordoña una docena de franceses; unos 2500 en todo el país. «Eran fanáticos, oportunistas, codiciosos, vengativos», explica Patrice Rolli, historiador de la Segunda Guerra Mundial, que ha ayudado a Frédéric en la investigación.
A los 17 años, Pradier se traslada de su pueblo natal a Périgueux, la capital de la Dordoña, a unos 20 kilómetros, para trabajar en un taller. Desde que comienza la ocupación en 1941, colabora con los nazis, primero como chófer; luego se afilia al PPF, el Partido Popular de Francia, de extrema derecha, y no tardará en unirse a la Milicia, un grupo paramilitar al servicio de los alemanes. Su 'ascenso' llega en 1943, cuando tiene 19 años y recibe el carné de agente de la Gestapo, un documento que le da el poder de aterrorizar a los habitantes de la región. Y lo hace. En apenas un año, de agosto del 43 a agosto del 44, Pradier denunció, participó en ejecuciones e hizo deportar a varias decenas de compatriotas.
Le gustaba infiltrarse entre la resistencia para luego denunciar a los partisanos. Es lo que más valora la Gestapo. Sus víctimas lo recuerdan. Varios represaliados recuerdan que los alemanes le pagan a Pradier diez mil francos, una sustanciosa cantidad que revela lo valioso de su colaboración. Algunos de los guerrilleros, o sus colaboradores, como un joven agricultor de 20 años, relatan que fueron deportados a Mauthausen por las delaciones de Pradier.
También se detallan escenas especialmente mezquinas como cuando en 1943 Pradier, vestido de civil, distribuyó folletos a favor del Ejército Rojo en Périgueux con una sonrisa en el rostro y luego, con brutalidad, detuvo a quienes habían corrido el riesgo de aceptarlos.
Pradier disfruta de esos ejercicios de poder. No en vano le gusta moverse con la Brigada Norte-Africana (BNA), un grupo muy violento compuesto por unos 50 norteafricanos y delincuentes de París que actúan con total impunidad bajo el ala de la Gestapo. En marzo de 1944 llega el peor momento en la región: el saqueo de las propiedades judías, la quema de granjas, las ejecuciones. Pradier –recuerdan los testigos– no solo participaba, sino que animaba a los nazis más brutales.
El 10 de junio de 1944, en el pueblo Oradour-sur-Glane, tiene lugar una 'acción ejemplar' contra la población civil, a la que se acusa de colaborar con la resistencia. Una masacre: ejecutan a 642 habitantes. Ese mismo mes, un documento constata que el agente 302 de la Sipo-SD recibió 60.000 francos de la Gestapo, acompañados de felicitaciones «por su actividad contra la resistencia y su valentía».
El desembarco de Normandía, el 6 de junio de 1944, cambia las tornas. En agosto, Pradier huye de Périgueux con los alemanes. Se le pierde la pista. Lo condenan a muerte en ausencia, hasta julio de 1945, cuando lo detienen en la estación de Estrasburgo.
En su declaración cuenta que ha trabajado en una fábrica en Alemania. No aclara cómo vuelve, pero puede que, como muchos colaboracionistas, tras la caída del Tercer Reich, se entremezclase con los repatriados de los campos de concentración para 'colarse'. Pradier será otra vez juzgado y condenado a muerte en Burdeos en noviembre de 1945. En 1946, sin embargo, su sentencia fue conmutada por trabajos forzados de por vida. Y ocho años después, por su buen comportamiento, le conceden la libertad. Es 1955. Tiene 31 años. Lo que ocurre entre ese momento y los años ochenta no está claro. Al parecer, cambia varias veces localidad y empleo antes de acabar en el albergue de Morenas. Luego vivió la más apacible de las jubilaciones.
Falleció en el hospital, a los 94 años, de una infección pulmonar. El personal del hospital lo adoraba y no le faltaban amigos. A petición suya, sus restos fueron incinerados.
¿Y nadie sospechaba nada? No. Solo recuerdan un episodio extraño: en 2009 recibió una carta de un notario en la que se le contaba que había heredado de un pariente próximo. Debía personarse en Montagrier, donde había nacido. Como ya era anciano, la madre de Frédéric se ofreció a acompañarlo. Paul estuvo de mal humor, nervioso, no quería mostrarle su pueblo. La casucha legada la vende el mismo día. No quiere hablar. Como está ya enfermo, no le dan más importancia.
Luego, durante la investigación de Frédéric Albert y el historiador Patrice Rolli, una anciana les confía que aquel día de 2009 ella sí reparó en Pradier: «Fue como ver un fantasma del pasado. Una visión que me heló la sangre».